jueves, 31 de octubre de 2013

Los muertos de Halloween

Octubre se disuelve para dejar paso al mes de los muertos. Ingrata festividad que celebra el único destino que a todos alcanza. La gravedad con que nuestros abuelos recordaban a los difuntos queridos, mientras aseaban las lápidas de los nichos donde reposaban sus restos, contrasta con la banalidad de esas fiestas extrañas que imponen una moda consumista de brujas y calabazas para que los niños abracen el jolgorio gótico entre disfraces. Todo sea a mayor gloria del mercado, ese dios que vuelve las tradiciones en oportunidades espectaculares para la rentabilidad y el lucro. Si no fuera porque olvidan las raíces sentimentales que las mantienen vivas entre las costumbres de un pueblo, no habría nada que objetar al sustituir un muerto familiar por una calavera de plástico para rendir culto al dinero. Ya estamos acostumbrados a vivir la Navidad entre guirnaldas y regalos. Lo malo es que no nos importa lo que celebremos con tal de disfrutar un día de asueto dedicado a gastar. Vamos quedándonos sin símbolos culturales que nos recordaban nuestra condición efímera en la vida. Pronto, ni sabremos quiénes somos. Simples mercancías, me temo.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Miércoles atípico

Hoy es un miércoles atípico. No se comporta como ombligo de la semana, sino como pórtico de su final. Precediendo a un viernes festivo, este miércoles trompetea cual beduino en la cabalgata de los reyes magos para anunciar la anticipada llegada del monarca del ocio: el fin de semana. Un fin de semana más extenso que de costumbre y que se acompaña, para mayor satisfacción, de esa nómina que, antes de cobrarla, ya está hipotecada de deudas, pero proporciona el alivio fugaz de un placebo económico. Así es este miércoles último de octubre, atípico como la felicidad.

lunes, 28 de octubre de 2013

Desaparecen los canallas

Ayer murió Lou Reed, el autor menos correcto en sus letras y músicas del rock de nuestra adolescencia, y el que, con su rostro duro y voz gutural, representaba al canalla indisciplinado que queríamos ser, pero no nos atrevíamos. Era el músico que cantaba los excesos de la vida y los vicios que se hallan en el lado salvaje de cualquier existencia que se apura hasta la última gota. No fue un poeta pulcro pues el orden, incluso gramatical, significaba estar sujeto a una sumisión que cercena las ideas, ni tampoco un prestigioso guitarrista, pues sus canciones escapaban de los límites establecidos del pop más condescendiente para bucear en la oscuridad en la que habita la bestia que todos llevamos dentro, agresiva y desmadrada. Eso era, precisamente, lo que nos atraía del autor de Walk on the wild side, Heroin, Sweet Jane y otras canciones que nos hacían sentir tan indómitos como él. Con Lou Reed desaparece el canalla que anida en nuestro interior y que gusta traspasar el borde de lo tolerado. Van cayendo uno tras otro, anticipando una derrota que nunca reconocemos.

domingo, 27 de octubre de 2013

El error de los pacíficos

He preferido esperar un tiempo -justo hasta hoy en que se celebran manifestaciones contra la sentencia que dictó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) el pasado martes derogando la aplicación retroactiva de la conocida doctrina Parot- para comprobar si la falsa polémica surgida al enfrentar emociones con la razón sería reconducida a sus justos términos. Pero las manifestaciones que recorren hoy las calles, a las que se adhiere el partido que Gobierna, demuestran que se impone la irracionalidad a la cordura o, lo que es peor, se recupera la burda manipulación de los sentimientos de las víctimas del terrorismo con fines partidistas, como hace la Faes en su último comunicado. Y eso hay de denunciarlo.

Y es que el Partido Popular se halla preso de su propia estrategia al verse enfrentado a una situación que, estando en la oposición, no tenía reparos en utilizar para acusar al Gobierno de pactar con terroristas cuando exploraba vías políticas y jurídicas con las que evitar que los violentos siguieran matando. Ahora, aquellos acusadores detentan responsabilidades de Gobierno y se ven obligados a acatar sentencias que les hubieran servido para sonrojar a los que estiman que la política es algo mucho más noble que la simple negación del adversario, al que se le intenta segar la hierba bajo los pies, aun en iniciativas de correcta y oportuna necesidad.

Aquellos que acusaban al Gobierno socialista de estar vendido a ETA, de traicionar a los muertos y de negociar con terroristas son los que ahora, encargados de la gobernabilidad de este país, deben excarcelar a etarras que han cumplido condena pero que, en virtud de una interpretación de la denominada doctrina Parot, seguían en prisión. Ahora, en el Gobierno, se ven obligados a respetar y cumplir la ley, debiendo asumir la legalidad que convierte a la democracia en el más deseable de los regímenes. Y, claro, se les vuelven en contra aquellas viejas estrategias de demagogia con las que tuvieron éxito para ganarse la confianza de las víctimas del terrorismo y, con ellas,  la de una inmensa mayoría de la población que aborrece la violencia como instrumento para conseguir fines políticos.  

Ahora hay que hacer pedagogía en sentido contrario, lo que conlleva el riesgo de descubrir la falaz manipulación que entonces se cometió al utilizar el terrorismo en la diatriba política. Ahora hay que aceptar el sometimiento a la ley y la corrección de medidas democráticas, para admitir que hasta los reos tienen derechos reconocidos por nuestra propia Constitución. Ahora se debe reconocer que no es un error acatar las leyes porque aquellos acusadores son, hoy, los responsables de cumplir y hacer cumplir la Constitución. Ahora hay que explicar muchas cosas que entonces se tildaron erróneas.

Porque no es un error que las leyes se apliquen en todos los supuestos y a todas las personas. No es un error que los poderes públicos acaten las leyes y estén obligados a cumplirlas y hacerlas cumplir. No es un error que el diálogo sustituya a la violencia hasta acallarla. No es un error que las condenas judiciales contemplen medidas de reinserción que beneficien al reo. No es un error que la democracia sea un instrumento de convivencia en vez del totalitarismo. No es un error que los valores éticos tengan supremacía frente a las emociones. No es ninguna claudicación el funcionamiento normativo del Estado Democrático y de Derecho. No es ninguna derrota el fin de los asesinatos ante la algarabía de los fanáticos. No es ningún precio la paz, sino el triunfo de la razón y de la democracia. Ni una aberración que la moral no esté condicionada por ningún propósito, sino inherente a la razón.

Resulta, por tanto, sorprendente que, al sentir de determinados sectores sociales que hoy se echan a la calle, actuar conforme a Derecho a la hora de aplicar las leyes sea considerado pagar un “precio político” a ETA. Resulta sorprendente que ser consecuentes con nuestra propia legislación, sin violentar ni buscar atajos al espíritu de la ley, suponga una “derrota” de la Democracia en su lucha contra el terrorismo etarra. Resulta inaudito que la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, que considera ilegal la aplicación retroactiva de la doctrina Parot a condenados por delitos de terrorismo y otros crímenes de especial gravedad, se perciba como el resultado de una “claudicación” aducida al expresidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero por intentar alcanzar un acuerdo dialogado para que los violentos dejen de matar. Resulta ignominioso que años sin víctimas mortales por culpa del fanatismo asesino de los terroristas, vencidos por la voluntad infatigable de los demócratas y su supremacía moral, no sea valorado un logro mayor que el reconocimiento de los derechos que asisten a verdugos, como a todo ciudadano, aunque ellos no se lo merezcan y se mofen de los mismos. Resulta increíble tanta desmemoria y tanta endeblez en nuestros argumentos cuando abordamos el fenómeno del terrorismo desde un prima partidario.

