Atravesamos la mitad del período de confinamiento, quince
días enjaulados en nuestros propios domicilios con la esperanza de que esto
pase pronto. Nos falta otra quincena, si no alargan aún más la cuarentena, para
vislumbrar la luz detrás de la puerta que nos mantiene enclaustrados. Cuando
llegue ese día, nadie sabe qué se decidirá. Entonces, ya veremos. Mientras
tanto, el agotamiento psíquico empieza aflorar. Se nos acaban las motivaciones
para mantenernos activos, atentos, confiados y ocupados durante este tiempo de
encierro e inactividad. El desánimo acecha cada día y la voluntad desfallece.
Es muy duro una situación así para los que acostumbramos hacer vida en la
calle, compartiendo con familia y amigos el aire y la libertad. Muy duro.
Sin embargo, la resignación y una mentalización constante, que
nos permita compararnos con quienes soportaron experiencias mucho peores, ayuda
a no claudicar y mantener el afán de victoria. El recuerdo de Ana Frank, la niña
alemana de ascendencia judía que pasó más de dos años oculta de los nazis,
durante la Segunda Guerra Mundial, hace de nuestro aislamiento un paseo fugaz.
Y la memoria de familiares y amigos que desaparecieron demasiado pronto,
provocándonos un vacío mucho más profundo e insoportable, nos lleva preferir
esta situación a sus muertes. Ojalá pudieran quejarse con nosotros de estar
separados y aislados, temporalmente, por culpa de un virus, que no para
siempre. Estos pensamientos traviesan mi mente en los frecuentes instantes de
debilidad que estos días favorecen. Reconozco que no soy ni héroe ni fuerte,
sino simplemente humano que de vez en cuando se derrumba ante la adversidad. Mi
familia es mi única fortaleza.
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