jueves, 30 de agosto de 2018

Humor y racismo


La dictadura de lo “políticamente correcto” está llegando a extremos que podrían hacer desaparecer el chiste y la profesión de humorista. Entre otros motivos, porque no habrá de qué reírse sin que alguien se indigne, exija la correspondiente reparación del oprobio y una declaración pública de disculpas por parte del humorista de turno, obligándole a evitar en lo sucesivo ciertos temas vetados para la comicidad. No hay día sin que alguna denuncia contra un monologuista o contador de chistes ocupe un hueco entre las noticias, dejando entrever que se trata de una muestra de odio intolerable hacia algún colectivo y un ejemplo del racismo o la intolerancia de quien hace reír a costa de los ofendidos. Es lo que acaba de suceder con Rober Bodegas y el monólogo que hace referencia a la etnia gitana. A este paso, ya no se podrán contar chistes de gitanos, negros, cojos, tuertos, jorobados, tartamudos, japoneses, enanos, mujeres, blancos, homosexuales, gigantes, ancianos, políticos, médicos, gaiteros, leperos, ladrones, putas, catetos, musulmanes, cristianos y cuantos puedan sentirse molestos u objeto de mofa por parte de un humorista. Y todos los que se rían con el chiste tendrán que correr el riesgo de ser tachados de racistas, xenófobos, machistas, misóginos y demás calificativos con los que se pueda culpabilizar a quien crea que la libertad de expresión ampara el humor, aunque recurra al tópico, la brocha gorda y hasta el mal gusto.

Sin llegar al fanatismo criminal del caso de Charlie Hebdo, semanario donde un comando de yihadistas asesinó a doce de sus redactores por unas caricaturas sobre Mahoma que había publicado días antes, la presión de lo políticamente correcto y las precauciones contra toda expresión que pueda considerarse, no ya delito, sino incluso una forma de discurso condescendiente con el odio, acabarán por impedir, tal vez prohibir, todo chiste, chascarrillo o bufonada cómica en el escenario público si se refiere o representa menosprecio al color de la piel, la etnia, la raza, la condición sexual, las creencias religiosas, las discapacidades, la ideología, el nivel social, cultural o económico, la capacidad intelectual y hasta el aspecto físico. De hecho, ya pertenecen a nuestro pasado más vergonzante aquellos sketchs de Martes y trece que nos hacían sonreír con lo de “maricón de España”, “mi marido me pega” o “Paca, cabrona, qué fea eres”. Hoy resultan inadmisibles.

Como sociedad moderna, cada día somos más susceptibles ante las presuntas ofensas que pueda suponer cualquier chiste, y consideramos intolerable la reiteración de estereotipos que la igualdad, la diversidad, los derechos y la libertad se han encargado de demostrar tan falsos como injustos. Las bromas y el humor que se basan en los pretendidos defectos de otros, en sus incapacidades y dificultades que les hacen parecer inferiores a nosotros, es decir, hacer comicidad de la diferencia, están fuera de lugar en tanto en cuanto aspiramos a convivir en tolerancia y en el respeto a la igual dignidad de todas las personas, incluidas las agraviadas con la broma. Sin embargo, el racismo y la fobia en general no residen sólo en el chiste y la humorada, sino en los comportamientos y la mentalidad que aún conservamos en nuestro fuero interno y que, con la válvula del humor, salen a relucir, un racismo de amplio espectro que perdura camuflado por la educación y las normas cívicas.

Los chistes pueden ser más o menos provocativos y transgresores, recorrer la fina línea que separa lo tolerado de lo prohibido, pero si no incitan al odio y la violencia y no constituyen en sí mismos un ataque flagrante a derechos inviolables de las personas, simplemente son muestras de una libertad de expresión que hace de las burlas y la sátira de costumbres, situaciones y prejuicios un motivo de risa. Más que al humorista, el chiste y la risa nos arrancan la máscara de tolerancia y moralidad social con que nos cubrimos y nos enfrentan a los pensamientos prejuiciosos que todavía albergamos. El racismo y la discriminación no están en el chiste, aunque algunos los utilicen, sino en nosotros, y por eso nos hace gracia. Lo intolerable y aborrecible no es el chiste, sino el racismo que aún permanece larvado en nuestros hábitos de convivencia y que asumimos de manera consciente o inconsciente. Por eso nos reímos, porque nos reconocemos, sin decirlo pero pensándolo, con la burla o la ofensa divertida que el chiste expresa.

Si de verdad queremos erradicar el rechazo y el desprecio a los peor situados, a los grupos relegados de nuestra sociedad, lo que se manifiesta en el racismo, la xenofobia, la misoginia, la aporofobia, la homofobia o cualquier otra fobia o aversión que nos despierta el “otro”, no es condenando el humor y denunciando al humorista, sino obligándonos a respetar la libertad y dignidad de todos y ser tolerantes con la pluralidad, también de ideas y expresiones. El mayor castigo a un humorista no es la denuncia, sino no reír la gracia y no acudir a su espectáculo. Que se le reconozca libertad de expresión no significa que su público tenga que ser racista, ni machista ni nada por el estilo. Y es que resulta incongruente interponer demandas después de reírse a mandíbula batiente con un chiste sobre estereotipos del pueblo romaní, por ejemplo. ¿Quién es racista?  

martes, 28 de agosto de 2018

Un presidente amoral (P.S.)

No podía faltar, para completar el catálogo de “cualidades” que adornan la personalidad de Donald Trump, objeto del artículo anterior, su tendencia maníaco-obsesiva, focalizada en Barack Obama, a quien relevó en la presidencia de EE UU., tras las últimas elecciones. Movido por esa tendencia, desde que accedió a la Casa Blanca, Trump no ha cejado en intentar eliminar todo rastro de su antecesor, minusvalorando su impronta y revocando cualquier ley, acuerdo, reforma o iniciativa que hubiera promovido el expresidente, por beneficiosas que fuesen para el país o los ciudadanos. Ni tratados comerciales, ni acuerdos para frenar la proliferación de armas nucleares, ni leyes favorables a los más desfavorecidos son mantenidos por Trump si fueron elaborados por la anterior Administración.

Esa actitud claramente psiquiátrica le distancia y enfrenta a correligionarios del Partido Republicano, como el recién fallecido John McCain, un senador que era un referente del republicanismo estadounidense, pero una persona íntegra y educada, coherente con su ideología pero incapaz de atentar contra la dignidad de las personas, aun sean adversarios políticos. Es conocida, al efecto, la anécdota en la que, durante una charla con sus seguidores, no dudó en defender a Obama de las críticas de una asistente, a la que hizo callar diciéndole: “No, señora, es un decente hombre de familia, un ciudadano con el que resulta que tengo desacuerdos en asuntos fundamentales, y en eso consiste esta campaña”. Esa es la diferencia entre Trump y McCain, entre el maleducado fanatismo patológico y el adversario respetuoso y ecuánime. Tanta es la diferencia, aun perteneciendo al mismo partido, que el héroe de guerra recién fallecido ha dejado saber su voluntad de que no quería que Donald Trump asistiera a su entierro. No en balde se había convertido en un enconado obstáculo para Trump, al no estar de acuerdo con las medidas más controvertidas de su presidencia, como la reforma sanitaria o sus iniciativas contra la inmigración. Una diferencia moral y educativa que deja en mal lugar al actual inquilino de la Casa Blanca.

lunes, 27 de agosto de 2018

Un presidente amoral


La perplejidad que causa la banalización moral en el ejercicio de la política es creciente en los últimos tiempos. Esa forma descarada de hacer tabla rasa de los principios en nombre del sectarismo y el populismo manipulador va parejo al deterioro de la democracia, utilizada como trampolín por sus propios enemigos, y al abandono del control o cuestionamiento del poder por parte de los ciudadanos. Tal es el grado de desfachatez en la actividad política que el abuso, el engaño y hasta el fraude que comete el político es asumido como “normal”, sin que los ciudadanos lo castiguen con la exigencia de responsabilidades ni le retiren el voto. De este modo, todo comportamiento éticamente reprochable y legalmente cuestionable es, por desidia o frustración, consentido como si de un componente intrínseco del quehacer político fuera y de una consecuencia inevitable en los que se dedican a la “cosa pública” aun, en principio, de manera honesta.

