Pero ni el político manipulador ni el médico que esgrime su
código deontológico se ponen en la piel del enfermo terminal. No facilitar la
muerte en determinados padecimientos terminales tiene un componente ideológico,
perfectamente respetable en el ámbito personal mientras no se pretenda imponer
a los demás. Más que al uso de la razón, la actitud renuente a la eutanasia obedece
a una creencia religiosa que estima que la muerte ha de venir de la mano de
Dios, al que se supone dador de la vida. Nadie puede ser tan insensible ante un
enfermo que, sin esperanzas de vida, soporta padecimientos terminales que le
llevan preferir acelerar su muerte a tener que sufrir más. No se trata de un
capricho ni de una moda, sino de reconocer la libertad de “irse” de este mundo
a quien se trajo sin consultarle (que somos todos) y está condenado a padecer
penalidades, dolores y limitaciones que le impiden transitar la etapa final de
su vida sin sufrimientos insoportables.
Y ello es tanto más evidente cuanto más se conoce de esta
situación, detrás de la cual existen personas, no seres anónimos, que
permanecen encamadas con la piel ulcerada por la inmovilidad, soportando tubos
y catéteres que penetran casi todos los orificios orgánicos, que sólo respiran
gracias a la asistencia de una máquina, reciben sueros y antibióticos para nutrir
un cuerpo consumido y evitar infecciones, con progresivos daños que se
extienden por todo su organismo y que están a la espera del fallo de un órgano
vital que apague su vida. A la mayoría de estos pacientes se le induce un
estado de coma y sedación para que soporten los dolores y padecimientos a que
están condenados, o porque tienen daños cerebrales irreversibles. Sus males no
pueden ser ya erradicados por la medicina, que se limita a mantener la vida vegetativa
de un ser que, si fuera consciente de su situación y estado, comprendería estar
atravesando el último capítulo de su vida y agradecería le ahorraran sufrimientos
innecesarios. Desearía una muerte digna, no el ensañamiento terapéutico.
Con todo, condicionamientos legales y éticos limitarán el
derecho a la eutanasia a casos extremos en que, tras informes médicos que lo
corroboren, los pacientes en situación terminal no tengan ya esperanzas
terapéuticas de reversión de su enfermedad y de supervivencia sin sufrimiento.
Por ello, la ley que promueve el Gobierno sólo contempla que se podrá solicitar
la eutanasia en sólo dos supuestos: por enfermedad grave e incurable y por
discapacidad grave crónica. En ambos casos, el paciente contará con hasta una segunda
opinión médica y deberá pasar por las comisiones éticas de su comunidad
autónoma. El largo y penoso proceso de deterioro al que se ven sometidas las
personas que sufren estos padecimientos hace que decidan por sí mismas cuándo y
cómo morir para evitar el encarnizamiento terapéutico que medicaliza su
sufrimiento pero no lo elimina, sólo combate el dolor. La ley les reconocerá
ese derecho a poner fin a su vida por decisión voluntaria y consciente.
Y es que la libertad del individuo es un bien superior al
derecho que tiene el Estado de amparar la vida de todos, pero sin imponer el
deber de vivir a alguien en contra de su propia voluntad. La ley de eutanasia
no autoriza el suicidio libre de cualquiera, sino que posibilita que pacientes
con enfermedades terminales y discapacidades crónicas puedan elegir, no entre
vivir y morir, sino entre morir en medio del sufrimiento o morir en paz cuando
ellos decidan. Porque morir, además de lo físico o biológico, es también algo
cultural, psicológico, religioso y social. Y para muchos de estos pacientes,
atormentados por un dolor físico y mental, y atrapados en el sufrimiento de las
incapacidades orgánicas, psíquicas, sociales y familiares, su muerte cultural y
social ya se ha producido, sólo aguardan la muerte física, que se retarda por
esa obstinación terapéutica de los facultativos y por el tabú con que se asume
todavía la muerte por determinadas mentalidades y creencias.
Yo lo tengo claro: cuando me vea en tales situaciones,
siendo carne de hospital, confío en haber expresado mi deseo de que no se alargue
innecesariamente mi vida, y se me permita elegir cómo y cuándo exhalar mi
último aliento o, si no he tenido tiempo de cumplimentar la burocracia, se reconozca
a mi familia –conocedora de mi voluntad- decidir ese trance. Si al final todos
vamos a morir inexorablemente, hagámoslo al menos con dignidad y elegancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario