La epidemia que arrancó en China por un virus nuevo
sumamente infeccioso ya ha causado contagios masivos en numerosos países del
mundo. Ya se ha convertido en una pandemia, aunque hubiera una cierta resistencia
a declararla así por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Se
trata de la primera pandemia que conocemos en pleno siglo XXI,
después de haber prácticamente erradicado, al menos controlado, las que hace
décadas desataron también miedo y alarma entre la población, como la viruela,
el sarampión o el SIDA. Actualmente es un coronavirus que causa patologías
respiratorias, más benignas que letales, salvo en personas de edad avanzada con
enfermedades previas que pueden verse agravadas hasta desencadenar la muerte,
lo que mantiene en vilo a gobiernos y autoridades sanitarias de medio planeta,
no por su patogenicidad, sino por la capacidad exponencial de propagación que
tiene para transmitirse. Es un virus extraordinariamente infeccioso y bastaría el
simple contacto físico o la exposición a las microgotitas que se expulsan al
hablar y respirar (gotas de Flugge de saliva o moco) de una persona portadora para
contagiarse.
Esa multiplicación de contagios en la población es lo que
provoca las alarmas, debido a los trastornos en la actividad rutinaria a que se
ven sometidos los países con brotes epidémicos (cierre de colegios, aislamiento
de trabajadores, colapso de hospitales, prohibición de movimientos a, o desde, zonas afectadas, obligación de guardar cuarentena a los expuestos o portadores
de la infección, suspensión de todo tipo de aglomeraciones deportivas, festivas,
religiosas, empresariales, artísticas, culturales, etc., y la consiguiente desaceleración
económica que todo ello desencadena y la interrupción de los flujos comerciales de manera global.
Si a ello se añade la propensión a la histeria de amplias
capas de la población, más por exceso de información que por desconfianza y
temor justificados, que rápidamente hace acopio de alimentos y exagera las
medidas preventivas o de higiene (mascarillas, geles desinfectantes, etc.), no
resulta extraño que la parálisis o la sobreactuación hagan mella en la
sociedad. Y si, para el colmo, la situación de emergencia es utilizada para la
confrontación política y la erosión del gobierno por parte de quienes están
dispuestos a obtener réditos electorales de cualquier contingencia, por grave
que sea, tenemos el panorama perfecto para desencadenar algo parecido al caos
en el comportamiento de ciudadanos suspicaces o ingenuos y en la cadena de
relaciones que caracteriza a cualquier sociedad. A punto estamos, pues, de
salir corriendo para protegernos de una pandemia que, para los catastrofistas,
es peor que la peste negra. ¡Prepárese!
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