La calidad personal y la capacidad intelectual de los gobernantes actuales es, cuanto menos, patética y motivo de sonrojo. Abunda la mediocridad en quienes, incapaces de discernir y aspirar horizontes de ilusión y grandeza para sus pueblos, se limitan a aprovechar la oportunidad para satisfacer sus pequeñas ambiciones individuales o entablar batallas estériles en asuntos que apenas tienen repercusión en el bienestar de los ciudadanos. Adolecen de una visión estrecha y cortoplacista en sus proyectos políticos, condiciones que los limitan a una gestión encaminada a contentar sólo su “clientela” electoral y asegurarse la renovación de su confianza en las urnas. Para ello estimulan respuestas emocionales y no las surgidas del conocimiento exhaustivo y crítico de los problemas que han de abordar en su cometido. Buscan, por tanto, la complacencia inmediata, no la solución definitiva de lo que preocupa e infiere al interés general. Los estándares morales y las capacidades que exhiben la mayoría de estos políticos mediocres son, desgraciadamente, decepcionantes y, lo que es peor, continúan depreciándose. De hecho, ni siquiera guardan pudor en alardear de sus carencias ni en presumir, incluso, de sus bochornosas simplicidades. Un ejemplo paradigmático de lo que intentamos describir es Donald Trump, un presidente amoral, incapacitado, rufián, ignorante, insolente e imprevisible, todo lo cual lo convierte en un peligro para su país y para el mundo entero.

Este magnate neoyorquino de los negocios, de ideas ultranacionalistas en lo político y heterodoxas neoliberales en lo económico, más propias de una discusión de casino que de un aspirante político con posibilidades, ha sido elegido, contra todo pronóstico y lógica, presidente de la nación más poderosa del planeta, hace algo más de año y medio. Y, fiel a su estilo, ha evidenciado durante este corto espacio de tiempo las cualidades que atesora para conducirse por la vida y gobernar el país, además de recurrir a ellas en sus relaciones con las demás naciones del planeta y sus líderes. Engreído y sin disfraz, se ha mostrado tal como es en realidad: un presidente sin vergüenza y sin moral, que trata a todos, a sus clientes como empresario y a los ciudadanos como gobernante, con el nepotismo y despotismo que le caracteriza y que le ha servido para enriquecerse hasta convertirse en un acaudalado millonario, sin renunciar a lo que más éxito le ha proporcionado: comportarse como un showman ofensivo, cínico y deslenguado.

Pero, si no todo vale en los negocios –regulados por normas y leyes-, menos todavía en política –sometida también a usos, normas, leyes y consensos tácticos, éticos y hasta estéticos-, aunque se posea el poder de todo un presidente de EE UU. Ni la política, en general, ni las instituciones, en particular, soportan verse desprestigiadas continuamente por el comportamiento de un personaje que cree administrar su país, y, de paso, el mundo, con los modos y la forma con que lo hace Donald Trump. Con todo, más allá de su ramplonería como gobernante, serán sus dotes personales las que lo invalidarán como titular de la primera magistratura de su país. Y, de hecho, serán esos defectos los que finalmente lo apartarán del cargo cuando deriven en ilícitos penales, como los que ya le investigan y acorralan cada día más, o alimenten la deserción de sus seguidores a la hora de aspirar a un segundo mandato. Su propia personalidad será su mayor y más grave problema, peor incluso que la posible connivencia que pueda tener con la trama rusa de injerencia y manipulación en las elecciones en las que salió elegido, los probables delitos de financiación ilegal cometidos durante su campaña y los escándalos sexuales que haya protagonizado en su poco modélica vida y ocultados gracias a los generosos talones de su chequera.

El rosario de “pecados” que condicionan su carácter ha quedado al descubierto con el comportamiento y la actitud del presidente más amoral de la historia de EE UU., un candidato que se había comprometido a “drenar el pantano” de Washington y limpiarlo de corrupción. Se presentaba, entonces, ajeno al establishment político y ni siquiera en desfachatez ha demostrado serlo. En un resumen nada pormenorizado de sus “bondades” naturales, destacan:

Defraudador con sus empresas, de las que oculta la declaración fiscal y una contabilidad transparente, respetuosa con la legalidad, y su declaración individual de renta y patrimonio, a pesar del conflicto de intereses que suponen para el cargo y del que debía demostrar, con papeles de por medio, su total desvinculación con la corporación Trump Organization. Sus negocios son cualquier cosa menos claros y limpios, en los que se constatan estafas, como la cometida en la Universidad Trump y solventada con un pacto extrajudicial; fraudes, como los cometidos con la Fundación Trump para recaudar fondos “benéficos” que iban destinados a financiar su negocio hotelero y su campaña electoral; y corrupción, como la que investiga una demanda que lo acusa de beneficiarse con un hotel suyo, al que deriva clientes de gobiernos extranjeros durante sus visitas a Washington.

Abusador en sus negocios y en el trato con la gente, sobre la que siempre ha de resultar ganador aunque el asunto ni la relación supongan una negociación ni una competición. Menosprecia a los débiles y acosa a las mujeres, de las que se jacta de poder manosearlas en público sin que se lo impidan. Su misoginia es tan evidente que existen vídeos de sus declaraciones al respecto y de propasarse con ellas. De hecho, de su conducta sexual deriva otra cualidad que le persigue de antiguo: ser irrefrenablemente adúltero. A nadie le importa la vida íntima de un particular, pero si ese particular va a dirigir el país y controlar tu vida, a través de leyes y nombramiento de jueces con los que podrá imponer una determinada moralidad a los ciudadanos, entonces sí es relevante lo que hace, dice y piensa ese particular sentado en la Casa Blanca. Y ya se ha demostrado que Trump pagó 130.00 dólares a una actriz porno y otros 150.000 dólares a una exmodelo de Playboy, pagos que al principio negó y después reconoció como dinero suyo. Una rectificación tardía porque, aparte del adulterio, cosa que atañe exclusivamente a su esposa –una inmigrante nacionalizada-, el problema para Trump es que su exabogado personal lo incrimina como instigador de tales pagos, lo que implica un delito de financiación ilegal de su campaña electoral. De adúltero a presunto delincuente por un mismo motivo. Por mucho menos procesaron a Bill Clinton, aunque salió indemne, por mentir respecto a su affaire sexual con una becaria de 21 años en el Despacho Oval, en 1998.

Pero para mentiroso, Donald Trump, tanto que parece compulsivo. Miente en todo lo que le conviene y le afecta. Miente sobre lo cuestionable de su conducta, de la realidad migratoria que soporta su país, de la profesionalidad de los medios de comunicación cuando le critican, de la bondad o perjuicios que acarrean los tratados comerciales suscritos por EE UU, de las instituciones y leyes internacionales, del cambio climático y los problemas medioambientales, del problema que la posesión de armas de fuego representa en la sociedad norteamericana, del aislacionismo al que conducen a su país sus políticas ultranacionalistas y proteccionistas, miente sobre sus pagos a prostitutas y sobre los perjuicios que ocasionará su restricción financiera a las ayudas médicas en los más desfavorecidos, sobre sus relaciones con Putin, sobre su alineamiento incondicional con Israel y el estrangulamiento económico que aplica a los palestinos, miente en cada twitt que escribe y casi cada vez que abre la boca. Es tan adicto a la mentira que un diario de prestigio y premio Pulitzer, como The Washington Post, se ha dedicado a contabilizar las “declaraciones falsas” que pronuncia cada día el presidente. Según el periódico, de las 4 mentiras diarias que se le cazaban en sus primeros cien días en la Casa Blanca, ha pasado a 7 a finales de junio, y hasta más de 16 en los últimos meses. Casi un tercio de esas mentiras se refieren a la economía y creación de empleo, y el resto a la política exterior y la OTAN. Otras muchas, sobre asuntos personales y sus problemas con la justicia. Es habitual que los mandatarios no revelen toda la verdad de lo que saben o tratan, pero que mientan deliberada y tan abusivamente, sin que los resortes morales y éticos de la población se resientan, sólo se da en el caso de Donald Tremp, un mentiroso patológico mucho más peligroso que Nixon, el único, hasta la fecha, que fue apartado del cargo por mentir.

De su xenofobia, racismo y aporofobia poco hay que añadir a lo ya conocido, una vez contemplada su insultante campaña electoral contra la inmigración mexicana, su obsesión por levantar un muro en la frontera con aquel país, su iniciativa de separar a los hijos de sus padres para forzar la deportación de los inmigrantes, la supresión de los permisos de residencia y trabajo a los “dreamers”, tan norteamericanos o más que la propia Melania, esposa de Trump, la prohibición de entrada al país de ciudadanos de determinados países musulmanes por el mero hecho del credo religioso, y hasta la supresión de ayudas a seguros médicos de las minorías sin seguridad social. De su “supremacismo” racista hablan, cómo no, su comprensión de la actitud fascista de los autores de los sucesos de Charlottesville, su ataque a los jugadores negros que se manifiestan contra los abusos policiales, sus comentarios peyorativos sobre naciones como Haití, El Salvador y otras de África, a las que alude como “países de mierda”, y hasta su controversia con una exasesora suya en la Casa Blanca, Omarosa M. Newman, a la que insulta llamándola “perra”, y que ella revela, junto a otras “píldoras” del presidente, en un libro que ya es número uno en ventas en EE UU. No es necesario, pues, añadir nada más para descubrir la actitud de odio e intolerancia que rezuma Donald Trump.