Y es que en la lucha contra el terrorismo, en este país, todos los Gobiernos han intentado hallar una solución para hacer desaparecer ese cáncer de la democracia,  paralelamente a las medidas policiales y de contra espionaje que jamás se abandonaron. Salvo Calvo Sotelo, todos los presidentes que ha tenido España en democracia han mantenido con mayor o menor discreción conversaciones con representantes de la banda terrorista vasca ETA que resultaron inútiles por exigencias desorbitadas de los terroristas o la intransigencia de algunos de sus miembros más radicales, si cabe. Sin embargo, la democracia siempre ha explorado vías pacíficas para acabar con un problema inaudito en un país, el último en Europa en padecerlo, en el que existen cauces para la expresión de cualquier alternativa política, siempre y cuando respeten las reglas que establece la Constitución.

Una Constitución que convierte a España, por voluntad soberana de los españoles, en un Estado Democrático, Social y de Derecho, con lo que ello significa de garantías democráticas, sociales y jurídicas que, no sólo constituyen el marco legal con el que hemos acordado convivir, sino que, además, nos ha proporcionado el mayor período de paz y libertad que ha tenido este país en su Historia y nos ha hecho semejantes a los demás países democráticos de nuestro ámbito occidental. No fue fácil transitar de una dictadura a la democracia. Se nota en actitudes e inercias con las que reaccionan esos  sectores minoritarios frente a lo que son, simplemente, principios democráticos reconocidos en todo el mundo.

El Tribunal de Estrasburgo ha dictaminado que España, un país que ha firmado convenios jurídicos internacionales y asume la Carta de Derechos Humanos, no puede aplicar medidas penales con carácter retroactivo a reos ya juzgados y que cumplen condena. Es decir, el TEDH no deroga la doctrina Parot, sino su utilización con carácter retroactivo con el que se procura corregir una “laguna” del Código Penal que limita el tiempo máximo de reclusión en cárcel de cualquier condenado, independientemente del número de delitos cometidos, a 30 años. El TEDH nos ha enfrentado a nuestro propio ordenamiento legal vigente y al ordenamiento internacional que hemos conveniado, donde se contempla que la irretroactividad de las penas es un principio insoslayable. Así, la Constitución española “garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas y la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables”.

Pero, en vez de corregir esa “laguna” del Código Penal que impide, limitando el tiempo máximo de permanencia en prisión, una proporcionalidad efectiva de las penas, España busca el subterfugio con la doctrina Parot para conseguir, al menos, el cumplimiento íntegro de la condena a 30 años, reduciendo los beneficios penitenciarios de la totalidad de condenas acumuladas. Y lo interpreta, con carácter retroactivo, a reos ya juzgados y cumpliendo condenas. Incumplimos, así, la Constitución y convenios jurídicos europeos.

Acatar las leyes y adecuar nuestras conductas a la legalidad que emana de un Estado de Derecho no es dejar sin castigo a los terroristas ni otorgarles ningún beneficio. Es, simplemente, demostrar que la razón, la ley y la justicia están de parte de los pacíficos y los demócratas sinceros.

Aún así, es comprensible, aunque no justificable, esa reacción de las asociaciones de víctimas del terrorismo y de algunos sectores sociales, que muestran su rechazo a lo dictaminado por el TEDH y solicitan del Gobierno la desobediencia de la sentencia.  Incluso es comprensible, aunque difícilmente justificable, las manifestaciones públicas de esos sectores exigiendo medidas gubernamentales basadas antes en la venganza que en imperativos éticos, contagiándose de la dialéctica bélica de los violentos que diferencian entre vencidos y vencedores, cuando el fin último que debiera guiarnos es el imperio de la ley y el triunfo de la democracia y la razón. 

Ahora que parece contraproducente para la estrategia partidista reprochar la supremacía moral de la ley y la democracia frente a los violentos, sería un error de los pacíficos que le dieran la espalda a las propias normas con las que han logrado vivir en paz, libertad y progreso en los últimos decenios. Un error que nos cegaría para contemplar lo alcanzado: vencer a los violentos, ponerlos a disposición de la justicia, que cumplan las condenas y dejen de matar. Cualquier otro propósito perseguiría una finalidad inconfesada, aunque fácilmente adivinable con sólo imaginar lo que habrían organizado los manipuladores de la opinión pública si estuviesen ahora en la oposición. ¡Tiemblo de sólo pensarlo!

jueves, 24 de octubre de 2013

El color de la educación


Comienzan las movilizaciones en un otoño que se presumía “caliente”. Motivos para “arder” no faltan ante las innumerables agresiones que está sufriendo la mayor parte de la población (esas clases medias en continuo declive) por parte de unos gobernantes que no dejan de echar “gasolina” a la situación, ya de por sí “explosiva”, a causa de todos los recortes en servicios públicos y la supresión de derechos sociales. Ahora son los estudiantes los que expresan su rechazo a las medidas que les afectan y perjudican. Otra vez.

Porque otra vez, ante la inminente aprobación en las Cortes de una nueva ley (LOMCE), toda la comunidad educativa se manifiesta hoy por las calles y plazas de España para mostrar su repudio y hartazgo frente a las pretensiones del Gobierno de volver a utilizar la educación como espejo donde se refleje su modelo de sociedad: liberal y elitista. Y no son sólo los chicos, sino también los profesores y hasta los padres/madres de alumnos los que quieren hacer constar públicamente su disconformidad por los “modos” con los que el ministro del ramo, el ínclito José Ignacio Wert, pretende imponer una “reforma” educativa tan plagada de ideología que hace retroceder la enseñanza a la época franquista, cuando la escuela servía para enseñar las “cuatro reglas” a los hijos de obreros destinados a convertirse en mano de obra sin cualificar, y reservaba la formación superior a los pudientes de las clases acomodadas y, por supuesto, vencedoras del régimen.

Salvo los burócratas del ministerio y del partido que sustenta al Gobierno, nadie está de acuerdo con esta Ley supuestamente para "la mejora de la calidad educativa". Nace sin consenso y se aplica por una mayoría absoluta que extiende su rodillo para aplastar cualquier disenso, aunque sea constructivo. Pocas veces un Ejecutivo es capaz de legislar en contra de la opinión mayoritaria de los afectados, sin su concurso y con su total oposición, salvo cuando goza de una mayoría absoluta parlamentaria y cree estar en posesión de la verdad absoluta. Pero se equivoca, también absolutamente.

