Dando pábulo a lo que transmiten los medios de comunicación, a las alarmas que lanzan algunos dirigentes políticos y hasta a las encuestas del CIS, parece que la migración es uno de los principales problemas que preocupa a los españoles, casi tanto como el paro o el terrorismo. Pero, ¿en realidad el fenómeno migratorio constituye un asunto que hace peligrar la convivencia pacífica y la seguridad en nuestro país, la cultura y la identidad que nos define y las oportunidades laborales o el sostenimiento de los servicios públicos que demandamos los nacionales? Nadie ofrece datos al respecto, sólo opiniones basadas en la intuición o movidas por intereses particulares que distorsionan, cuando no falsean, la realidad.
Así, se habla de “avalanchas” y de “millones de migrantes”
que aguardan cruzar el Mediterráneo para alcanzar las costas europeas, como si se
tratase de una invasión imposible de contener y que podría llegar a
desestabilizar nuestras prósperas y confortables sociedades cual ataque de los
bárbaros. Tampoco se aportan cifras comparativas de la migración ni de su proporción
con respecto a la población, sino de una continua y parcial cuantificación mediática
de pateras o asaltos de alambradas en Ceuta y Melilla para colegir, a reglón
seguido, que una desorbitada presión migratoria desborda nuestra capacidad de
acogida de unos inmigrantes que intentan acceder al continente europeo en busca
de alguna oportunidad que los aleje de los riesgos que corren en sus países de
origen a causa de guerras, calamidades, miseria y hambre.
De esta manera, la información que transmiten algunos medios
y las declaraciones de ciertos líderes políticos contribuyen a potenciar el
miedo o la acritud hacia el inmigrante, haciéndolo parecer culpable de una potencial
desintegración social. Este recelo y una consecuente intolerancia son alimentados
intencionadamente por movimientos populistas xenófobos, camuflados tras
pretendidas aspiraciones nacionalistas, con el objetivo de generar un
injustificado sentimiento de vulnerabilidad que acentúa el rechazo al inmigrante,
al otro y diferente, incluso al pobre, como advirtió la filósofa española Adela
Cortina, acuñando la expresión `aporofobia´ (Aporofobia, el rechazo al pobre, Paidós-Espasa editorial,
Barcelona, 2017).
Detrás de esta demagogia con la migración existe una sutil y
eficaz estrategia política para conquistar el poder por parte de partidos
radicales de ultraderecha que desean aplicar recetas soberanistas, supremacistas,
aislacionistas y hasta racistas allí donde logran gobernar, como en la Hungría
de Viktor Orbán o la Italia de Giuseppe Conte y Matteo Salvini, que atentan
contra los principios fundacionales de la Unión Europea y la Carta de los
Derechos Humanos de la ONU. El miedo a los migrantes es, por tanto, un
mecanismo demagógico constantemente propalado entre la población con el objeto
de atraer el apoyo popular que necesita esa derecha intolerante e intransigente
para llegar al poder, en una acción concertada que extiende una versión actualizada
del fascismo nacionalista en Europa.
Es por ello que el peligro real que nos acecha, el que debería despertarnos temor y verdadera preocupación, no es la migración sino el
progresivo ascenso de esa derecha populista ultranacionalista que tiene por
objetivo destruir el sueño de una Europa unida, conseguida incompletamente mediante
la cesión de soberanía de sus países miembros y la unión monetaria, la libre
circulación de personas, capitales y mercancías, junto a unas relaciones
internacionales, coordinadas desde Bruselas, basadas en la multilateralidad y
la reciprocidad, que han fortalecido al Viejo Continente hasta convertirlo en
la segunda potencia mundial por su capacidad política, financiera, industrial,
agrícola y comercial.
Y es que apelar a las emociones, despertar bajos
sentimientos y espolear instintos egoístas es sumamente fácil cuando
previamente se inocula miedo e incertidumbre, exagerando un problema que no es
tal, cuando se criminaliza al foráneo y se le acusa de todos nuestros males,
cuando se presenta al otro como una amenaza que viene a quitarnos lo que nos
pertenece, a destrozar todo lo que tenemos. Una demagogia que se dirige al
segmento inseguro, desprotegido y crédulo de la población, al más vulnerable a
causa de la desigualdad provocada por unas políticas económicas neoliberales y
no por culpa de los inmigrantes. Todos los nacionalismos utilizan esta estrategia
demagógica para lograr el refrendo de sus propósitos, ya sea entre nosotros
mismos, como hacen los independentistas catalanes, o contra los migrantes, como
hace la ultraderecha soberanista y xenófoba europea, y hasta contra todo el
mundo, como intenta Trump con su “américa first”.