Tampoco del nepotismo y la corrupción que forman parte de los usos de la presidencia de Trump. Es su forma habitual de trabajar desde que dirigía los negocios inmobiliarios que le han enriquecido. Siempre se ha apoyado en la familia, en especial en su hija Ivanka y su yerno Jared, convertidos ahora en altos cargos no electos de su Administración que sólo rinden cuentan al paterfamilias, sin ningún otro control. De hecho, nadie niega en Washington que Trump se beneficia personalmente de su presidencia y de las oportunidades que ofrece para sus negocios. De ahí que personas de su máxima confianza, como son sus familiares, continúen a su lado en la Casa Blanca, incluyendo a los ideólogos que le brindaron el mensaje con que atrajo al electorado ultraconservador que se refugiaba en el Tea Party, Como Stephen Bannon, enseguida “premiado” como estratega jefe de la Casa Blanca, con acceso al Consejo Nacional de Seguridad. Aunque tuvo que ser despedido a los pocos meses, por la incongruencia de su puesto en el organigrama restringido de la Seguridad Nacional, Bannon se distinguió sólo por ser el desconocido director de un portal de noticias, el  Breitbart News, donde daba rienda suelta a su ultraconservadurismo y daba pábulo a las más inverosímiles teorías conspiratorias. Ya fuera de la Casa Blanca sigue, no obstante, teniendo una influencia notable sobre un presidente cuya incapacidad intelectual lo hace creerse providencial o mesiánico, es decir, vulnerable a los halagos empalagosos de sus más cercanos “colaboradores”, a los que coloca de manera arbitraria en despachos oficiales sin más mérito que la confianza que le merecen y la lealtad que le profesan, cual organización mafiosa. Ello da lugar a un nepotismo impensable e intolerable en un país democrático como EE UU, si no fuera por la anomia de su sociedad y la amoralidad de sus máximos dirigentes.

¿Y traidor? Este es el gran interrogante, la gran cuestión que muchos se plantean en torno a Donald Trump, dado su comportamiento político, su admiración de líderes autoritarios, sus reuniones sin testigos y sin agenda con el presidente de Rusia, los encuentros de miembros de su equipo electoral con personajes rusos sospechosos de injerencia en procesos electorales, su ambigüedad en torno a la trama rusa y el espionaje al ordenador personal de la exsecretaria de Estado, Hillary Clinton, y de su desconfianza en sus propios servicios de inteligencia en relación con la investigación sobre una injerencia extranjera, ya demostrada, durante las elecciones presidenciales. Aunque es improbable que pueda ser acusado de tan grave delito, personalidades destacadas de aquella sociedad lo insinúan. John Brennan, exdirector de la CIA, califica de “traición” muchos comentarios de Trump. También, el exdirector del FBI James Comey, despedido por Trump por negarse a parar la investigación de la agencia sobre la trama rusa, afirma que el presidente había vendido a la nación. Muchos ciudadanos también lo piensan después de que el presidente de EE UU cuestionara los servicios de inteligencia de su país y apoyara la versión del mandatario ruso, tras reunirse a solas con él. Hasta senadores de su propio partido, como el republicano Bob Corker, consideran que la rueda de prensa en Helsinki entre Trump y Putin fue “triste y decepcionante”.  En cualquier caso, la traición es difícil de probar y, menos aún, condenar a un presidente por ello.

Pero de lo evidenciado de su personalidad, resulta más probable que, a causa de sus abusos, mentiras y complicidades penales, sus propios votantes acaben hartos de un ser tan amoral, imprevisible y peligroso como Donald Trump. Si no, al tiempo. 

sábado, 25 de agosto de 2018

Piensa el ladrón…


Nadie se queda con un carrito de supermercado, a menos que lo robe. Los que se apropian de lo que no es suyo, sean carritos o carros, tienen un calificativo, aunque muchos de ellos crean que hacen lo que los demás no se atreven hacer. Se equivocan: no es que los demás no tengan valor de quedarse con lo ajeno, sino que no están dispuestos a traicionar la honradez de sus conductas. Tal vez esa diferencia abstracta, la de guiarse por un código de conducta, basado en la ética y el civismo, parezca insustancial para el que ama el delito, puesto que considera que todo el mundo participa de su misma condición, que afana cuanto se le antoja. Por eso se ve en la obligación de asegurar con cadena y candado lo que, en realidad, no le pertenece, pero que protege como si fuera de su propiedad. No vaya a ser que se lo sustraigan no de un supermercado sino del medio de la acera. Su prevención no hace más que ratificar la validez del refrán: “piensa el ladrón…”. Y no, no todos somos de su misma condición, “amigo” del carrito.

viernes, 24 de agosto de 2018

Añoranza de luz y paz


A estas alturas del verano, muchos ya han disfrutado de las vacaciones mientras otros tantos se hallan inmersos en pleno deleite de ese descanso por el que no importa invertir los restantes once meses del año en una rutina laboral. Sin esta, aquel no sería posible o no se viviría con la intensidad de algo merecido y gratificante, pero breve. Las vacaciones están ligadas al trabajo como la enfermedad a la salud: no se concibe una sin la existencia de lo otro. Por eso, los que ya hemos agotado nuestra oportunidad anual de holganza reglamentaria contamos los días que faltan para las próximas y deseadas vacaciones, rememorando las últimas con la añoranza de lo irremediablemente perdido y desgarrado a la fuerza de nuestros anhelos. Recordamos ese tiempo que acaba de irse, pero que parece ya lejano, con unos ojos que mitifican lo vivido y unas sensaciones que seleccionan y engrandecen lo agradable, para que perdure en nuestras retinas un horizonte infinito de luz y paz que no deja de atraernos.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Demagogia con la migración


Dando pábulo a lo que transmiten los medios de comunicación, a las alarmas que lanzan algunos dirigentes políticos y hasta a las encuestas del CIS, parece que la migración es uno de los principales problemas que preocupa a los españoles, casi tanto como el paro o el terrorismo. Pero, ¿en realidad el fenómeno migratorio constituye un asunto que hace peligrar la convivencia pacífica y la seguridad en nuestro país, la cultura y la identidad que nos define y las oportunidades laborales o el sostenimiento de los servicios públicos que demandamos los nacionales? Nadie ofrece datos al respecto, sólo opiniones basadas en la intuición o movidas por intereses particulares que distorsionan, cuando no falsean, la realidad.

Así, se habla de “avalanchas” y de “millones de migrantes” que aguardan cruzar el Mediterráneo para alcanzar las costas europeas, como si se tratase de una invasión imposible de contener y que podría llegar a desestabilizar nuestras prósperas y confortables sociedades cual ataque de los bárbaros. Tampoco se aportan cifras comparativas de la migración ni de su proporción con respecto a la población, sino de una continua y parcial cuantificación mediática de pateras o asaltos de alambradas en Ceuta y Melilla para colegir, a reglón seguido, que una desorbitada presión migratoria desborda nuestra capacidad de acogida de unos inmigrantes que intentan acceder al continente europeo en busca de alguna oportunidad que los aleje de los riesgos que corren en sus países de origen a causa de guerras, calamidades, miseria y hambre.

De esta manera, la información que transmiten algunos medios y las declaraciones de ciertos líderes políticos contribuyen a potenciar el miedo o la acritud hacia el inmigrante, haciéndolo parecer culpable de una potencial desintegración social. Este recelo y una consecuente intolerancia son alimentados intencionadamente por movimientos populistas xenófobos, camuflados tras pretendidas aspiraciones nacionalistas, con el objetivo de generar un injustificado sentimiento de vulnerabilidad que acentúa el rechazo al inmigrante, al otro y diferente, incluso al pobre, como advirtió la filósofa española Adela Cortina, acuñando la expresión `aporofobia´ (Aporofobia, el rechazo al pobre, Paidós-Espasa editorial, Barcelona, 2017).

Detrás de esta demagogia con la migración existe una sutil y eficaz estrategia política para conquistar el poder por parte de partidos radicales de ultraderecha que desean aplicar recetas soberanistas, supremacistas, aislacionistas y hasta racistas allí donde logran gobernar, como en la Hungría de Viktor Orbán o la Italia de Giuseppe Conte y Matteo Salvini, que atentan contra los principios fundacionales de la Unión Europea y la Carta de los Derechos Humanos de la ONU. El miedo a los migrantes es, por tanto, un mecanismo demagógico constantemente propalado entre la población con el objeto de atraer el apoyo popular que necesita esa derecha intolerante e intransigente para llegar al poder, en una acción concertada que extiende una versión actualizada del fascismo nacionalista en Europa.

