Voy perdiendo la cuenta de los días que llevamos
enclaustrados entre cuatro paredes. Jornadas sucesivas que se repiten
monótonamente, como déjá vus de lo que ya hemos experimentado o visto
anteriormente. Sin desearlo, una especie de rutina se instala en estos días que
son excepcionales en nuestras vidas, sobre hechos que jamás habíamos padecido
ni conocido en nuestras confiadas existencias. Estamos acostumbrándonos a la rutina
de la anormalidad cotidiana, como única manera, tal vez, de soportar un
cautiverio que te condena a la inactividad y la melancolía.
Sólo la lluvia de la pasada noche, como ecos de tambores
lejanos en medio de la oscuridad, pudo romper la soledad de un encierro que nos
lleva a la cama por inercia, sin ganas. El sonido de las gotas al caer contra
ventanas y tejados, despertando recuerdos infantiles de tormentas remotas,
ayudó a sumergirnos entre los sueños con una placidez voluptuosa. Noche de
lluvias que remedaba estos días extraños de confusión y temor y preconizaba
un amanecer radiante y esperanzador, aunque acechado de nubarrones. Un paréntesis
de ilusión para no rendirse al desánimo y el aburrimiento. Y un día más cerca
de ese horizonte de libertad que anhelamos al despertarnos.
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