Las políticas, despojadas de la palabrería con la que suelen adornarse, resultan creíbles cuando se cuantifican en los Presupuestos Generales del Estado (PGE). Sólo entonces se convierten en hechos reales o acciones constatables y dejan de ser meras promesas intangibles o deseos improbables.
La reciente presentación en las Cortes del proyecto de ley de PGE para el año 2014, por parte del Gobierno de España, cuyo contenido
incide en los recortes para la disminución del déficit público, supone un jarro
de agua fría a las expectativas generadas sobre alguna probabilidad, aun
incipiente, de recuperación de la economía. A pesar de los datos, el Gobierno
publicita sus PGE como los de la recuperación después de superar la crisis económica de los
últimos años. Sin embargo, las cuentas gubernamentales no hacen más que
evidenciar, en líneas generales, el estancamiento económico de nuestro país y
el agravamiento de una pobreza que se extiende a cada vez mayores sectores de
la población. Porque con un estancamiento técnico de la actividad -se espera,
en el mejor de los casos, una leve expansión del 0,7 %-, todos los demás
indicadores atestiguan una tendencia negativa y, lo que es peor, anuncian un
escenario de parálisis que hará imposible la creación de empleo y ninguna
mejora de la situación financiera y económica.
Para empezar, la deuda pública remontará el año que viene hasta
cerca del 100 % del Producto Interior Bruto (99, 8 %), el porcentaje más
abultado en décadas. Es decir, el primer objetivo del Presupuesto resulta
fallido por cuanto se muestra incapaz de reducir el déficit. Por primera vez en
décadas, España deberá más dinero del que es capaz de generar en un año. Es
decir, será el Estado -y no las personas- el que vive por encima de sus
posibilidades. Y sin dinero no podrá financiar los servicios que presta. Ante
ello, los recortes siguen siendo la única receta que utiliza el Gobierno para
cuadrar inútilmente sus cuentas. Pero lo hace con eufemismos, intentando
ocultar la realidad de unas medidas que mantienen la austeridad.
Por ejemplo: para referirse a los recortes en las pensiones
-una de las prioridades que el Partido Popular prometía dejar al margen de los "ajustes", como
la sanidad y la educación-, la propaganda gubernamental
reitera hasta la saciedad que éstas tendrán asegurada una subida anual del 0,25
%. Es una falacia: en realidad, ello equivale a una disminución asegurada de su
poder adquisitivo cada año en función del diferencial que determine la
inflación. El propio Gobierno delata sus verdaderas intenciones al calcular que
el “ahorro” que espera conseguir en pensiones, hasta el año 2022, será de
33.000 millones de euros. Esto no supone una mentira más del Gobierno en
relación con sus promesas electorales, sino un tijeretazo descomunal –certificado
en los PGE- que empobrecerá de manera dramática a los actuales y futuros
pensionistas. Un recorte que se suma a los ya acometidos por el Ejecutivo de
Mariano Rajoy, obsesionado con la corrección del déficit vía reducción del
gasto y despreciando medidas anticíclicas que activen la economía y aumenten
los ingresos, como aconseja hasta el Fondo Monetario Internacional cuando se
deja llevar por los remordimientos.
Es cierto que hay que actuar contra una crisis financiera
que nos ha situado en recesión económica profunda y mantenida en el tiempo.
Pero tales medidas no pueden descansar sólo en hacer soportar a los ciudadanos
las consecuencias de la misma. Ni los trabajadores del sector privado –los más
perjudicados al engrosar cotas de desempleo históricas-, ni los funcionarios
públicos, ni los pacientes de la sanidad, ni los estudiantes de cualquier nivel
de la educación, ni las personas dependientes, ni por supuesto la cultura, la
investigación científica o los necesitados de tratamientos farmacológicos, ni
tampoco ahora los pensionistas son culpables de la situación económica. Ellos
ni las inversiones que requieren hacen insostenible la arquitectura del Estado
de Bienestar con el que se hacía frente a sus necesidades y se socorría su
situación.
En lugar de proteger a los damnificados por la crisis, se ha
optado por “rescatar” a los causantes de la misma. Lo que el Gobierno espera “ahorrar”
en pensiones es la misma cantidad que lleva entregada a los bancos para sanear
sus balances e incentivar una financiación de la economía que estos no
acaban de ofertar ni a las pequeñas y mediadas empresas ni a los particulares.
Las enormes facilidades cedidas a empresas y patronos con la “reforma” laboral sólo
han servido para abaratar el coste del trabajo, no para crear empleo. El potencial
de crecimiento de la economía, previsto en los PGE en el 0,7 %, será
insuficiente para la creación neta de empleo, por lo que mantendrá desgraciadamente
el paro en cifras superiores al 25 %. Las
subidas de impuestos que excepcionalmente el Gobierno conservador ha impulsado
(IRPF, IVA, etc.) castigan especialmente a los particulares y conceden
beneficios fiscales a empresas y grandes fortunas, opacas al fisco o con “atajos”
legales para eludir la tributación. No se adoptan medidas para políticas
activas de empleo ni de inversión que contrarresten la atonía económica. Antes
al contrario, se opta por castigar el consumo y empobrecer a los ciudadanos,
recortando o eliminando cuántas ayudas pudieran servir de estímulo.
Pendiente sólo de valores contables, es posible que al
final de demasiado tiempo (llevamos ya cinco años de crisis y nos aguardan
otros tantos para alcanzar tasas de crecimiento suficientes para crear empleo) se
consiga “cuadrar” las cuentas de nuestra economía, pero será al precio de haber
condenado al empobrecimiento y llevados hasta la desesperación a millones de
españoles, que se han dejado en la orilla de una sociedad atenta sólo del bolsillo. Los mezquinos, como los califica Paul Krugman, ganarán más dinero
gracias al aumento de la desigualdad. Y estos PGE van en esa dirección: a favor
de los mezquinos para crear más pobreza.
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