Es fácil responder recurriendo al chiste: porque soy pobre,
hijo de una familia humilde. Pero, dejando aparte las condiciones de origen,
soy de izquierdas por convicción, por considerarlo lo más justo para todos, no
sólo para mí. Por ello, aunque fuera rico, seguiría siendo de izquierdas y
contribuyendo a la materialización de su ideario. Pero no milito en ningún
partido político, aunque mi voto siempre apoye a las formaciones de izquierdas,
obedeciendo antes a una actitud pragmática que fundamentalista. Sin embargo, soy
fiel a la ideología más que a unas siglas. Una especie de librepensador, como me calificó un amigo. Si alguna vez me he sentido defraudado
por el partido al que voto, lo castigo votando a otro partido de izquierdas.
Por simple coherencia. No concibo un trabajador de derechas, ¡y mira que los
hay! Me parece una contradicción.
Tan contradictorio como un burgués de izquierdas. Resulta “lógico”
que un burgués, un acaudalado de las clases privilegiadas, se identifique con
la derecha o con el liberalismo económico. Es decir, con ideas y políticas que defienden
su clase social y su concepto de sociedad y modelo económico, puesto que su
mayor preocupación estriba en conservar su riqueza y privilegios. Es lo que le
permite disfrutar de una educación privada, una sanidad privada y un ambiente
social diferenciado y exclusivista. Y está en su derecho, mientras pueda
costeárselos de su bolsillo. Su desahogada posición se la ha ganado con el
sudor de su frente o la ha heredado. Los desfavorecidos no han tenido tanta
suerte ni las condiciones para acceder a ella. Estos condicionantes de nuestros
respectivos nichos sociales son los que nos obligan a ser consecuentes y coherentes
con la ideología que vela por nuestros respectivos intereses.
La derecha aboga constantemente por bajar impuestos y
reducir todo gasto social. procura la precarización laboral y la privatización
de los servicios públicos. Detesta que con su dinero se construya un Estado del
Bienestar que sólo beneficia a los desafortunados, a quienes dependen del trabajo
por cuenta ajena y de salarios que apenas cubren sus necesidades básicas, incluso
a los que ni siquiera pueden aportar recursos a la riqueza nacional. Por ello es
reacia a pagar impuestos y, más aún, a la progresividad de una política fiscal
que le obliga pagar más que los que menos tienen. Una sociedad “solidaria”, que
mira por todos, no es su objetivo -le parece un modelo injusto y contrario a
sus intereses-, sino aquella neoliberal que declara el predominio del
individuo y su suprema libertad, aun cuando perjudique el bien común. Por eso,
el pensamiento de derecha se basa en el individualismo, de igual modo que el
eje del liberalismo es el yo.
La libertad de mercado y el neoliberalismo económico crean
desigualdad, inestabilidad y pobreza. Tratan a todos como agentes iguales, tanto
compradores como vendedores, con los mismos derechos para enriquecerse o empobrecerse,
sin valorar si todos disponen de las mismas oportunidades. La ley de la oferta
y la demanda, en mercados poco regulados, representa una oportunidad para el que
dispone de recursos para invertir y especular. Pero el trabajador sólo puede
vender su propio trabajo, sobre el que pivota su desarrollo como persona y
miembro de la colectividad, dotándole de significados y propósitos vitales. La
“igualdad” y la libertad de mercado le niegan derechos, libertad y autonomía
para el control, la estabilidad y el sentido de su único patrimonio: su trabajo.
Su seguridad, la satisfacción de sus necesidades más apremiantes, descansa en
la cooperación y la solidaridad de toda la sociedad en su conjunto. Más que
individualista, es gregario por necesidad porque precisa de servicios públicos que sustenten la educación, la salud, la justicia, la vejez y hasta el transporte
(subvencionado) urbano. De ahí que la izquierda se declare socialista* o
colectivista, en su más noble significado, desde los tiempos de los babeuvianos,
por su afán en defender la verdadera igualdad (de oportunidades y derechos), la
libertad (emancipadora de la opresión) y la solidaridad (entre toda la
comunidad). Viene de antiguo, de los viejos utopistas (Moro, Campanella, Owen,
etc.) que soñaron un mundo mejor en el que poder llevar una vida digna de ser
vivida. Y de la razón, de la que emerge la acción política que persigue tales
objetivos “utópicos” de transformación social.
Tras casi dos siglos de pensamiento socialista, jamás
satisfecho por mucho que el humanismo y la ilustración hayan guiado sus pasos, persisten
los problemas, aparecen nuevos retos y las metas se mantienen en el horizonte de
lo inalcanzable. Por cada respuesta, surgen nuevas preguntas a los problemas de
nuestro tiempo que el socialismo no acaba de atender. Lacras de desigualdad,
opresión y pobreza que siguen sin eliminarse y vuelven a constituir desafíos al
bienestar común, presentándose en la actualidad como los Objetivos del Milenio
de la ONU. De hecho, en las últimas décadas, la desigualdad, la precariedad y la
pérdida de derechos han aumentados en nuestro país y otras democracias de
nuestro entorno de manera inimaginable. Hemos asistido impávidos a crisis económicas
que se han hecho recaer impúdicamente sobre los hombros de los trabajadores y los
desfavorecidos, generando miseria, paro y desigualdad, mientras los ricos aprovechaban
para hacerse más ricos con cada estornudo cíclico del capitalismo
Por todos estos motivos, los intereses de los trabajadores y
de los acaudalados o detentadores del capital son diferentes, son opuestos. Unos
defienden su individualismo egoísta y autosuficiente, mientras que otros buscan
la solidaridad en el reparto de cargas y riqueza entre todos. Unos buscan
salvarse solos, otros salvarse todos. Y yo, como trabajador, prefiero pagar
impuestos y disfrutar de servicios públicos. Y de un Estado que corrija los
desajustes del mercado y regule su funcionamiento para evitar la explotación,
la desigualdad y la pobreza de los más débiles. Aunque ello me condene, como a
Marx, al sexto círculo del Infierno de la Divina Comedia, donde Dante
alojaba a los herejes, a los seguidores de Epicuro y a los ateos. Mejor
compañía, imposible.
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Nota*: Socialismo, historia y utopía, de L.F. Medina Sierra. Ediciones Akal, Madrid, 2019.
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