La pobreza es el precio que se paga por la riqueza y el
mundo en que vivimos acentúa esa brecha, que se agranda constantemente, incluso a
escala nacional. Cuando la crisis económica ha empobrecido a millones de
personas en nuestro país, el número de ricos ha crecido en más de un 13 por
ciento. Hay más ricos pero a costa de más pobres. Cerca de 13 millones de
españoles viven en nuestro país por debajo del umbral de la pobreza, precisamente
en momentos en que, con la excusa de una austeridad ciega, se dejan de prestar
socorros públicos y se abandonan proyectos contra la exclusión social que deriva
de la marginación económica, política y social en la que caen los indigentes.
Y es que el sistema económico con el que hemos organizado
nuestra sociedad provoca la aparición de la pobreza, máxime si prevalecen
criterios de rentabilidad y “sostenibilidad” por encima de la prestación de
servicios y el reconocimiento de derechos. El capitalismo que rige a escala
mundial nuestras relaciones económicas, comerciales y financieras descansa
sobre la base de una pobreza como desecho inevitable del bienestar. El 20 por
ciento de la población del planeta que tiene la suerte de habitar el primer
mundo lo hace a cambio de condenar a la pobreza al 80 por ciento restante. Los
recursos que permiten a los primeros satisfacer sus necesidades son esquilmados
a los segundos, a veces de forma violenta, y siempre de manera injusta.
Es verdad que, moralmente, la imagen del pobre golpea
nuestra conciencia, pero no estamos dispuestos a renunciar a las comodidades
que disfrutamos en la vida cotidiana para mejorar la situación de aquel, por
mucho que celebremos jornadas contra el hambre y la marginación que sufren
todos los pobres del mundo. Damos limosnas, en el mejor de los casos, pero no
resolvemos el problema de los que, por simple azar del destino, nacen en países
subdesarrollados, son víctimas de guerras y hambrunas, adolecen de higiene,
salud, educación, trabajo y protección, dependen de costumbres y estructuras
(políticas, sociales, religiosas) que los mantienen en la ignorancia y en la
incapacidad para progresar y prosperar y, si se lanzan a la emigración, caen en
manos de mafias o son considerados delincuentes a los que les espera la
deportación, sirven de mano de obra barata e ilegal a empresarios sin
escrúpulos y, en definitiva, son mal atendidos porque suponen un gasto para
nuestros servicios públicos. Algunos, desgraciadamente, acaban muriendo en
albergues al final de un recorrido por la pobreza y la marginación de las que
no pueden escapar a causa del rechazo con que los tratamos.
Sin embargo, es oportuno conmemorar jornadas contra la
pobreza. Por poco efectivos que sean sus resultados, si al menos sirven para paliar
la vida de alguna persona en nuestro entorno más cercano, siempre será
preferible a la inacción y el desentendimiento. Aportar cualquier humilde
contribución a las personas y entidades que combaten esta situación de
emergencia social en las que se hallan tantas familias que se ven abocadas al
paro, al desahucio de sus viviendas, a la retirada de coberturas sanitarias o a
la falta de cualquier recurso que posibilita nuestro estilo de vida, siempre
representará un consuelo y una ayuda inestimables.
Pero también, y con semejante intensidad, se deberá luchar
contra el desmantelamiento de las políticas sociales que sirven de socorro a
los más desfavorecidos, denunciar la destrucción del Estado de Bienestar con el
que la sociedad en su conjunto, y gracias a una fiscalidad progresiva y
solidaria, corregía las desigualdades que castigan a amplios sectores de la
población, donde las mujeres y los niños continúan siendo los más afectados. Hay
que solventar circunstancias particulares, pero del mismo modo hay conseguir
que la justicia, la equidad y la solidaridad se mantengan como valores
irrenunciables que caracterizan nuestra convivencia en sociedad.
Está demostrado que una economía orientada sólo por el
beneficio genera pobreza, al detraer recursos que considera poco rentables de
las partidas de inversión social. Ya se sabe –y lo estamos sufriendo- que la
pobreza se acrecienta al ritmo que se elimina la protección de las
políticas sociales. Las medidas de austeridad en nuestras economías de libre
mercado, dictadas por contables que vigilan exclusivamente los intereses del
capital, se ceban predominantemente en las capas de población más indefensas,
aquellas que no cuentan con más patrimonio que su trabajo. Estas son,
justamente, las que están engrosando de pobres nuestra realidad. Las cifras de
paro están equiparando el desempleo femenino y el masculino, situados ambos en
umbrales insoportables, y las “reformas” laborales, lejos de ofrecer
estabilidad laboral y trabajo para todos, están provocando “trabajadores
empobrecidos”, aquellos cuyos sueldos no les permiten llegar a final de mes o
les impide afrontar gastos imprevistos. Vivimos rodeados de pobres.
Ese es el retrato de una pobreza que presenta graduaciones
de miseria hasta alcanzar la exclusión total y la marginación social a las que
están expuestos los que quedan atrapados en ella. En Andalucía, hay más de 3,5
millones de personas que viven en el umbral de la miseria, según datos de un
reciente informe de la
Red Andaluza de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social.
Más del 66 por ciento de los escolares en nuestra región no tiene acceso a
algún recurso educativo (libros de texto, calculadoras, etc.) por falta de
medios para adquirirlos, lo que acarrea que haya alumnos que no pueden comprar
siquiera libros con los que estudiar.
Hay que contribuir en erradicar la pobreza. Además de
celebrar un día al año para visualizar el problema, hay que atacar las raíces
que engendran tal pobreza. Si no podemos forzar un comercio justo a escala
planetaria ni cambiar un sistema económico en el que el hombre no es la medida,
sino el beneficio, al menos podremos evitar el abuso y el despilfarro de un
consumo insensato. Y optar por políticas que garanticen el mantenimiento de
aquellos instrumentos públicos que palian desigualdades de origen (sanidad,
educación, pensiones, prestaciones por desempleo, ayudas a la dependencia,
etc.) y proporcionan oportunidades a los más desfavorecidos de nuestra
sociedad. Se pueden hacer muchas cosas si de verdad estamos empeñados en
combatir la pobreza, empezando por cambiar nuestra mentalidad a la hora de
abordar una problemática que a todos afecta. No hay que sentar un pobre en la
mesa una vez al año para cumplir con una moral hipócrita, sino averiguar qué es
lo que nos empobrece para corregirlo. Sin aguardar a que el pobre sea uno
mismo.
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