Es por ello que el peligro real que nos acecha, el que debería despertarnos temor y verdadera preocupación, no es la migración sino el progresivo ascenso de esa derecha populista ultranacionalista que tiene por objetivo destruir el sueño de una Europa unida, conseguida incompletamente mediante la cesión de soberanía de sus países miembros y la unión monetaria, la libre circulación de personas, capitales y mercancías, junto a unas relaciones internacionales, coordinadas desde Bruselas, basadas en la multilateralidad y la reciprocidad, que han fortalecido al Viejo Continente hasta convertirlo en la segunda potencia mundial por su capacidad política, financiera, industrial, agrícola y comercial.

Y es que apelar a las emociones, despertar bajos sentimientos y espolear instintos egoístas es sumamente fácil cuando previamente se inocula miedo e incertidumbre, exagerando un problema que no es tal, cuando se criminaliza al foráneo y se le acusa de todos nuestros males, cuando se presenta al otro como una amenaza que viene a quitarnos lo que nos pertenece, a destrozar todo lo que tenemos. Una demagogia que se dirige al segmento inseguro, desprotegido y crédulo de la población, al más vulnerable a causa de la desigualdad provocada por unas políticas económicas neoliberales y no por culpa de los inmigrantes. Todos los nacionalismos utilizan esta estrategia demagógica para lograr el refrendo de sus propósitos, ya sea entre nosotros mismos, como hacen los independentistas catalanes, o contra los migrantes, como hace la ultraderecha soberanista y xenófoba europea, y hasta contra todo el mundo, como intenta Trump con su “américa first”.

Sin embargo, ese discurso excluyente oculta, aparte de sus intenciones, que la migración no es ninguna novedad, ni siquiera es la agudización o el repunte de un fenómeno que es tan antiguo como la Humanidad. Es verdad que los intentos por arribar en Europa se incrementan notablemente durante el verano y descienden en invierno, y que se alternan años con más actividad que otros dependiendo de múltiples factores, especialmente climáticos o por coyunturas concretas en determinados países. Un discurso que obvia que es consustancial al ser humano migrar, como hicimos los españoles buscando trabajo en Alemania o Francia o refugio en México y otros países durante la Guerra Civil.
 
Por tal razón, los esfuerzos desesperados en pos de un futuro mejor al otro lado de la frontera no se detendrán por muchas vallas que levantemos o dificultades ofrezcamos en los límites fronterizos, ni por los peligros reales que encuentren en sus travesías por tierra y mar. Nada detiene a los que huyen de la miseria, la persecución, el hambre o la muerte. Se trata de una realidad que hay que afrontar con determinación y realismo, respetando nuestros propios principios éticos y protegiendo la dignidad y los derechos de los que consiguen llegar a nuestros países. No es una cuestión de ideologías, sino de Derechos Humanos o barbarie, de civilización o vuelta a tiempos tribales. Por ello, hay que actuar sin demagogia y sin manipular a la población, evitando exacerbar miedos o crear división social por conveniencia política o partidaria. Hay que combatir bulos acerca de que los españoles roban a Cataluña o los inmigrantes son presuntos delincuentes. Y hay que desmentir que constituyan una plaga que podría desestabilizar nuestra sociedad o representar un quebranto para nuestros recursos. En honor a la verdad, deberíamos subrayar la posibilidad que nos ofrecen los flujos migratorios para el enriquecimiento social, la diversidad cultural y el desarrollo económico. Hay que decir la verdad. Porque la verdad, como suele, no se deja constreñir en los estereotipos tan burdos y simplistas de los demagogos aunque sean útiles para mover pasiones, como pretenden a diario los populismos xenófobos y excluyentes.

La verdad y los datos son otros, y desmienten las voces de alarma de los empeñados en crear un problema donde no existe. A pesar de que España es el único país de Europa que tiene frontera terrestre con África, por los enclaves de Ceuta y Melilla que lindan con Marruecos, la mayoría de las entradas irregulares de inmigrantes se produce por vía marítima, mediante esas frágiles embarcaciones conocidas como pateras, atestadas de personas. Sin embargo, la inmigración por el Estrecho de Gibraltar y el mar de Alborán, tan dramática y continua como la que se produce al sur de Italia y norte de Libia, útiles ambas para el discurso demagógico y falaz, sólo supone un escaso porcentaje si se compara con la inmigración total que recibe España de manera legal, según revela en una entrevista publicada en Infolibre el profesor Antonio Izquierdo Escribano, catedrático de Sociología de la Universidad de A Coruña, basándose en datos oficiales ofrecidos por el Instituto Nacional de Estadística (INE). Los inmigrantes que entraron ilegalmente por las costas andaluzas representan poco más del diez por ciento de la inmigración anual registrada en nuestro país, una cifra perfectamente controlable que, salvo situaciones puntuales y debido, más bien, a falta de previsión por parte de los responsables gubernamentales, puede llegar a colapsar temporalmente los centros de recepción y acogida. En cualquier caso, el porcentaje de inmigrantes, legales e ilegales, en España se mantiene más o menos estable en los últimos años, en torno al 12 por ciento de la población. Y ello es así porque también salen muchos y expulsamos a bastantes. Solamente en los dos últimos años el balance poblacional ha sido positivo, tras cuatro años de descenso, según datos del INE. Es decir, ni hay presión migratoria insoportable ni supone un factor de desestabilización social o cultural, menos aun un peligro para la convivencia y la seguridad. Antes al contrario, la migración ayuda al equilibrio demográfico contrarrestando la pérdida de población, además de permitir ocupar puestos de trabajo rechazados por los nacionales y contribuir a la Seguridad Social.

Por no ser, no son siquiera subsaharianos, como podría deducirse de las informaciones periodísticas, los mayores contingentes de inmigrantes que llegan a España, a pesar de la frontera común que mantenemos con el norte de África. Venezuela, Marruecos, Colombia, Rumania y Reino Unido son los países de procedencia de la mayoría de inmigrantes. Los migrantes en situación irregular, los que no disponen de permiso de residencia y trabajo, los “sin papeles”, son, como hemos señalado, una cifra pequeña en comparación con la totalidad. Pero son los más vulnerables y los peor tratados, no sólo físicamente, sino incluso por la opinión pública, cuando en realidad no constituyen un problema de magnitud relevante. De hecho, ayudan a nuestra economía, como lo demuestran las seis regularizaciones de inmigrantes que España ha acometido en los últimos tiempos, bajo los gobiernos de González, Aznar y Zapatero, sin distinción ideológica.

Con todo, los países han de velar por sus fronteras y regular los flujos migratorios mediante políticas de control migratorio basadas en una gestión positiva de la diversidad y el respeto a los derechos humanos. Políticas que han de ser concertadas a escala continental, ya que la migración internacional no puede ser abordada con medidas nacionales, sino consensuadas con el conjunto de la Unión Europea. Sin dramatismos, demagogias ni manipulaciones tendenciosas, como hace Italia impidiendo desembarcar inmigrantes de barcos de socorro atracados en sus puertos, o como acostumbra esa ultraderecha populista y xenófoba cada vez que abre la boca. No nos dejemos engañar: el peligro que debe preocupar no es el fenómeno de la migración, sino el racismo fascista de esos populismos que intentan gobernarnos para imponer políticas aislacionistas, supremacistas y xenófobas. Hemos de estar atentos a la demagogia con la migración.

lunes, 20 de agosto de 2018

Viaje al Sol


Recientemente, la curiosidad infinita del hombre lo ha llevado enviar una sonda a achicharrarse en las cercanías, astronómicamente hablando, del Sol, dotada de escudos térmicos que teóricamente le posibilitarán, antes de derretirse, poder estudiar la estrella más próxima a nosotros del Universo y en torno a la cual gira la Tierra junto al resto de planetas del Sistema Solar. Si ya habíamos alcanzado con nuestros artefactos espaciales el helado y distante Plutón, ¿por qué no explorar también el enorme e incandescente Sol, de cuya energía depende la vida en nuestro mundo? Pues lo dicho: a pesar de todas las dificultades, el ansia insaciable de conocimiento y la capacidad técnica adquirida han empujado al ser humano a emprender una fantástica aventura científica: viajar al Sol. Una aventura que acaba de empezar.