Todos los partidos de la oposición advierten de un cambio de modelo en cuanto se produzca un cambio de Gobierno, lo peor que puede ocurrir a un asunto de Estado como la educación, algo que debería ser estable porque alcanza a generaciones venideras. El clamor popular en contra de la nueva ley es ensordecedor y tiñe de verde -color de la esperanza- a las manifestaciones que hoy recorren España. Manifestaciones que claman porque esta ley, contra todos los criterios tendentes a evitar cualquier discriminación, reafirma la segregación por sexo y por rendimiento escolar;  persigue la merma de las becas y endurece las condiciones para conseguirlas; reinstaura las reválidas que actuarán como “filtros” en distintos niveles de la enseñanza para eliminar alumnos, en vez de potenciar las clases de apoyo; allana el camino a una futura privatización de los estudios de bachillerato y no contempla la fase preescolar dentro de la enseñanza pública, con lo que las guarderías sólo serán privadas; establece una FP dual que favorece la mano de obra barata al empresario y porque, de manera global, la educación, en cuanto derecho básico de los ciudadanos, está siendo zancadilleado o ignorado a causa de los recortes económicos, el descenso de la inversión presupuestaria, la reducción del profesorado, el aumento de las ratio de alumnos por clase, los cambios en las asignaturas curriculares y los criterios ideológicos que orientan una “reforma” que no persigue la mejora de la calidad educativa, sino simplemente su entrega a la iniciativa privada y el retorno a los tiempos en que sólo las élites podían estudiar.

Por todo ello, la educación se torna verde en las calles y plazas de España para gritar por una enseñanza pública de calidad y permanente. Unimos nuestra voz a ese grito.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Un semanario que se descubre a sí mismo


La revista dominical del diario “El País” ha estrenado nuevo diseño este fin de semana pasado, haciendo modificaciones tipográficas, de maquetación para jugar con los textos y los espacios en blanco, y en contenidos. Es una actualización del semanario que busca refrescar su imagen para continuar despertando el interés de los lectores y ampliar mercados. Hay que reconocer, en cualquier caso, que es una apuesta valiente y arriesgada por parte de los editores del periódico, en estos tiempos de profunda crisis en el sector mediático, en los que sigue descendiendo la difusión de los diarios de manera imparable (6 % menos en 2012).

El País semanal es uno de los dominicales más veteranos entre los diarios de España, que perdura una vez desaparecido su homólogo de “ABC”, Blanco y Negro. A lo largo de sus casi 40 años de  existencia, ha sufrido diversas actualizaciones en su diseño, por la evolución de las estéticas y las preferencias de los consumidores de prensa, para adecuarse a las exigencias de continua actualización e innovación que dictamina el mercado. Ese proceso de permanente modernización ha conseguido que El País semanal sea hoy día la revista dominical de mayor difusión de España (1.500.000 ejemplares), sin contar a XLSemanal, que es distribuida conjuntamente por varias cabeceras (2.500.000 ejemplares).

El interés por reforzar la oferta de la revista viene determinado porque todos los periódicos aumentan sus ventas el domingo gracias a estos suplementos dominicales. Aparte del mayor tiempo disponible para la lectura, los dominicales complementan y profundizan los asuntos abordados por el periódico, aportando una cuidada y más agradable presentación de su contenido y ofreciendo una amplia selección de materias que atraen la atención de un público diverso: motor, moda, reportajes, cómics, artículos, opinión, etc. Se trata, por tanto, de un producto imprescindible en cualquier periódico con ambición de continuidad y rentabilidad comercial.

Sin embargo, además de las modificaciones estructurales de El País semanal (diseño y secciones), lo más significativo, a mi parecer, del cambio que ha sufrido este suplemento periodístico ha sido la apuesta que han realizado los editores por la consolidación de un producto en soporte papel que busca abrirse al mercado latinoamericano. Se confirma, así, que la prensa escrita sigue siendo el producto más importante sobre el que pivota la viabilidad económica de las empresas de comunicación, superando a las ediciones digitales. Por eso, cuando todo el mundo pronostica la inminente desaparición del papel como vehículo para la transmisión del conocimiento y la información (libros, prensa, etc.), “El País” renueva la oferta dominical de su revista con la incorporación de firmas de periodistas procedentes del Nuevo Continente, como las de Juan Gabriel Vásquez, Élmer Mendoza, Leila Guerreiro y otros, que se suman al plantel de colaboradores habituales del dominical: Javier Marías, Rosa Montero, Javier Cercas, Almudena Grandes, Juan José Millás y Santiago Roncangliolo.

En este sentido, más allá de estéticas y diseños, para los que no renunciamos a la lectura sosegada de temas elaborados sin los agobios de la actualidad y con el placer de palpar cada página que se pasa, es una reconfortante noticia saber que El País semanal se descubre a sí mismo y se reconcilia con unos lectores que mantienen su fidelidad a los “valores originales” del periodismo, como ellos mismos reconocen. 

lunes, 21 de octubre de 2013

La euforia de los cínicos


No es difícil percibir la aplicación de una consigna a rajatabla: recuperación. Todo el mundo pronuncia esa palabra para referirse a sus impresiones de la actualidad, sobre todo a partir de que el Gobierno presentara su proyecto de ley de Presupuestos para 2014, a los que calificó como los del “esfuerzo sostenido para la recuperación”. Desde entonces, no hay ni un sólo representante de los poderes fácticos -económico y político- que no aluda a ella para dar muestras de optimismo. Afirman que estamos asistiendo a la recuperación de nuestra economía tras haber superado, al fin, la profunda recesión a la que nos condujo, no sólo Zapatero (¿se acuerdan?), sino también una crisis financiera y económica que se engendró en los Estados Unidos y que contagió a la mayoría de las economías europeas, dejando a Alemania como garante de las medidas correctoras. También aseguran que, esta vez, los “brotes verdes” son verdaderos y fiables, lo que da al traste con los augurios de los catastrofistas. Y concluyen que el  mercado, ese ente intangible pero temible, da señales inequívocas de confiar en la economía española. Y será verdad. No seré yo quien niegue la impresión de tantos expertos como los que opinan sobre la materia. Pero alguna precisión se podrá hacer al respecto.
 
Llega dinero de todas partes”, exclamó un Emilio Botín eufórico sobre el interés que está despertando España en los inversores extranjeros. La Bolsa de Madrid supera la barrera de los 10.000 puntos, un índice que no coronaba desde el año 2011. Y, al parecer, hay una evidente “mejora de los datos macroeconómicos” que genera esa euforia que se extiende entre los que tratan de convencernos de que, efectivamente, estamos en la senda de la recuperación para el crecimiento y el empleo, que han de ser los objetivos finales de las políticas económicas. Y la verdad es que no me extraña esa alegría que exhiben los que antes nos han empobrecido con ajustes “estructurales”, consistentes en una poda de austeridad que prácticamente ha desmantelado todo el andamiaje público que proveía de servicios sociales a la población con menos recursos, porque llega la época de las ganancias. Están que no caben en sí de gozo por los réditos que obtendrán los que especulan con  la educación, la salud, las pensiones, la dependencia, los medicamentos, la seguridad en las calles, la ciencia e investigación y todo cuanto formaba parte de unos servicios públicos financiados con cargo a los impuestos que pagamos entre todos. Existen, realmente, grandes expectativas al alza en las previsiones de los beneficios empresariales, aunque no veamos aún ni creación de empleo ni un alivio para las familias.
 
