Octubre se disuelve para dejar paso al mes de los muertos.
Ingrata festividad que celebra el único destino que a todos alcanza. La
gravedad con que nuestros abuelos recordaban a los difuntos queridos, mientras
aseaban las lápidas de los nichos donde reposaban sus restos, contrasta con la
banalidad de esas fiestas extrañas que imponen una moda consumista de brujas y
calabazas para que los niños abracen el jolgorio gótico entre disfraces. Todo
sea a mayor gloria del mercado, ese dios que vuelve las tradiciones en
oportunidades espectaculares para la rentabilidad y el lucro. Si no fuera
porque olvidan las raíces sentimentales que las mantienen vivas entre las
costumbres de un pueblo, no habría nada que objetar al sustituir un muerto
familiar por una calavera de plástico para rendir culto al dinero. Ya estamos
acostumbrados a vivir la Navidad entre guirnaldas y regalos. Lo malo es que no nos importa lo que celebremos con tal de disfrutar un día de asueto dedicado a gastar. Vamos quedándonos sin símbolos culturales que nos recordaban nuestra condición efímera en la vida. Pronto, ni sabremos quiénes somos. Simples mercancías, me temo.
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