El pasado día 12, la Agencia Aeroespacial norteamericana (NASA) lanzó al espacio la sonda Parker (en homenaje al astrofísico, todavía vivo, Eugene N. Parker, descubridor en 1958 del viento solar) a bordo de un cohete Delta IV, desde la base de Caño Cañaveral (Florida, EE UU). Una vez impulsada a la órbita prevista, la nave se separó del cohete y emprendió rumbo hacia el Sol, distante unos 150 millones de kilómetros de la Tierra, adonde espera llegar en el año 2025 para situarse a una distancia de 6,1 millones de kilómetros de su superficie. Durante los próximos siete años de viaje, la nave irá aproximándose progresivamente al Sol hasta conseguir una órbita que le permita pasar cerca de la estrella. Y para poder soportar las altas temperaturas a las que estará expuesta, la sonda va provista de un escudo protector, en forma de cono, de unos 12 centímetros de grosor y compuesto de carbono, cuya sombra protegerá los instrumentos científicos que transporta de los más de 2 millones de grados Celsius que puede alcanzar la corona solar.

Y es, precisamente, esa corona solar el objetivo primordial de la sonda que ya viaja hacia el Sol. Se trata de la capa más externa de la atmósfera solar, la cual atrae poderosamente la atención de los astrónomos, puesto que parece 300 veces más caliente que la superficie del astro, donde se registran temperaturas de más de 5.500 grados Celsius. Los científicos no entienden esa paradoja en el funcionamiento de la corona que hace que su temperatura, contra toda lógica, resulte superior a la de la masa ígnea de la superficie, pese a hallarse mucho más lejos del núcleo del astro. Este misterio es el que se intenta dilucidar con la nave solar Parker, si todo sale según lo previsto.

La misión tendrá una duración de siete años, durante los cuales la sonda realizará 24 órbitas alrededor del Sol hasta disminuir las trayectorias elípticas que la llevarán a él, de manera que consiga situarse en una órbita final comprendida entre los 110 millones de kilómetros de afelio y unos 6,1 millones de kilómetros de perihelio. Para lograrlo, la nave alcanzará una velocidad máxima de 600.000 kilómetros por hora, lo que la convierte en el vehículo espacial más veloz construido por el hombre, pero también el más ambicioso hasta la fecha, ya que su objetivo es conocer cómo funciona el Sol desde la menor distancia posible de la estrella.

La dependencia de la Tierra respecto al astro rey es indiscutible. Gracias al incesante flujo de energía procedente del Sol ha sido posible la aparición de la vida en nuestro planeta. Sin la luz y el calor que nos proporciona, las plantas, por ejemplo, no podrían llevar a cabo su función clorofílica ni los animales que dependen de la alimentación vegetal hubieran podido sobrevivir. Además, sin la descomposición y transformación de antiguas masas forestales no se hubiera producido la hulla ni el petróleo, fuentes de energía imprescindibles para nuestro desarrollo industrial y tecnológico. De igual modo, el ciclo del agua y los fenómenos atmosféricos que determinan el clima no serían posibles sin la energía del Sol, ese poderoso “quemador de átomos” en cuyo “horno” reacciones nucleares transforman el hidrógeno en helio, liberando ingentes cantidades de energía. Por todo ello, no resulta descabellado el interés que muestran los científicos por conocer con más detalle el funcionamiento del Sol, guiados por esa búsqueda de conocimiento que, en un plazo corto de tiempo histórico, no ha dejado de acompañar al hombre, permitiendo que Copérnico pudiera demostrar que la Tierra no era el centro del Universo y la hiciera circular alrededor del Sol, una más de las infinitas estrellas que pueblan el firmamento.

De ahí la fascinación que despierta la sonda Parker Solar Probe, no sólo por el reto técnico que supone, sino por posibilitar la expansión de los límites del conocimiento hasta donde nunca antes el ser humano había imaginado: hasta el mismo Sol. Bienvenidos, pues, a este viaje al Sol, un reto digno de la capacidad racional del ser humano.  

domingo, 19 de agosto de 2018

Respeto

La música ha perdido a una de sus grandes figuras con la muerte, hace pocas fechas, de Aretha Franklin. Era una cantante que contaba con ese don que la naturaleza concede con cuenta gotas a unos pocos privilegiados, haciéndola única e irrepetible. Así era Aretha, una artista que, después de cantarnos durante gran parte de nuestras vidas, ha fallecido sin que exista nadie que pueda sustituirla. Su voz, curtida con el góspel de las iglesias en su infancia, destacó entre todas por su calidad y proverbiales facultades. Ya desde los catorce años, cuando grabó un sencillo religioso, demostraba que había nacido para cantar.

Aretha Franklin poseía sobrada energía para desarrollar todo el potencial de su voz, interpretando soul y aquella "nueva" música que Otis Redding, Ray Charles o Sam Cooke estaban transitando, pero sin imitarlos, sino imponiendo su propia personalidad y su especial sensibilidad musical, derivada de su formación pianística. Por eso, Aretha cautivaba, te dejaba hechizado al escuchar las frases susurradas o los gritos agudos que era capaz de entonar cuando lo requería la melodía. El respeto como artista y como persona lo tiene más que merecido. Era única. Recordémosla en esta coreografía con los Blues Brothers.

viernes, 17 de agosto de 2018

Otoño en agosto

     
El impaciente otoño ha irrumpido, intempestivamente, durante un día en este agosto de verano tardío y ha amordazado de nubes al Sol para que una húmeda añoranza gris se apodere de los sentidos. Fue una ilusión traicionera que hizo a muchos maldecir la extraña pero vigorosa brevedad de la luz y el calor, y a otros precipitarse en la alegría de los cielos encapotados y las hojas amarillentas. Un otoño tan fugaz como un suspiro pero tan irreal como un espejismo, puesto que el azul volvió a cubrir el paisaje y las chicharras continuaron llenando el aire con sus cantos estridentes. Pero, al menos, durante un día, tuvimos la certeza de que, tarde o temprano, todo cambia sin detenerse y nada es inmutable. También nosotros. Afortunadamente.

miércoles, 15 de agosto de 2018

“Religión política” y Memoria Histórica

El filósofo y crítico político Ignacio Sánchez Cámara citaba en uno de sus artículos periodísticos al pensador francés Condorcet para advertir, como hizo el girondino, sobre la tendencia de todo poder a imponer sobre los individuos las creencias que le convienen. Avisaba del peligro que esta actitud del poder representa para la libertad del individuo, porque “a partir del momento en que es el poder el que dice al pueblo lo que hay que creer, nos encontramos con una especie de religión política, apenas preferible a la anterior”. Y ello es así desde el mismo instante en que el poder presenta como dogma inmutable o, peor, como verdades científicas sus propias decisiones políticas. Pocos ciudadanos rebatirían estas advertencias de ambos pensadores ante el ejercicio de la política y la actitud de los gobernantes en los últimos tiempos. Para algunos, la nación “católica” y el liberalismo económico son dogmas irrefutables, y, para otros, la igualdad social y el Estado intervencionista son también verdades insoslayables. Es cierto que, amparándose en estas cautelas generales, Sánchez Cámara se basaba en las citas de Condorcet para cuestionar la competencia del Gobierno a la hora de promover la Ley de Memoria Histórica, asegurando que “la interpretación de los hechos históricos compete a los historiadores, no a los gobernantes”. Y algo de razón tiene.

Las cuestiones históricas, religiosas o morales, para seguir con algunos de los ejemplos señalados por el crítico español, no se dirimen ni en Parlamentos ni por los Gobiernos, pero ellos están capacitados para promover iniciativas que intenten ser coherentes con la realidad histórica, la libertad de credos o la ética cívica, corrigiendo en lo posible las versiones interesadas o las costumbres impuestas por los poderes dominantes durante determinado tiempo. Porque no es imponer por la fuerza una verdad, sino facilitar que esa verdad pueda ser alcanzada por la razón, sin obstáculos mantenidos por mor de las tradiciones o las versiones acuñadas por los vencedores y las élites dominantes. Tampoco es “reformar las mentes de los ciudadanos” eliminar del callejero los nombres de personajes que se distinguieron por usar la violencia extrema contra la legalidad, coartar la libertad de los ciudadanos, violar los derechos humanos, constituir y formar parte de gobiernos reaccionarios y perseguir y criminalizar a sus compatriotas por motivos políticos, religiosos o hallarse, simplemente, en el lado equivocado de la contienda. Del mismo modo que permitir que la dignidad de los inocentes vencidos, humillados además con la doble losa del olvido y el desinterés político, no es en absoluto una patología propia de gobernantes totalitarios, sino una actitud loable y necesaria de justicia histórica y moral. Es, en definitiva, facilitar que la razón alcance también la verdad por vías cotidianas (la nomenclatura de un callejero, las estatuas y símbolos en las ciudades, los museos y sitios históricos) y no sólo a través de las académicas, asequibles a una minoría con formación.