Se palpa una inocultable satisfacción entre los sectores –políticos y económicos- que contemplan una oportunidad de negocio privado en lo que antes era de titularidad pública, al constatar que la política que se aplica para afrontar la crisis deja en manos del mercado las necesidades de los ciudadanos. Es posible que hayamos tocado fondo en el hundimiento de nuestra economía, pero las señales que dicen percibir los que anuncian tan endeble recuperación dista mucho de contentar a los han pagado las consecuencias de tanta austeridad. Todavía se sigue destruyendo empleo, aunque a menor ritmo, y se pierden cotizantes a la Seguridad Social. El consumo privado continúa sin pulso por la bajada de salarios en el sector privado, la disminución y congelaciones en el público y la reducción de plantillas en uno y otro. Con rentas salariales en retroceso, pérdida del poder adquisitivo de las pensiones, recortes en cuantía y duración de las prestaciones por desempleo y una inversión pública en “stand by”, las esperanzas de crecimiento de la actividad económica y de creación de empleo son, digan lo que digan los voceros del optimismo, escasas.
 
A menos que se refieran, claro está, a las posibilidades que les brinda este escenario de derrota a los grandes “tiburones” de la economía libre de mercado: trabajadores baratos, empresas en quiebra, sindicatos anulados, convenios prácticamente inexistentes, Estado “adelgazado” para que no interfiera demasiado, nuevos nichos de negocio en lo que era provisto por los servicios públicos, dinero más barato y un país del que cuelga un cartel: se vende. Si a todo ello añadimos la proximidad de un año electoral, sólo entonces se explica tanta euforia: la que manifiestan los cínicos

domingo, 20 de octubre de 2013

Tarde Avalon

 
Hay ocasiones en que los días se disfrutan placenteramente en casa, en el interior del hogar. Una temperatura agradable, una ligera brisa que se cuela por las ventanas para jugar con las cortinas y un ambiente relajado, rodeado de comodidades, invitan a quedarse en el sofá cabeceando una siesta que facilita la digestión. A la par que avanzan las nubes en el cielo, se recorren las páginas de un libro o las hojas del periódico que mantienes al alcance de la mano. Y cuando la paz y el silencio embriagan las emociones, una melodía suave y tranquila te envuelve de una felicidad que exteriorizas bailándola entregado en medio del salón, apretado a tu pareja, deseando que esa tarde Avalon no finalice nunca, aunque tengas que decir adiós.

viernes, 18 de octubre de 2013

Pobreza vs. riqueza

Ayer se celebró, como cada 17 de octubre desde 1993, el Día mundial por la erradicación de la pobreza al objeto de concienciar a la población sobre la existencia, incluso en nuestras sociedades de la abundancia, de esa lacra que rebaja la condición humana a mera subsistencia. Una “cara oculta” de la civilización que emerge con toda su crudeza cuando cualquier crisis hace mella en la vulnerabilidad de nuestro confort y aparente bienestar. Sin embargo, los pobres están aquí, conviviendo con nosotros, no son invisibles aunque seamos incapaces de percibirlos, y abundan cada día más porque somos reacios a impedirlo. El lema de este año era el de “trabajar juntos por un mundo sin discriminación: aprovechar la experiencia y los conocimientos de las personas que viven en la pobreza extrema”. Un objetivo tan ambicioso como imposible.

La pobreza es el precio que se paga por la riqueza y el mundo en que vivimos acentúa esa brecha,  que se agranda constantemente, incluso a escala nacional. Cuando la crisis económica ha empobrecido a millones de personas en nuestro país, el número de ricos ha crecido en más de un 13 por ciento. Hay más ricos pero a costa de más pobres. Cerca de 13 millones de españoles viven en nuestro país por debajo del umbral de la pobreza, precisamente en momentos en que, con la excusa de una austeridad ciega, se dejan de prestar socorros públicos y se abandonan proyectos contra la exclusión social que deriva de la marginación económica, política y social en la que caen los indigentes.

Y es que el sistema económico con el que hemos organizado nuestra sociedad provoca la aparición de la pobreza, máxime si prevalecen criterios de rentabilidad y “sostenibilidad” por encima de la prestación de servicios y el reconocimiento de derechos. El capitalismo que rige a escala mundial nuestras relaciones económicas, comerciales y financieras descansa sobre la base de una pobreza como desecho inevitable del bienestar. El 20 por ciento de la población del planeta que tiene la suerte de habitar el primer mundo lo hace a cambio de condenar a la pobreza al 80 por ciento restante. Los recursos que permiten a los primeros satisfacer sus necesidades son esquilmados a los segundos, a veces de forma violenta, y siempre de manera injusta.

Es verdad que, moralmente, la imagen del pobre golpea nuestra conciencia, pero no estamos dispuestos a renunciar a las comodidades que disfrutamos en la vida cotidiana para mejorar la situación de aquel, por mucho que celebremos jornadas contra el hambre y la marginación que sufren todos los pobres del mundo. Damos limosnas, en el mejor de los casos, pero no resolvemos el problema de los que, por simple azar del destino, nacen en países subdesarrollados, son víctimas de guerras y hambrunas, adolecen de higiene, salud, educación, trabajo y protección, dependen de costumbres y estructuras (políticas, sociales, religiosas) que los mantienen en la ignorancia y en la incapacidad para progresar y prosperar y, si se lanzan a la emigración, caen en manos de mafias o son considerados delincuentes a los que les espera la deportación, sirven de mano de obra barata e ilegal a empresarios sin escrúpulos y, en definitiva, son mal atendidos porque suponen un gasto para nuestros servicios públicos. Algunos, desgraciadamente, acaban muriendo en albergues al final de un recorrido por la pobreza y la marginación de las que no pueden escapar a causa del rechazo con que los tratamos.

Sin embargo, es oportuno conmemorar jornadas contra la pobreza. Por poco efectivos que sean sus resultados, si al menos sirven para paliar la vida de alguna persona en nuestro entorno más cercano, siempre será preferible a la inacción y el desentendimiento. Aportar cualquier humilde contribución a las personas y entidades que combaten esta situación de emergencia social en las que se hallan tantas familias que se ven abocadas al paro, al desahucio de sus viviendas, a la retirada de coberturas sanitarias o a la falta de cualquier recurso que posibilita nuestro estilo de vida, siempre representará un consuelo y una ayuda inestimables.

Pero también, y con semejante intensidad, se deberá luchar contra el desmantelamiento de las políticas sociales que sirven de socorro a los más desfavorecidos, denunciar la destrucción del Estado de Bienestar con el que la sociedad en su conjunto, y gracias a una fiscalidad progresiva y solidaria, corregía las desigualdades que castigan a amplios sectores de la población, donde las mujeres y los niños continúan siendo los más afectados. Hay que solventar circunstancias particulares, pero del mismo modo hay conseguir que la justicia, la equidad y la solidaridad se mantengan como valores irrenunciables que caracterizan nuestra convivencia en sociedad.

Está demostrado que una economía orientada sólo por el beneficio genera pobreza, al detraer recursos que considera poco rentables de las partidas de inversión social. Ya se sabe –y lo estamos sufriendo- que la pobreza se acrecienta al ritmo  que se elimina la protección de las políticas sociales. Las medidas de austeridad en nuestras economías de libre mercado, dictadas por contables que vigilan exclusivamente los intereses del capital, se ceban predominantemente en las capas de población más indefensas, aquellas que no cuentan con más patrimonio que su trabajo. Estas son, justamente, las que están engrosando de pobres nuestra realidad. Las cifras de paro están equiparando el desempleo femenino y el masculino, situados ambos en umbrales insoportables, y las “reformas” laborales, lejos de ofrecer estabilidad laboral y trabajo para todos, están provocando “trabajadores empobrecidos”, aquellos cuyos sueldos no les permiten llegar a final de mes o les impide afrontar gastos imprevistos. Vivimos rodeados de pobres.     

