Una epidemia que amenaza con convertirse en pandemia, provocada
por un virus nuevo y desconocido, hasta la fecha, que hizo su aparición en un
remoto rincón de China, causando una especie de gripe sumamente contagiosa y de
relativa letalidad, ha desatado cierta histeria conforme, gracias a la
facilidad de desplazamientos del mundo moderno, se extiende por Asia y Europa, principalmente,
como un fantasma que recorre el mundo, poniendo en jaque no sólo las capacidades
sanitarias por atajarla, sino también la economía de los países a los que alcanza
la infección. Y es que el virus se ha vuelto viral.
Dicho germen, denominado coronavirus COVID-19, pertenece a
una familia amplia de virus, entre los que hay que causan enfermedad en los
humanos, y otros en los animales. Al parecer, el patógeno que está propagándose
por el mundo se originó en los murciélagos, sin que se sepa todavía cómo saltó
a las personas, si bien directamente o a través de otro animal intermedio que
hizo de huésped. Sea como fuese, lo cierto es que desde que surgió el primer
brote en Wuhan, China, país donde ha contagiado cerca de 80.000 personas y
provocado la muerte de más de 2.700 de ellas, en su mayoría personas de edad
avanzada y con otras patologías previas, el virus se ha extendido con inusitada
rapidez a más de 78 países, como Corea del Sur, Japón, Irán, Italia, EE UU, Argelia,
México y España, por citar algunos de ellos. El número de fallecidos en todo el
mundo supera ya las 3.200 personas. No se trata, por tanto, de una infección benigna
ni localizada, sino de una enfermedad importante y, por ahora, descontrolada.
Que sea importante no quiere decir que sea grave, aunque la
mortandad que puede provocar depende más del estado de salud previo de las
personas que de la letalidad del virus. Los síntomas respiratorios que genera
pueden complicar patologías existentes en las personas a las que infecta. No
obstante, la alarma que desata la infección está justificada por su enorme capacidad
para propagarse entre la población, sin detenerse en fronteras o mares, una
capacidad de contagio que hace que cada infectado se convierta en un foco que irradia,
a su vez, la enfermedad a su entorno cercano, multiplicando exponencialmente los
contagios. Esto es lo importante de este virus, no tan letal pero sumamente
infeccioso.
Combatir su propagación es complicado, pero imprescindible. Ello
implica el control de movimientos de las personas desde las zonas afectadas a
las que están libres de contagio. Y de hacer guardar cuarentena a los pacientes
diagnosticados con la infección y portadores del virus. Por sentido común, es
recomendable evitar las concentraciones multitudinarias en estadios, festivales,
congresos y otros eventos de esta naturaleza. Pero, sobre todo, lleva a todo el
mundo a retomar los hábitos de higiene básicos que pudieran haberse relajado con
la rutina y la confianza, como es lavarse siempre las manos, no compartir
utensilios de comida ni vasos, no toser al aire ni taparse la boca con las
manos, sino sobre un pañuelo o el antebrazo y evitar estar expuestos a ambientes
cerrados sin ventilación. Y al menor síntoma, no correr a los hospitales o las
urgencias, sino avisar a los servicios de emergencia para que indiquen el
procedimiento a seguir. El simple confinamiento en el propio domicilio es, en
la mayoría de los casos, suficiente para guardar cuarentena y atajar la propagación
de la enfermedad. Con estas y otras medidas similares, se combate lo más
preocupante de este virus, cual es su facilidad de contagio.
Su patogenicidad, en cambio, como advierte un viejo adagio
médico, depende más del enfermo que de la enfermedad. Y como muchos otros virus,
es probable que no tenga cura, es decir, que no se pueda vencer con algún fármaco
que lo elimine. Pero si se podrá atenuar su virulencia mediante una vacuna que obligue
al sistema inmune del organismo a crear anticuerpos que lo combatan. Se dedican
enormes esfuerzos en hallar una vacuna pronto. Además, para afrontar la
sintomatología con que suelen presentarse estas enfermedades víricas
respiratorias, se dispone de una amplia farmacopea que proporciona antitérmicos,
analgésicos, antiinflamatorios, antitusígenos, etc., de comprobada eficacia.
Sin embargo, no hay que banalizar la enfermedad ni tampoco
percibirla como la peste del Siglo XXI. Cada pocos años se detectan nuevos gérmenes
patógenos que nos obligan a buscar remedios para contenerlos, cuando no
vencerlos. El COVID-19 puede que acabe como otro virus más que nos acecha
durante el invierno, causándonos una especie de gripe distinta. En esta
ocasión, aparte del daño a la salud, su rápida propagación está originando un importante
deterioro de la actividad económica y del comercio, debido al cierre de
industrias, el aislamiento de personas y el control de movimientos. Ya existen problemas
de abastecimientos en piezas de automóviles, teléfonos, aviones y demás artículos
que se fabrican por separado en todo el mundo. Y una caída de la actividad
económica en determinados sectores productivos, como el turismo, la hostelería,
la restauración, etc., lo que, de continuar, podría abocar a una recesión económica
de inimaginables consecuencias para el empleo y la riqueza en muchos países.
No cabe duda, pues, que esta crisis sanitaria mundial, provocada
por un virus novedoso, más que grave es importante. Preocupa más su capacidad
de contagio que su letalidad, y preocupa su efecto adverso sobre una economía globalizada
e interdependiente, que no puede permitirse el lujo de ser ajena al aleteo de
una mariposa en las antípodas. De ahí que se hagan ímprobos esfuerzos, en todos
los países en que ha aparecido, para combatirla, estabilizarla y, si no se solventa,
integrarla en el cuadro de afecciones periódicas con las que convivimos, y mantenerla controlada. Sin
alarmismos ni banalizaciones, hay que interrumpir la viralidad de este
virus que golpea la salud de las personas y la economía de las naciones.
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