Desde que estoy confinado, nunca antes había desayunado
tantas veces en mi casa. Salvo alguna contada ocasión. Siempre he preferido
hacerlo en la calle, bien por necesidades laborales, bien por simple placer de
limitarme a solicitarlo y esperar que me lo sirvan en un bar. Por una razón u
otra, me he acostumbrado y apreciado, quizá en exceso, a ese ratito matutino, distendido
en la mesa de una cafetería, que me permitía degustar una taza de café recién
hecho, humeante y oloroso (la diatriba entre vaso o taza es capítulo aparte,
igual que el de la leche con espuma o sin ella, y caliente para soplar o
simplemente templado), mientras hojeaba la prensa del día, con el deleite de
quien así despierta el cuerpo gracias a la bebida y espabila la mente con las
noticias. Debido al enclaustramiento que soportamos por el maldito virus, se ha
hecho una rutina deseable y entretenida tener que preparar diariamente yo mismo
el desayuno. Reconozco que, los primeros días, eso representaba una tarea
insoportable, por obligatoria más que por otra cosa. Lo consideraba una pérdida
de tiempo. Pero, a estas alturas del encierro, tal dedicación ha devenido en el
tiempo mejor empleado y el más eficaz “antiestrés” que podemos permitirnos
mientras dure el cautiverio. Preparar la cafetera -exprés, por supuesto, nada
de cápsulas-, tostar el pan y untarlo de mantequilla o aceite, para después
sentarse en la mesa de una cocina impregnada en aromas de café y pan, es un placentero
ritual que aligera el peso de este confinamiento prolongado. Claro que, previamente,
he ido al quiosco de prensa, aprovechando ese resquicio que permite el vigente estado
de alarma para airearme un poco, como los que sacan a sus perros, porque lo que
de ninguna manera concibo es desayunar sin un periódico al lado. Podré estar
enjaulado, pero lo que no puedo estar es sin prensa. Prefiero en tal caso no
desayunar. Manías mías.
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