Ese es el retrato de una pobreza que presenta graduaciones de miseria hasta alcanzar la exclusión total y la marginación social a las que están expuestos los que quedan atrapados en ella. En Andalucía, hay más de 3,5 millones de personas que viven en el umbral de la miseria, según datos de un reciente informe de la Red Andaluza de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social. Más del 66 por ciento de los escolares en nuestra región no tiene acceso a algún recurso educativo (libros de texto, calculadoras, etc.) por falta de medios para adquirirlos, lo que acarrea que haya alumnos que no pueden comprar siquiera libros con los que estudiar.

Hay que contribuir en erradicar la pobreza. Además de celebrar un día al año para visualizar el problema, hay que atacar las raíces que engendran tal pobreza. Si no podemos forzar un comercio justo a escala planetaria ni cambiar un sistema económico en el que el hombre no es la medida, sino el beneficio, al menos podremos evitar el abuso y el despilfarro de un consumo insensato. Y optar por políticas que garanticen el mantenimiento de aquellos instrumentos públicos que palian desigualdades de origen (sanidad, educación, pensiones, prestaciones por desempleo, ayudas a la dependencia, etc.) y proporcionan oportunidades a los más desfavorecidos de nuestra sociedad. Se pueden hacer muchas cosas si de verdad estamos empeñados en combatir la pobreza, empezando por cambiar nuestra mentalidad a la hora de abordar una problemática que a todos afecta. No hay que sentar un pobre en la mesa una vez al año para cumplir con una moral hipócrita, sino averiguar qué es lo que nos empobrece para corregirlo. Sin aguardar a que el pobre sea uno mismo.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Al cielo con unos, a la fosa con otros


Los verdugos de cualquier conflicto, más aun si es fratricida como una guerra civil, desean que nunca nadie se acuerde de sus crímenes ni de sus injusticias. Suelen recomendar encarecidamente que el pasado no debe removerse y lo aconsejable es mirar hacia el futuro. Dejar que el olvido cubra con su manto la memoria de los vencidos, no la de los vencedores. Y nunca están dispuestos a rendir cuentas ni a pedir perdón por las atrocidades cometidas. Pero tampoco dejan que una verdadera reconciliación, la que surge del reconocimiento de las afrentas llevadas a cabo y la recuperación de la dignidad arrebatada de quienes todo lo perdieron, incluyendo la vida, sea posible así pasen 100 años. Sólo guardan memoria por los caídos en su bando, a los que la Iglesia, cómplice con un vencedor al que paseaba bajo palio, los beatifica como mártires a causa de su fe, no como víctimas de una tragedia que arrasó con inocentes a cada lado. Así se escribe la Historia, la historia del vencedor y el poder que detenta para que los cielos acojan a los escogidos de su relato y ni se acuerde de los que aun permanecen en fosas anónimas tan muertos como aquellos, pero sin una pobre plegaria de consuelo. Si eso es liturgia religiosa y no política, que venga Dios y lo vea.

sábado, 12 de octubre de 2013

Geometrías del río



Foto: Jaime Velasco
El río siempre ha sido metáfora del discurrir incesante del tiempo, de la vida, de nosotros. Como herida líquida que rasga la tierra, parece una corriente inmutable pero sus aguas nunca son las mismas, jamás nos bañamos en las mismas aguas. Se asemeja a las personas: una identidad que va mutando con la edad, los conocimientos y las experiencias, cincelándose con los golpes que recibe de fuera y desde dentro. Un río es camino que nos conduce al exterior, al mundo, o nos atrinchera en nuestra ignorancia y temores. Es fuente que calma la sed y sacia la curiosidad del viajero, hace frontera de las ambiciones o sirve de pórtico a lo desconocido, a las utopías y las esperanzas. Siempre se presenta como un reto, un desafío que sólo se supera con audacia y malicia, con esas geometrías que diseña la razón y la inteligencia en forma de puentes que salvan distancias y nos acercan a lo inasequible, a lo imposible y prohibido. El río es metáfora del discurrir del hombre y de su capacidad racional para encauzar su propio devenir. Como este puente sobre el Guadalquivir, una geometría que domeña el albedrío de la lámina líquida en su paso eterno por Sevilla.

viernes, 11 de octubre de 2013

Preludio hispánico

Estos días azules y este calorcito otoñal, tan inapropiado, invitan a disfrutar de las horas como si fueran una propina que nos concede un verano que se resiste dejarnos. La luz diáfana resalta la silueta de unos monumentos que contrastan con la inmensidad celeste del cielo y observan su reflejo en las quietas aguas del estanque que los rodea. Enormes torres que se elevan hacia lo alto y estilizadas balaustradas de cerámica de una Plaza de España mil veces contemplada con ojos que mil veces encuentran detalles por descubrir y motivos para extasiarse ante su equilibrada arquitectura e impresionante estética. Es una forma de anticiparse a la conmemoración huera del Día de la Hispanidad, ámbito cultural en el que, sin embargo, nos reconocemos.

Fotos: Loli Martín




jueves, 10 de octubre de 2013

El rebrote del `facherío´

No hay que tener un máster en sociología, como el ministro Wert (ese que reduce becas y recupera  la asignatura de religión en la educación), para constatar en los últimos tiempos un envalentonamiento público -y hasta ideológico- de la derecha ultra y reaccionaria en España, aquella que no admite más “patriotismo” que el que ella representa. Está compuesta por una avanzadilla de energúmenos que enarbolan banderas  preconstitucionales, estampadas con “aguiluchos” imperiales, y estiran el brazo en saludo nazi para demostrar que ellos son los auténticos nacionalistas de la España más pura y mesetaria: la intolerante que no reconoce la pluralidad ni la democracia en su seno. Son grupúsculos radicales que hacen mucho ruido, cada vez más violentos y, afortunadamente, minoritarios en su expresión visible, pero que se sienten jaleados y hasta protegidos por sectores amplios y poderosos de la sociedad. Eso es lo que los convierte en un peligroso síntoma: son la punta del iceberg de un movimiento soterrado y creciente que, de un tiempo a esta parte, parece estar en posesión de la verdad y disponer de oportunidad para vencer definitivamente a una izquierda desnortada de ideas, huérfana de proyectos y aquejada de una sangría social que a punto está de condenarla a la extinción. Por eso no es casual que estemos ante un rebrote del “facherío” patrio.

La derecha política -que gusta describirse como de “centro” pero que abarca desde la extrema derecha hasta el centro propiamente dicho del abanico ideológico (demócratas cristianos, liberales, nacionalismos periféricos, etc.)- y la derecha económica -que jamás ha renunciado al botín que expropió durante la dictadura franquista ni a su predilección por gobiernos conservadores, a los que financia abierta o subrepticiamente (véanse los cuadernos de Bárcenas)- estimulan cuando detentan el poder el auge de estos radicales al sentirse amparados por quienes deberían respetar y hacer respetar las leyes, mantener el orden público y velar por que no se avasallen los derechos de los ciudadanos, de todos los ciudadanos. Estos grupos ultras se sienten fuertes, gozan de supuesta impunidad y reciben la conmiseración de los correligionarios que, instalados en diversas instancias oficiales, profesan admiración al dictador franquista o muestran añoranza por un régimen que cometió crímenes abominables y es contrario a los valores democráticos y constitucionales.