“Religión política” es, además de imponer como dogma lo que convenga al poder de turno, impedir a toda costa que la verdad pueda ser conocida por la ciudadanía, al no intentar erradicar la “soberanía sobre los hechos del pasado” que otros impusieron y mantuvieron durante décadas, mientras detentaron el poder de forma legítima o por la violencia. Por eso, aunque comparto las cautelas expresadas por el pensador francés y el español ante el peligro que representa para la libertad toda “religión política”, me temo que es participar del mismo dogmatismo mostrar rechazo visceral a la iniciativa del Gobierno y el Parlamento por promover una Ley de Memoria Histórica en España, donde todavía permanecen en fosas comunes por descubrir, en todo el territorio nacional, víctimas inocentes del odio y la irracionalidad de una guerra fratricida y el fascismo de nuestro pasado reciente.
 
Es bastante probable que la verdad ya esté inscrita en los libros de historia, pero todavía tiene que transitar, sin miedo ni obstáculos, por la calle para que los ciudadanos tengan posibilidad de vislumbrarla y alcanzarla por medio de la razón. Esa razón que nos permite distinguir la libertad y tomar partido por ella, sin que nos la concedan caritativamente ni tengamos que mendigarla penosamente, ya que la libertad, según la cita de don Quijote que reproduce el filósofo español, es aquello por lo que merece la pena arriesgar la vida.   

lunes, 13 de agosto de 2018

Deconstruyendo las religiones

Hablar de religión –o religiones, pues hay varias- es hacerlo de una creencia subjetiva, no de un hecho objetivo ni de algo natural. Las religiones son constructos imaginarios de los seres humanos que, más allá de las supersticiones y mitos que las conforman, tienen una enorme repercusión cultural y social, también política, en la vida individual y colectiva del hombre. La religión, toda religión, se basa en una entelequia sobrenatural, es decir, en creencias en cosas indemostrables, como Dios, espíritus, paraísos, infiernos, resurrección de los muertos y hasta ángeles buenos y malos. Por ello, la religión es radicalmente incompatible con la ciencia y la razón, instrumentos que permiten el conocimiento de la realidad, mediante el pensamiento racional y el procedimiento científico, en base a hechos verificables y demostrables empíricamente, más allá de toda duda racional. Por tal motivo, la religión es un artefacto cultural -como la pintura, la novela o el teatro- y no una verdad científica -como la ley de la gravedad- ni un ente natural -como las piedras o las nubes-. Las religiones son inventos humanos y, por ende, se inscriben en la historia cultural –o, si se quiere, la historia religiosa- de la humanidad. Y sirven para lo que sirven, para ofrecer una función consoladora o una respuesta, inverosímil pero emocional, a la orfandad existencial del ser humano, el único animal consciente que se plantea el sentido de su existencia.

Las grandes religiones monoteístas (el judaísmo y sus derivados: el cristianismo y el islamismo) provienen de mitos orientales, adaptados a las necesidades imaginativas del antiguo Egipto, los pueblos nómadas del Cercano Oriente, Grecia y Roma, los cuales reelaboraron apócrifamente leyendas, historias fantásticas, epopeyas, códigos de costumbres, aforismos y cosmogonías primitivas, etc., que poco o nada tienen que ver con la historia ni la geografía del Occidente bíblico. De ahí que Borges se refiriera a los orígenes no occidentales de las religiones monoteístas, afirmando que los libros sagrados eran “del todo ajenos a la mente occidental”. Pero, aunque compartieran orígenes, existía una gran diferencia: las mitologías persas, chinas o hindúes no aspiraban a ser únicas y verdaderas, ni siquiera religiones en el sentido convencional del término, sino escuelas de sabiduría, de moral y de actitudes ante la vida mediante ejercicios espirituales y físicos. Y sus fundadores no se consideraban seres divinos ni intermediarios exclusivos de la divinidad, sino hombres sabios, consejeros espirituales o maestros morales.

En cualquier caso, la creencia en la trascendencia y lo sobrenatural es algo que precede a las religiones, en forma de animalismo, magia o fetichismo que suponen una etapa previa a la creencia religiosa, y responde a una necesidad psicológica del ser humano que lo lleva a cuestionar su existencia. Lo relevante de las tres religiones monoteístas, que reconocen su origen en Abraham, es su expansión universal, debido principalmente a su relación con el poder político. El afianzamiento de estas religiones, que aún hoy siguen compitiendo y procurando ser más fuertes, no proviene de sus mensajes de paz y amor, sino de relaciones espurias con emperadores, reyes, guerreros y gobernantes, junto a los cuales pudieron utilizar la fe ingenua que mueve a los creyentes mediante la obediencia acérrima al clero y la sumisión a la doctrina de las jerarquías eclesiásticas y, cómo no, civiles. Todas las religiones han procurado la autoridad indiscutible de papas, rabinos, imanes o ayatolás sobre la sociedad y el poder civil de cada época. De ahí que ninguna de ellas sea partidaria de la consolidación de Estados laicos, aún sean escrupulosamente respetuosos con todos los credos, donde estén garantizados por ley la tolerancia, la libertad y el respeto a los Derechos Humanos. Son beligerantes sobre su poderío terrenal, aunque su reino no sea de este mundo.

Este es, nada menos, el asunto que aborda en su libro, Dios en el laberinto, crítica de las religiones (editorial Debate), Juan José Sebreli, conocido intelectual argentino que, más que adherirse a una disciplina especializada, cultiva la filosofía, la sociología, la teoría política y, naturalmente, la teología. A sus 88 años, ha querido legar una revisión integral, monumental y despiadada de lo religioso, lo sagrado y lo divino desde el punto de vista científico, filosófico, político, teológico y literario. Agnóstico por honestidad racional, Sebreli reconoce no poder declararse ateo porque no puede negar ni afirmar con certeza algo que no puede (de)mostrar. Por eso considera que la religión seguirá existiendo mientras la ciencia no llegue a encontrar solución a todos los misterios del Universo, aunque el margen sea cada vez más pequeño. Ello es así porque el religioso, como sostenía Hume, cree saber lo que no puede contestar el científico, aunque ignore lo que el científico conoce. Y como no hay pruebas ni para el teísmo ni para el ateísmo, la actitud más honesta es, según Sebreli, la lucidez y la modestia de aceptar lo mucho que todavía se ignora y tener el coraje de decir “no sé”, una ignorancia consciente de sí misma y una sabiduría conocedora de sus límites. Es decir, un agnosticismo como actitud del pensamiento.

Se trata, pues, de un libro que recomiendo enfáticamente a quienes cuestionan todo dogma y desconfían del irracionalismo, sea económico, político o religioso. Un libro que me ha enriquecido este verano.

viernes, 10 de agosto de 2018

¿Existe una Fundación Franco?

¿Es posible que un país que hace 40 años transitó a la democracia consienta la existencia de una fundación para honrar la memoria del dictador que inició una guerra fratricida e impuso un régimen abyecto y reaccionario? ¿Acaso la legalidad constitucional puede amparar, en nombre de la democracia, que se constituya cualquier asociación cuyo objetivo sea el enaltecimiento de figuras que se sublevaron y levantaron en armas contra la legalidad de su época, y tolerar que se difunda, promueva y sea objeto de estudio el pensamiento, la vida y la obra de quien estableció un gobierno dictatorial y represivo? ¿No se puede aplicar a la Fundación Nacional Francisco Franco una Ley de Memoria Histórica que persigue el reconocimiento de las víctimas del franquismo y su derecho a la verdad, la justicia y la reparación, con el fin de rescatarlas del olvido y del sectarismo que los vencedores ejercieron sobre los vencidos de aquella guerra y la dictadura consiguiente? ¿Es concebible una fundación de esa naturaleza, con derecho a subvenciones para el desarrollo de sus actividades, que homenajee y guarde memoria de Hitler en Alemania, de Mussolini en Italia, de Salazar en Portugal, de Pinochet en Chile, de Videla en Argentina y de tantos otros energúmenos criminales similares a Franco en España? ¿Puede un país sano, reconciliado y democrático consentir que se ensalce a quien dividió la sociedad, fusiló a cuantos consideró enemigos e impidió la democracia y la libertad?

¿No va contra toda objetividad histórica la existencia de entidades dedicadas a tergiversar la Historia con versiones edulcoradas que manipulan los hechos con la intención de convertir en referentes morales a personas que han protagonizado sus más negras páginas, violando sin recato los derechos humanos? ¿Qué hace un monumento supuestamente religioso y una fundación supuestamente cultural en memoria de tan sanguinario personaje y sus cómplices y colaboradores?  ¿Es que acaso como pueblo no somos capaces de reconocer un pasado vergonzoso, de llamar a las cosas por su nombre y defender con orgullo la democracia que nos reconoce en igualdad y libertad frente a nostálgicos de pesadillas que enfrentaron a los españoles y de los adalides de tiempos oscuros de opresión que hay que conocer pero no maquillar ni enaltecer? ¿Cuándo la verdad, la justicia y la honestidad histórica brillarán en nuestra pusilánime democracia, que no tiene arrestos de enfrentarse desde las ideas y la legalidad contra los que persiguen despreciarla y aniquilarla?

