miércoles, 11 de marzo de 2020

Por qué soy de izquierdas


Es fácil responder recurriendo al chiste: porque soy pobre, hijo de una familia humilde. Pero, dejando aparte las condiciones de origen, soy de izquierdas por convicción, por considerarlo lo más justo para todos, no sólo para mí. Por ello, aunque fuera rico, seguiría siendo de izquierdas y contribuyendo a la materialización de su ideario. Pero no milito en ningún partido político, aunque mi voto siempre apoye a las formaciones de izquierdas, obedeciendo antes a una actitud pragmática que fundamentalista. Sin embargo, soy fiel a la ideología más que a unas siglas. Una especie de librepensador, como me calificó un amigo. Si alguna vez me he sentido defraudado por el partido al que voto, lo castigo votando a otro partido de izquierdas. Por simple coherencia. No concibo un trabajador de derechas, ¡y mira que los hay! Me parece una contradicción.

Tan contradictorio como un burgués de izquierdas. Resulta “lógico” que un burgués, un acaudalado de las clases privilegiadas, se identifique con la derecha o con el liberalismo económico. Es decir, con ideas y políticas que defienden su clase social y su concepto de sociedad y modelo económico, puesto que su mayor preocupación estriba en conservar su riqueza y privilegios. Es lo que le permite disfrutar de una educación privada, una sanidad privada y un ambiente social diferenciado y exclusivista. Y está en su derecho, mientras pueda costeárselos de su bolsillo. Su desahogada posición se la ha ganado con el sudor de su frente o la ha heredado. Los desfavorecidos no han tenido tanta suerte ni las condiciones para acceder a ella. Estos condicionantes de nuestros respectivos nichos sociales son los que nos obligan a ser consecuentes y coherentes con la ideología que vela por nuestros respectivos intereses.

La derecha aboga constantemente por bajar impuestos y reducir todo gasto social. procura la precarización laboral y la privatización de los servicios públicos. Detesta que con su dinero se construya un Estado del Bienestar que sólo beneficia a los desafortunados, a quienes dependen del trabajo por cuenta ajena y de salarios que apenas cubren sus necesidades básicas, incluso a los que ni siquiera pueden aportar recursos a la riqueza nacional. Por ello es reacia a pagar impuestos y, más aún, a la progresividad de una política fiscal que le obliga pagar más que los que menos tienen. Una sociedad “solidaria”, que mira por todos, no es su objetivo -le parece un modelo injusto y contrario a sus intereses-, sino aquella neoliberal que declara el predominio del individuo y su suprema libertad, aun cuando perjudique el bien común. Por eso, el pensamiento de derecha se basa en el individualismo, de igual modo que el eje del liberalismo es el yo.

La libertad de mercado y el neoliberalismo económico crean desigualdad, inestabilidad y pobreza. Tratan a todos como agentes iguales, tanto compradores como vendedores, con los mismos derechos para enriquecerse o empobrecerse, sin valorar si todos disponen de las mismas oportunidades. La ley de la oferta y la demanda, en mercados poco regulados, representa una oportunidad para el que dispone de recursos para invertir y especular. Pero el trabajador sólo puede vender su propio trabajo, sobre el que pivota su desarrollo como persona y miembro de la colectividad, dotándole de significados y propósitos vitales. La “igualdad” y la libertad de mercado le niegan derechos, libertad y autonomía para el control, la estabilidad y el sentido de su único patrimonio: su trabajo. Su seguridad, la satisfacción de sus necesidades más apremiantes, descansa en la cooperación y la solidaridad de toda la sociedad en su conjunto. Más que individualista, es gregario por necesidad porque precisa de servicios públicos que sustenten la educación, la salud, la justicia, la vejez y hasta el transporte (subvencionado) urbano. De ahí que la izquierda se declare socialista* o colectivista, en su más noble significado, desde los tiempos de los babeuvianos, por su afán en defender la verdadera igualdad (de oportunidades y derechos), la libertad (emancipadora de la opresión) y la solidaridad (entre toda la comunidad). Viene de antiguo, de los viejos utopistas (Moro, Campanella, Owen, etc.) que soñaron un mundo mejor en el que poder llevar una vida digna de ser vivida. Y de la razón, de la que emerge la acción política que persigue tales objetivos “utópicos” de transformación social.

Tras casi dos siglos de pensamiento socialista, jamás satisfecho por mucho que el humanismo y la ilustración hayan guiado sus pasos, persisten los problemas, aparecen nuevos retos y las metas se mantienen en el horizonte de lo inalcanzable. Por cada respuesta, surgen nuevas preguntas a los problemas de nuestro tiempo que el socialismo no acaba de atender. Lacras de desigualdad, opresión y pobreza que siguen sin eliminarse y vuelven a constituir desafíos al bienestar común, presentándose en la actualidad como los Objetivos del Milenio de la ONU. De hecho, en las últimas décadas, la desigualdad, la precariedad y la pérdida de derechos han aumentados en nuestro país y otras democracias de nuestro entorno de manera inimaginable. Hemos asistido impávidos a crisis económicas que se han hecho recaer impúdicamente sobre los hombros de los trabajadores y los desfavorecidos, generando miseria, paro y desigualdad, mientras los ricos aprovechaban para hacerse más ricos con cada estornudo cíclico del capitalismo

Por todos estos motivos, los intereses de los trabajadores y de los acaudalados o detentadores del capital son diferentes, son opuestos. Unos defienden su individualismo egoísta y autosuficiente, mientras que otros buscan la solidaridad en el reparto de cargas y riqueza entre todos. Unos buscan salvarse solos, otros salvarse todos. Y yo, como trabajador, prefiero pagar impuestos y disfrutar de servicios públicos. Y de un Estado que corrija los desajustes del mercado y regule su funcionamiento para evitar la explotación, la desigualdad y la pobreza de los más débiles. Aunque ello me condene, como a Marx, al sexto círculo del Infierno de la Divina Comedia, donde Dante alojaba a los herejes, a los seguidores de Epicuro y a los ateos. Mejor compañía, imposible.

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Nota*: Socialismo, historia y utopía, de L.F. Medina Sierra. Ediciones Akal, Madrid, 2019.

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