Sin embargo, alcaldes, como el de Badajoz, que mantiene enseñas anticonstitucionales a la entrada de su despacho y que el presidente de la Comunidad extremeña se resiste obligar a retirar, como dicta la ley, por considerar el tema “una catetez”; o el de la localidad madrileña de Quijorna, que organiza en un colegio público una exposición de parafernalia franquista y nacionalsocialista, con pancartas con el lema “¡Saludo a Franco! ¡Arriba España!”, de clara exaltación fascista; o el de A Beade, en Galicia, que presume de ser franquista y atiborra su despacho de fotos, botellas, insignias y hasta un altar dedicado al dictador; y el de Baratalla, también en Galicia, que justificó los crímenes de Franco diciendo que “quienes fueron ejecutados sería porque lo merecían”, son muestras de una apología fascista desde el poder institucional que abona el sentimiento que hace resurgir a estos grupos radicales de extrema derecha. 

Si los elegidos en democracia para cargos públicos, de un determinado partido, hacen alarde de sus nostalgias reaccionarias, con claro desprecio a la legalidad constitucional con que se han dotado los españoles, no puede resultar extraño que sus “cachorros” ideológicos se comporten con la radicalidad violenta que estiman necesaria para “imponer” sus ideas a quienes no las comparten o las repudian. Existe un caldo de cultivo que genera este resurgir de los “fachas” irredentos, capaces de cometer delitos contra la libertad de expresión o de incitar el odio, la discriminación y el racismo en sus actos vandálicos. Proliferan cual setas en un ambiente que les es propicio y son perfectamente conocidos, pero en absoluto originales. Se dedican a “copiar” de sus mayores o de lo que hacen otros, a los que emulan.

Alianza Nacional, España 2000, entre otros, son grupúsculos que promueven una violencia gratuita por motivos racistas y buscan un populismo fácil con “azañas” calcadas de “Amanecer Dorado”, partido nazi de Grecia, al equiparar inmigración con delincuencia y acusarlos de invadir España, en actitud intencionadamente xenófoba. En Málaga, por ejemplo, se concentran ante el consulado griego para protestar por la detención de los líderes de aquella formación nazi helena, concentración que había contado con la oportuna bendición de la Subdelegación del Gobierno en Andalucía.

Pero otras veces, y cada vez con mayor frecuencia, sus conductas no son tan pacíficas. El pasado septiembre, un comando de extrema derecha boicoteó el acto de celebración de la Diada de Cataluña, en una librería de Madrid, lanzando gases lacrimógenos y destrozando parte del mobiliario. Portaban banderas españolas con el águila de San Juan, de Falange y de Alianza Nacional, al tiempo que proferían gritos de “¡Viva España!” y “¡No nos engañan: Cataluña es España!”, propinaban empujones a la gente y arrancaban los carteles del acto, todo ello a cara descubierta.

Otro grupo, en Belchite, se dedicó a destrozar la fosa común del cementerio antes de asistir a una misa franquista celebrada en la localidad vecina de Codo (Zaragoza). Y en internet es fácil descubrir imágenes y vídeos que miembros de estos grupos cuelgan en actitud amenazante y de provocación, prolijas en saludos nazis y simbología fascista. 

Tanta desfachatez, como la que exhibe la extrema derecha española en estos tiempos, ha de poner en alerta a las autoridades de nuestro país, por mucho que mantengan una complacencia vergonzante, pues la espiral de violencia que puede generar es sumamente peligrosa y de consecuencias incalculables. Máxime cuando están dispuestos a la confrontación visceral y violenta, al convocar manifestaciones, el próximo 12 de octubre en Barcelona, contra el derecho a decidir y por la españolidad de Cataluña. O las movilizaciones anunciadas por grupos violentos de extrema derecha en Zaragoza, para ese mismo día, en desagravio por la explosión de un artefacto depositado en el interior en la Basílica del Pilar, que no tuvo víctimas y apenas ocasionó daños materiales.

Ese ambiente propicio y enrarecido, al que contribuye el “apoyo” dogmático que le brindan unos medios de manifiesta afinidad ideológica, con informaciones y análisis que suponen siempre el rearme moral de la derecha, la rectitud y eficacia de sus iniciativas políticas y económicas, aunque perjudiquen a la mayoría de la población, y el “adiós a la superioridad moral de la izquierda”, vencida y derrotada hasta en sus propuestas más progresistas,  incluidas las que combaten las desigualdades sociales, alimentan la sensación de actuar conforme al pensamiento imperante y responder a las predicciones absolutistas que dejan entrever. 

No se trata, pues, de acciones irresponsables realizadas por jóvenes y nostálgicos del franquismo, sin capacidad crítica para discernir el significado ni las consecuencias de sus bravuconadas, sino de una manifiesta campaña de acoso e intimidación de todo cuánto suponga un obstáculo o una resistencia al triunfo total y absoluto de la derecha. Se trata de un rebrote del “facherío” perfectamente teledirigido y que, cuando interese, será oportunamente controlado y anulado. Es una manera torticera -y violenta- de influir en la voluntad de los ciudadanos y alcanzar lo que en las urnas no consiguen: la adhesión inquebrantable.

lunes, 7 de octubre de 2013

La sociedad anestesiada


Sin darnos cuenta, pero de forma imparable, nos dirigimos hacia un modelo de sociedad insensible, como si estuviera anestesiada. Los síntomas de este abotargamiento de la sensibilidad social se acumulan diariamente y ya nadie puede mostrarse indiferente ante lo que abofetea el rostro de una dignidad que debiera anidar en nuestras conciencias. La hipocresía hace tiempo que fue superada, como apariencia de responsabilidad que nos impelía a suplir justicia por caridad, por esa otra forma de inequidad que nos deja yertos y con la capacidad sensitiva de un cadáver. Ahora preferimos abiertamente carecer de todo compromiso y mostrar la más absoluta indiferencia frente a las alarmas inhumanas que se suceden a nuestro alrededor y que consentimos sin siquiera abochornarnos. De manera impávida, dejamos que muera gente sin que reaccionemos por culpa de una sociedad narcotizada, incapaz de mover un dedo contra los daños que aflige a los más débiles de sus miembros, a los más desafortunados de sus integrantes, a los más indefensos de todos: a seres humanos segregados por cualquier condición que pueda dividirnos, ya sea por raza, credo, sexo, cultura o capacidad económica. Y nos cruzamos de manos con una excusa tan falsa como inmoral que ni siquiera nos convence porque podría volverse contra nosotros mismos. Intentamos argüir entre balbuceos que no podemos hacernos cargo de todos los que hollan el suelo de España porque el Sistema no lo soportaría, sería insostenible. Y fingimos que nos lo creemos.

Porque, precisamente, gracias a esa justificación nacieron todos los “recortes” y demás “ajustes” que están ocasionando víctimas mortales en nuestro país. Es la consecuencia más desgraciada e insoportable, totalmente previsible, que se deriva de una política que persigue únicamente el beneficio vía austeridad en el balance de resultados. Amparados en excusas contables, negamos el acceso a la sanidad (también a la educación y a cuántas ayudas puedan contribuir a una integración real) de los inmigrantes que deslumbrados vienen a Europa creyendo que acuden a un mundo civilizado y moderno, al lugar que dice guiarse por los derechos humanos y al espacio económico más rico del planeta, aquel que promete alguna oportunidad a quien huye del hambre y la muerte a que estaban condenados en sus lugares de origen. Hambre y muerte que, paradójicamente, encuentran en lo que no era el paraíso soñado, sino el infierno de los desposeídos de carnet de identidad, de trabajo, de ayuda, de comprensión, de humanidad.