¿Cómo, si están prohibidos los actos de odio y se castigan como delitos cualquier iniciativa que haga apología del terrorismo, de la violencia y del enfrentamiento entre los españoles, una fundación que reivindica todo ello desde el enaltecimiento del máximo responsable que promovió una guerra e impuso la opresión y la división en bandos irreconciliables de los españoles, no está prohibida y castigada penalmente? ¿Cómo es posible que en España no esté tipificado como delito el franquismo del mismo modo que el nazismo en Alemania? ¿Por qué se tolera la exhibición de símbolos y gestos de aquel régimen dictatorial con total impunidad? Si en Italia y Alemania se considera delito el simple saludo fascista, ¿qué impide en España erradicar cualquier apología del franquismo? Aunque sea humano que familiares y simpatizantes pretendan, a titulo particular, recordar y guardar los restos de sus deudos, es higiénico socialmente impedir y prohibir todo reconocimiento, homenaje y actos de enaltecimiento de un dictador y su grupo de golpistas, ejemplos despreciables y nefastos de nuestra historia.

Por ello, no se comprende que, a estas alturas de nuestra mayoría de edad democrática, persistan las muestras de admiración y vasallaje hacia un dictador que jamás se arrepintió de sus crímenes ni del odio que sembró entre los españoles. Ni que, por cuestiones legales o intereses ocultos, no se impida a los herederos directos del dictador seguir disfrutando del botín de guerra que atesoró mientras confundía el país con su patrimonio y propiedad, y que obligó a sus súbditos a rendirle pleitesía mediante dádivas en demostración forzosa de gratitud por su “providencial” levantamiento nacional desde la traición, el odio y el rencor. Por eso nos preguntamos con asombro, ¿existe aún una Fundación Francisco Franco en España? ¿Existen fundaciones empeñadas en ensalzar la memoria de personajes que destacaron por infligir el odio y la muerte entre los españoles? ¿Hay derecho a tolerar la existencia de asociaciones y fundaciones que glorifican la ideología fascista? ¿Hasta cuándo?

miércoles, 8 de agosto de 2018

Soñar recuerdos


El verano avanza inquieto y las vacaciones quedan prendidas del último atardecer que la nostalgia hace revivir entre recuerdos de días azules y horas tiernas. La luz tenue de las farolas alumbra un horizonte infinito salpicado de nubes suspendidas en la memoria del que sueña despierto con un mar y un cielo que disputan el mismo color esperanza del mañana. El tiempo no se detiene en la arena ni en las canas a las que peinan los vientos con traviesa intención desaliñada. Solo el amor, como la luz, alimenta el ánimo insatisfecho de quien aguarda otra oportunidad para esa felicidad que se escabulle siempre en el ocaso de lo breve, pero deseado. Cada año buscamos una añoranza de lo que fuimos para tomar impulso hacia lo que seremos, sin dejar de ser nunca lo que en realidad somos. Soñadores de recuerdos perdidos en el devenir de una existencia consciente, sabedora de que la vida es un suspiro que hay que aprovechar. Como estos días de atardeceres narcóticos. 

lunes, 6 de agosto de 2018

Serpientes de verano


Esta primera semana de agosto ha sido fértil en acontecimientos, pero han sido dos, fuegos forestales y encuestas del CIS aparte, los que han acaparado la atención de los medios de comunicación y los debates de la gente: la huelga en el sector del taxi y la salida de prisión, tras cumplir condena, del sanguinario etarra Santi Potros. Cualquier otro hecho no ha tenido oportunidad de existir puesto que no se ha visto reflejado en los titulares periodísticos ni en los vídeos de los telediarios. Así se construye la realidad sobre la que nos hacen interesarnos.

Sobre el manido conflicto del taxi y las empresas de vehículos de transporte con conductor (VTC), que ha motivado una huelga salvaje y desproporcionada, convendría reflexionar un poco, no vaya a ser que, en nombre del derecho al trabajo de los taxistas, se esté defendiendo un oligopolio e impidiendo la libre competencia, tan necesitada en el sector. Máxime si, incluso albergando grandes dosis de razón de su parte, los métodos empleados por los taxistas, con quema de vehículos VTC, agresiones a sus conductores y otras salvajadas intolerables, les lleva a perder toda legitimidad con que justificar la paralización de un servicio público como forma de chantaje en su negociación con el Gobierno. ¿Y qué es lo que piden los taxistas? Que se respete la ley de 2015 que les garantizaba la proporción de un VTC por cada 30 taxis, pero que se ha visto superada por sentencias judiciales que han permitido una proporción real de uno a siete. ¿Y por qué aquella proporción? Pues para dar ventaja y seguridad al taxi tradicional frente a un servicio que lo supera en calidad, profesionalidad, disponibilidad y precio. Para ello, arguyen costes e impuestos, cuando ambos servicios adquieren sus licencias mediante tasas administrativas (normalmente municipales) de relativo importe (distinto es adquirir tales licencias en el mercado secundario, comprándosela a quien ya la poseía) y han de pagar impuestos, mantenimientos de vehículos y gastos de seguridad social semejantes. ¿Dónde radica, entonces, la supuesta afrenta desleal que dicen sufrir los taxistas? En tener que competir, debiendo repartirse la “tarta” entre todos, para ganarse a los clientes. No están acostumbrados a ello porque conforman un mercado que sólo los taxistas administraban en condiciones prácticamente de monopolio, y que no desean compartir ni competir con nadie. No se dan cuenta de que tienen la guerra perdida por mucho que griten, bloqueen ciudades y se comporten cual energúmenos, como suelen hacer cuando se disputan entre ellos mismos terminales privilegiadas, como la de los aeropuertos. Ya lo intentaron los estibadores y tuvieron que aceptar una transición hacia la liberalización de su nicho de mercado. Ahora les toca a los taxistas, que disfrutan de la concesión de explotación de un negocio que se desarrolla en un espacio que depende y regula la Administración. De ahí que el Gobierno derive la solución del conflicto hacia las Comunidades Autónomas que tienen transferidas estas competencias. ¿Y qué va a pasar en septiembre? Pues, si hay sensatez, se impondrá el diálogo y acuerdos beneficiosos para ambas partes, previa cesión por parte de todos los implicados. Si no, huelgas y chantajes hasta que los ciudadanos se harten y el orden público haya que imponerse, si fuera necesario, por la fuerza. Al taxi le falta calidad, el valor añadido que ofrecen los VTC para el mismo servicio. Es lo que exigimos los usuarios de cualquier servicio, público o privado. Hay que proteger al sector del taxi, pero modernizándolo y haciéndolo competitivo, no encapsulándolo entre normas antiguas de oligopolio.

La otra noticia en boca de todos es la excarcelación de Santiago Arróspide Sarasola, alias Santi Potros, el inductor  de más de 40 asesinatos en atentados terroristas, entre ellos el de Hipercor de Barcelona, después de cumplir 31 años entre rejas de condena (18 en España y 13 en Francia). La mayoría de las opiniones se manifiesta en contra de una excarcelación que viene condicionada por la aplicación estricta de la legalidad penal y penitenciaria. El etarra, de 70 años, salía de la cárcel de Salamanca sin grandes recibimientos (sólo su mujer y dos familiares) y sin hacer declaraciones, como corresponde a un vencido completamente, tras la derrota definitiva de la banda ETA a la que pertenecía como pistolero, del que no se espera siquiera signos de arrepentimiento y culpa. Carece de moral para tan nobles y elevados sentimientos. Los de ETA se han visto obligados a dejar de matar y pagar por sus asesinatos, sin obtener ninguno de sus supuestos propósitos. Ha sido una victoria contundente de la democracia española y de los pacíficos amantes de la ley. Sin embargo, sectores recalcitrantes de la derecha, dispuestos otra vez a manipular los sentimientos de las víctimas del terrorismo, aprovechan la ocasión para denunciar, no el triunfo de la Justicia y del Estado de Derecho, sino el escaso, a su juicio, coste penal que supone a cualquier terrorista asesinar en España, país que no contempla la cadena perpetua ni la condena a muerte. Como si eso fuera una debilidad de nuestro Estado de Derecho y de nuestra entereza cívica y ética. Y advertir de que no tolerarán “ni acercamientos de presos –a cárceles del País Vasco- ni homenajes a etarras”, como si tal fuese la voluntad del Gobierno, cuando lo primero corresponde al fin de la dispersión y al respeto de Derechos Humanos en casos particulares, y lo segundo no fuese ajeno a la actuación gubernamental, que velará, en todo caso, por impedir cualquier acto de exaltación de la violencia y de apología del terrorismo. Llama la atención que esa misma derecha, tan exigente en el endurecimiento penal y la intransigencia vengativa aunque sean contrarios a la legalidad vigente, no recuerde que fue la que flexibilizó la política penitenciaria y acercó presos al País Vasco cuando convino al expresidente José María Aznar y su ministro de Interior Jaime Mayor Oreja, entre 1996 y 2000, ambos ahora adalides infatigables del rigor sin contemplaciones.

Y es que, tanto la conflictividad laboral como la manipulación emotiva que genera todo lo relacionado con el terrorismo, sirven a los propósitos inmediatos del interés partidista, sea desde la oposición o del Gobierno. Y por ello ocupan, por iniciativa propia o dirigida, la atención preferente de los medios de comunicación y, por extensión, del debate de la opinión pública. ¿Son los asuntos más importantes y trascendentales que preocupan a los españoles a estas alturas de agosto? Lo dudo, porque continúan los casos de corrupción en el sistema político institucional y partidista, la temporalidad laboral y la precariedad salarial siguen sin erradicarse, la desigualdad permanece firmemente instalada en la sociedad, la violencia machista asesina mujeres cuando le viene en gana y la educación de las futuras generaciones es inseparable del sectarismo ideológico y el adoctrinamiento religioso. Pero, mientras tanto, hablamos de los taxistas y de la salida de la cárcel del etarra de marras como asuntos prioritarios de la actualidad. Nos quedan serpientes de verano para rato.

sábado, 4 de agosto de 2018

Agosto infernal


No era “normal” un mes de julio tan fresco, tan agradable que todos temíamos una irrupción del calor cuando más confiados estuviéramos. Y como esperábamos, agosto se ha presentado no sólo con calor, sino con la primera ola de un calor con temperaturas superiores a las habituales en esta fecha. De un día para otro, pasamos de la benignidad de julio a la malignidad calorífica de agosto, lo que ha desatado los primeros fuegos forestales que ya han calcinado cientos de hectáreas y las primeras muertes a causa de insolaciones y golpes de calor. Agosto, pues, se comporta de manera infernal, como si tuviera intención de cobrarse lo que julio nos había regalado: el relajo de las temperaturas veraniegas. Una lengua de fuego recorre desde entonces el sur y el oeste de la península haciendo saltar los termómetros por encima de los 45 grados centígrados. Ni las temperaturas nocturnas descienden lo suficiente para que podamos conciliar el sueño sin estar bañados en sudor. Las calles y los edificios no terminan nunca de irradiar calor cuando ya el Sol asoma por el horizonte de un nuevo día y vuelve a recalentarlos para convertirlos en hornos en los que nos sentimos asados como sardinas. Y los aires acondicionados no dan abasto para combatir tanto calor, alegrando las expectativas de las compañías eléctricas. Al parecer, el aire asfixiante continuará quemando nuestros pulmones hasta mediados de la semana próxima. ¿No echábamos de menos el calor? Pues ha venido agosto para darnos taza y media.

viernes, 3 de agosto de 2018

Derecho a “irse” con dignidad

Por fin, España contará en breve, si el proyecto del nuevo Gobierno sale adelante (aunque el recién “elegido” líder del PP ya se ha posicionado en contra de la iniciativa), con una ley que permitirá la eutanasia, es decir, el derecho a decidir, sin que sea castigado penalmente (para ello deberá modificarse un artículo del Código Penal que califica de delito ayudar a otra persona a morir), poner fin a la vida cuando se sufren especiales padecimientos físicos y/o psíquicos insoportables que la medicina no puede evitar. La deontología médica, la moral judeocristiana y la ideología conservadora tradicional impedían hasta ahora cualquier medida legislativa que considerara siquiera la interrupción de tratamientos paliativos que aceleraran la defunción de un enfermo terminal y en estado de vida suspendida, prácticamente agónico. Este fue, precisamente, el argumento utilizado contra el anestesista Luis Montes, del Hospital Severo Ochoa de Leganés (Madrid), acusado en 2005 por el gobierno madrileño de Esperanza Aguirre de aplicar sedaciones que habrían causado la muerte de 73 pacientes terminales. Ni qué decir tiene que fue absuelto, años después, por la Justicia, aunque el daño a su reputación y a las instituciones ya estaba consumado. Blandiendo una excusa ética –y falsa-, los responsables de Sanidad de aquel gobierno conservador libraban una lucha por la privatización de los hospitales públicos, previo deterioro de su prestigio y de la confianza de los usuarios en sus profesionales.

Pero ni el político manipulador ni el médico que esgrime su código deontológico se ponen en la piel del enfermo terminal. No facilitar la muerte en determinados padecimientos terminales tiene un componente ideológico, perfectamente respetable en el ámbito personal mientras no se pretenda imponer a los demás. Más que al uso de la razón, la actitud renuente a la eutanasia obedece a una creencia religiosa que estima que la muerte ha de venir de la mano de Dios, al que se supone dador de la vida. Nadie puede ser tan insensible ante un enfermo que, sin esperanzas de vida, soporta padecimientos terminales que le llevan preferir acelerar su muerte a tener que sufrir más. No se trata de un capricho ni de una moda, sino de reconocer la libertad de “irse” de este mundo a quien se trajo sin consultarle (que somos todos) y está condenado a padecer penalidades, dolores y limitaciones que le impiden transitar la etapa final de su vida sin sufrimientos insoportables.

Y ello es tanto más evidente cuanto más se conoce de esta situación, detrás de la cual existen personas, no seres anónimos, que permanecen encamadas con la piel ulcerada por la inmovilidad, soportando tubos y catéteres que penetran casi todos los orificios orgánicos, que sólo respiran gracias a la asistencia de una máquina, reciben sueros y antibióticos para nutrir un cuerpo consumido y evitar infecciones, con progresivos daños que se extienden por todo su organismo y que están a la espera del fallo de un órgano vital que apague su vida. A la mayoría de estos pacientes se le induce un estado de coma y sedación para que soporten los dolores y padecimientos a que están condenados, o porque tienen daños cerebrales irreversibles. Sus males no pueden ser ya erradicados por la medicina, que se limita a mantener la vida vegetativa de un ser que, si fuera consciente de su situación y estado, comprendería estar atravesando el último capítulo de su vida y agradecería le ahorraran sufrimientos innecesarios. Desearía una muerte digna, no el ensañamiento terapéutico.  

Con todo, condicionamientos legales y éticos limitarán el derecho a la eutanasia a casos extremos en que, tras informes médicos que lo corroboren, los pacientes en situación terminal no tengan ya esperanzas terapéuticas de reversión de su enfermedad y de supervivencia sin sufrimiento. Por ello, la ley que promueve el Gobierno sólo contempla que se podrá solicitar la eutanasia en sólo dos supuestos: por enfermedad grave e incurable y por discapacidad grave crónica. En ambos casos, el paciente contará con hasta una segunda opinión médica y deberá pasar por las comisiones éticas de su comunidad autónoma. El largo y penoso proceso de deterioro al que se ven sometidas las personas que sufren estos padecimientos hace que decidan por sí mismas cuándo y cómo morir para evitar el encarnizamiento terapéutico que medicaliza su sufrimiento pero no lo elimina, sólo combate el dolor. La ley les reconocerá ese derecho a poner fin a su vida por decisión voluntaria y consciente.

Y es que la libertad del individuo es un bien superior al derecho que tiene el Estado de amparar la vida de todos, pero sin imponer el deber de vivir a alguien en contra de su propia voluntad. La ley de eutanasia no autoriza el suicidio libre de cualquiera, sino que posibilita que pacientes con enfermedades terminales y discapacidades crónicas puedan elegir, no entre vivir y morir, sino entre morir en medio del sufrimiento o morir en paz cuando ellos decidan. Porque morir, además de lo físico o biológico, es también algo cultural, psicológico, religioso y social. Y para muchos de estos pacientes, atormentados por un dolor físico y mental, y atrapados en el sufrimiento de las incapacidades orgánicas, psíquicas, sociales y familiares, su muerte cultural y social ya se ha producido, sólo aguardan la muerte física, que se retarda por esa obstinación terapéutica de los facultativos y por el tabú con que se asume todavía la muerte por determinadas mentalidades y creencias.

Yo lo tengo claro: cuando me vea en tales situaciones, siendo carne de hospital, confío en haber expresado mi deseo de que no se alargue innecesariamente mi vida, y se me permita elegir cómo y cuándo exhalar mi último aliento o, si no he tenido tiempo de cumplimentar la burocracia, se reconozca a mi familia –conocedora de mi voluntad- decidir ese trance. Si al final todos vamos a morir inexorablemente, hagámoslo al menos con dignidad y elegancia.