Ofuscados en la rentabilidad de nuestra convivencia, olvidamos la finalidad que debiera motivarla: las personas. Cegados por la contabilidad de los recursos, optamos por conseguir antes su abaratamiento que cumplir su función. Priorizamos una sanidad “saneada” antes que dispensar un derecho reconocido a los ciudadanos. Es así cómo todas las medidas encaminadas a hacer “sostenible” las políticas sociales constituyen, a la postre, una afrenta a la dignidad de los seres humanos, pisotean sus derechos, porque hacen prevalecer lo material y economicista sobre lo justo y necesario. Ninguna razón contable puede justificar la suspensión de garantías reconocidas en la Constitución, la dejadez frente a necesidades básicas de los individuos y, menos aún, la muerte. Sin embargo, estamos aceptando que esto sea lo que suceda cada vez con mayor crudeza, mayor frecuencia y ante nuestras propias narices. Y nos mostramos impávidos, silentes.

Algo está fallando. Está quebrándose lo fundamental, lo que nos brinda cohesión en la solidaridad y el socorro colectivos. No es de recibo que una persona fallezca, por muy indigente que sea, tras ser supuestamente atendida en un gran centro hospitalario de Sevilla. Fallan los mecanismos sanitarios cuando el objetivo es el “ahorro” y no la salud, y falla la deontología profesional cuando adolece de falta de sensibilidad para prescribir un alta médica a una persona en deplorable estado físico, que a sus 23 años sólo pesa 30 kilos y presenta una severa desnutrición y deshidratación, y a la que, al parecer, no se sometió a todas las pruebas que hubieran bastado (una simple radiografía) para detectar la bronconeumonía que finalmente segó su vida. Era un inmigrante polaco que, tras pasar dos horas y media en urgencias, se decide no ingresar y se da de alta por “problemática social”, a las dos de la madrugada. Poco después, se le encuentra muerto, tumbado en los sillones del salón de un albergue donde había sido conducido por los servicios de emergencia municipales. Probablemente no había camas disponibles, ni medicamentos, ni pruebas diagnósticas, ni una familia angustiada que reclamara asistencia ni ningún interés por atender a una persona de la que nadie se responsabilizaba. Sin tarjeta sanitaria, sólo tendría derecho a ese “tratamiento” de urgencia que recibió en tan sorprendente poco tiempo, menos del que tarda cualquier análisis en el común de las situaciones. Representaba un mero trámite que había que solventar sin desperdiciar los escasos recursos disponibles, y se derivó a los servicios municipales encargados de estos asuntos. Pero no se trata de un caso aislado.

En Valencia, muere a causa de un proceso gripal, en febrero pasado, otra inmigrante boliviana, de 42 años, por falta de atención médica. La mujer tuvo que recorrer durante casi una semana por diversos centros de salud y hospitales valencianos sin que en ninguno de ellos le dispensaran la atención requerida. Tampoco disponía de tarjeta válida para la atención sanitaria porque no cotizaba, motivo suficiente para negarle una ambulancia, una cama de hospital y el tratamiento habitual para una simple gripe que, sin el conveniente tratamiento, se  complicó y acabó con su vida. La peregrinación por uno de los sistemas sanitarios más avanzados de Occidente resultó inútil ante una simple afección, en principio benigna, que desajustaba nuestros presupuestos. Es otra víctima de los “recortes” que hacen “sostenible” nuestra sanidad, aquella que ahorra causando la muerte a los excluidos de la misma. Un suma y sigue de despropósitos y desgracias del que nadie protesta.

Médicos del Mundo ha denunciado el fallecimiento en abril de otro inmigrante, otro más, esta vez un senegalés que llevaba ocho años residiendo junto a nosotros. Padecía tuberculosis y se le negó atención médica repetidas veces en el Hospital de Inca, en Mallorca, donde había sido derivado por su centro de salud. Finalmente murió en su domicilio por razones que no aparecen en ninguna autopsia, en la que sólo se registran fallos orgánicos, no fallos en la sanidad. También carecía de tarjeta sanitaria, también carecía de recursos, también estaba en situación irregular, también estaba enfermo, también necesitaba ayuda y también lo abandonamos antes que “cargar” con los gastos de un sistema que vela antes por su “rentabilidad” que por la salud de los ciudadanos y usuarios. Como los descritos, hay cerca de 840.000 personas sin tarjetas sanitarias esperando en España que la “suerte” no los condene a precisar de una atención que saben les será negada. Son las víctimas que presagian la coyuntura que nos aguarda a la población en su conjunto cuando la finalidad de los servicios públicos no sea la prestación de unos derechos, sino la eficiencia económica que los haga atractivos a la iniciativa privada.

Lo grave es que no es un problema que afecte sólo a nuestro país, donde nos han atemorizados con una crisis que acabará desahuciándonos de todas las conquistas sociales conseguidas por las generaciones que nos precedieron, sino que es una estrategia global del pensamiento neoliberal que implanta su modelo económico en la Europa que resurgió de las guerras apoyándose en la justicia distributiva y en los mecanismos de solidaridad que dieron lugar al llamado Estado de Bienestar.

A las riberas de esa Europa, que cada vez se vuelve más injusta desde parámetros de justicia moral y social, llegan oleadas de inmigrantes a encontrar la muerte. Cuando no son pateras en el Estrecho de Gibraltar, son rudimentarias embarcaciones que vomitan cadáveres en las costas italianas tras naufragios espeluznantes, como el producido en Lampedusa hace pocos días, que arroja la cifra provisional de 200 ahogados. El cinismo que es capaz de mostrar un continente anestesiado queda patente al conceder la nacionalidad a los que ya no pueden disfrutar de ella mientras, simultáneamente, denuncia a los supervivientes por delitos de inmigración ilegal y clandestina, penados con fuertes sumas de dinero y la expulsión del país.

Este es el modelo de sociedad al que nos encaminamos, sin pulso, sin sensibilidad, sin alma. No hay que ser cristiano para compartir el bochorno que dice sentir el Papa católico. Porque ya no es cuestión de caridad, ni de fe ni de esperanza, sino que es cuestión de dignidad. La que se reconoce al ser humano para ser tratado como persona, no como mercancía. Sin embargo, los “ajustes” que estamos consintiendo nos contemplan como simples mercancías, susceptibles de generar beneficios. Si no, nos desechan, nos excluyen, como a los inmigrantes. Y seguimos callados, tolerando todos los atropellos que pisotean nuestra dignidad. ¿Hasta cuándo?

viernes, 4 de octubre de 2013

Octubre veleidoso

Foto: Loli Martin
Los primeros días de octubre avanzan con parsimonia, errátiles. Volubles como el humor, lo mismo puede amanecer con las estrellas todavía brillando en el despuntar del día, que, sin tregua, desde raudas nubes preñadas de gris descargar un aguacero que sorprende a los desprevenidos. Así es octubre, una puerta que conduce por las inclemencias de un tiempo en transición hacia los rigores del invierno. Y ese es, precisamente, su encanto: alternar días luminosos como la alegría con jornadas desapacibles como la tristeza. Una veleidad idéntica a mi manera de ser. Por eso me resulta tan atractivo octubre.

jueves, 3 de octubre de 2013

Suave otoño de Sevilla

Foto: Paseos por Sevilla
Suavemente, el otoño se instala en nuestras retinas, con sus tardes abanicadas por una brisa fresca que propicia el paseo y vuelve tontas a las moscas ateridas que apuran sus últimos vuelos. La luz se filtra amortiguada entre las nubes que empiezan a encapotar los cielos, irradiada por un Sol que se desplaza más cercano al horizonte, haciendo que los días se oscurezcan cada vez más temprano. La muchedumbre vuelve a invadir los fines de semana cines y terrazas de una ciudad que no renuncia a su vitalidad callejera. Las bebidas templadas sustituyen a las frías en el mostrador donde se sacian todos los apetitos y la piel abriga su pudor con ropajes que ciñen de encanto una belleza sugerida, como de deseos contenidos. El aroma de tierra mojada y los colores pardos y amarillentos de la naturaleza también tiñen la ciudad con las pinceladas de un otoño que lentamente se va apoderando de nosotros, renovándonos de savia nueva y preparándonos para un nuevo ciclo vital. El otoño suave se apodera de Sevilla para deleitarnos con su estela multicolor a través de las filigranas con las que contemplamos la vida.


miércoles, 2 de octubre de 2013

Nuevos Presupuestos, más pobreza

 
Las políticas, despojadas de la palabrería con la que suelen adornarse, resultan creíbles cuando se cuantifican en los Presupuestos Generales del Estado (PGE). Sólo entonces se convierten en hechos reales o acciones constatables y dejan de ser meras promesas intangibles o deseos improbables.

La reciente presentación en las Cortes del proyecto de ley de PGE para el año 2014, por parte del Gobierno de España, cuyo contenido incide en los recortes para la disminución del déficit público, supone un jarro de agua fría a las expectativas generadas sobre alguna probabilidad, aun incipiente, de recuperación de la economía. A pesar de los datos, el Gobierno publicita sus PGE como los de la recuperación después de superar la crisis económica de los últimos años. Sin embargo, las cuentas gubernamentales no hacen más que evidenciar, en líneas generales, el estancamiento económico de nuestro país y el agravamiento de una pobreza que se extiende a cada vez mayores sectores de la población. Porque con un estancamiento técnico de la actividad -se espera, en el mejor de los casos, una leve expansión del 0,7 %-, todos los demás indicadores atestiguan una tendencia negativa y, lo que es peor, anuncian un escenario de parálisis que hará imposible la creación de empleo y ninguna mejora de la situación financiera y económica.

Para empezar, la deuda pública remontará el año que viene hasta cerca del 100 % del Producto Interior Bruto (99, 8 %), el porcentaje más abultado en décadas. Es decir, el primer objetivo del Presupuesto resulta fallido por cuanto se muestra incapaz de reducir el déficit. Por primera vez en décadas, España deberá más dinero del que es capaz de generar en un año. Es decir, será el Estado -y no las personas- el que vive por encima de sus posibilidades. Y sin dinero no podrá financiar los servicios que presta. Ante ello, los recortes siguen siendo la única receta que utiliza el Gobierno para cuadrar inútilmente sus cuentas. Pero lo hace con eufemismos, intentando ocultar la realidad de unas medidas que mantienen la austeridad.

Por ejemplo: para referirse a los recortes en las pensiones -una de las prioridades que el Partido Popular prometía dejar al margen de los "ajustes", como la sanidad y la educación-, la propaganda gubernamental reitera hasta la saciedad que éstas tendrán asegurada una subida anual del 0,25 %. Es una falacia: en realidad, ello equivale a una disminución asegurada de su poder adquisitivo cada año en función del diferencial que determine la inflación. El propio Gobierno delata sus verdaderas intenciones al calcular que el “ahorro” que espera conseguir en pensiones, hasta el año 2022, será de 33.000 millones de euros. Esto no supone una mentira más del Gobierno en relación con sus promesas electorales, sino un tijeretazo descomunal –certificado en los PGE- que empobrecerá de manera dramática a los actuales y futuros pensionistas. Un recorte que se suma a los ya acometidos por el Ejecutivo de Mariano Rajoy, obsesionado con la corrección del déficit vía reducción del gasto y despreciando medidas anticíclicas que activen la economía y aumenten los ingresos, como aconseja hasta el Fondo Monetario Internacional cuando se deja llevar por los remordimientos.

Es cierto que hay que actuar contra una crisis financiera que nos ha situado en recesión económica profunda y mantenida en el tiempo. Pero tales medidas no pueden descansar sólo en hacer soportar a los ciudadanos las consecuencias de la misma. Ni los trabajadores del sector privado –los más perjudicados al engrosar cotas de desempleo históricas-, ni los funcionarios públicos, ni los pacientes de la sanidad, ni los estudiantes de cualquier nivel de la educación, ni las personas dependientes, ni por supuesto la cultura, la investigación científica o los necesitados de tratamientos farmacológicos, ni tampoco ahora los pensionistas son culpables de la situación económica. Ellos ni las inversiones que requieren hacen insostenible la arquitectura del Estado de Bienestar con el que se hacía frente a sus necesidades y se socorría su situación.

En lugar de proteger a los damnificados por la crisis, se ha optado por “rescatar” a los causantes de la misma. Lo que el Gobierno espera “ahorrar” en pensiones es la misma cantidad que lleva entregada a los bancos para sanear sus balances e incentivar una financiación de la economía que estos no acaban de ofertar ni a las pequeñas y mediadas empresas ni a los particulares. Las enormes facilidades cedidas a empresas y patronos con la “reforma” laboral sólo han servido para abaratar el coste del trabajo, no para crear empleo. El potencial de crecimiento de la economía, previsto en los PGE en el 0,7 %, será insuficiente para la creación neta de empleo, por lo que mantendrá desgraciadamente el paro en cifras superiores al 25 %.  Las subidas de impuestos que excepcionalmente el Gobierno conservador ha impulsado (IRPF, IVA, etc.) castigan especialmente a los particulares y conceden beneficios fiscales a empresas y grandes fortunas, opacas al fisco o con “atajos” legales para eludir la tributación. No se adoptan medidas para políticas activas de empleo ni de inversión que contrarresten la atonía económica. Antes al contrario, se opta por castigar el consumo y empobrecer a los ciudadanos, recortando o eliminando cuántas ayudas pudieran servir de estímulo.

Pendiente sólo de valores contables, es posible que al final de demasiado tiempo (llevamos ya cinco años de crisis y nos aguardan otros tantos para alcanzar tasas de crecimiento suficientes para crear empleo) se consiga “cuadrar” las cuentas de nuestra economía, pero será al precio de haber condenado al empobrecimiento y llevados hasta la desesperación a millones de españoles, que se han dejado en la orilla de una sociedad atenta sólo del bolsillo. Los mezquinos, como los califica Paul Krugman, ganarán más dinero gracias al aumento de la desigualdad. Y estos PGE van en esa dirección: a favor de los mezquinos para crear más pobreza.