Sin embargo, ese discurso excluyente oculta, aparte de sus
intenciones, que la migración no es ninguna novedad, ni siquiera es la
agudización o el repunte de un fenómeno que es tan antiguo como la Humanidad.
Es verdad que los intentos por arribar en Europa se incrementan notablemente
durante el verano y descienden en invierno, y que se alternan años con más
actividad que otros dependiendo de múltiples factores, especialmente climáticos
o por coyunturas concretas en determinados países. Un discurso que obvia que es
consustancial al ser humano migrar, como hicimos los españoles buscando trabajo
en Alemania o Francia o refugio en México y otros países durante la Guerra
Civil.
Por tal razón, los esfuerzos desesperados en pos de un futuro mejor al
otro lado de la frontera no se detendrán por muchas vallas que levantemos o
dificultades ofrezcamos en los límites fronterizos, ni por los peligros reales
que encuentren en sus travesías por tierra y mar. Nada detiene a los que huyen
de la miseria, la persecución, el hambre o la muerte. Se trata de una realidad
que hay que afrontar con determinación y realismo, respetando nuestros propios
principios éticos y protegiendo la dignidad y los derechos de los que consiguen
llegar a nuestros países. No es una cuestión de ideologías, sino de Derechos
Humanos o barbarie, de civilización o vuelta a tiempos tribales. Por ello, hay
que actuar sin demagogia y sin manipular a la población, evitando exacerbar miedos o crear
división social por conveniencia política o partidaria. Hay que combatir bulos acerca
de que los españoles roban a Cataluña o los inmigrantes son presuntos
delincuentes. Y hay que desmentir que constituyan una plaga que podría
desestabilizar nuestra sociedad o representar un quebranto para nuestros
recursos. En honor a la verdad, deberíamos subrayar la posibilidad que nos
ofrecen los flujos migratorios para el enriquecimiento social, la diversidad
cultural y el desarrollo económico. Hay que decir la verdad. Porque la verdad,
como suele, no se deja constreñir en los estereotipos tan burdos y simplistas de
los demagogos aunque sean útiles para mover pasiones, como pretenden a diario
los populismos xenófobos y excluyentes.
La verdad y los datos son otros, y desmienten las voces de
alarma de los empeñados en crear un problema donde no existe. A pesar de que
España es el único país de Europa que tiene frontera terrestre con África, por
los enclaves de Ceuta y Melilla que lindan con Marruecos, la mayoría de las
entradas irregulares de inmigrantes se produce por vía marítima, mediante esas
frágiles embarcaciones conocidas como pateras, atestadas de personas. Sin embargo, la inmigración por
el Estrecho de Gibraltar y el mar de Alborán, tan dramática y continua como la que
se produce al sur de Italia y norte de Libia, útiles ambas para el discurso demagógico
y falaz, sólo supone un escaso porcentaje si se compara con la inmigración total
que recibe España de manera legal, según revela en una entrevista publicada en Infolibre el profesor Antonio Izquierdo
Escribano, catedrático de Sociología de la Universidad de A Coruña, basándose
en datos oficiales ofrecidos por el Instituto Nacional de Estadística (INE). Los
inmigrantes que entraron ilegalmente por las costas andaluzas representan poco
más del diez por ciento de la inmigración anual registrada en nuestro país, una
cifra perfectamente controlable que, salvo situaciones puntuales y debido, más
bien, a falta de previsión por parte de los responsables gubernamentales, puede
llegar a colapsar temporalmente los centros de recepción y acogida. En
cualquier caso, el porcentaje de inmigrantes, legales e ilegales, en España se
mantiene más o menos estable en los últimos años, en torno al 12 por ciento de
la población. Y ello es así porque también salen muchos y expulsamos a
bastantes. Solamente en los dos últimos años el balance poblacional ha sido
positivo, tras cuatro años de descenso, según datos del INE. Es decir, ni hay
presión migratoria insoportable ni supone un factor de desestabilización social
o cultural, menos aun un peligro para la convivencia y la seguridad. Antes al contrario, la
migración ayuda al equilibrio demográfico contrarrestando la pérdida de
población, además de permitir ocupar puestos de trabajo rechazados por los
nacionales y contribuir a la Seguridad Social.
Por no ser, no son siquiera subsaharianos, como podría
deducirse de las informaciones periodísticas, los mayores contingentes de
inmigrantes que llegan a España, a pesar de la frontera común que mantenemos con
el norte de África. Venezuela, Marruecos, Colombia, Rumania y Reino Unido son
los países de procedencia de la mayoría de inmigrantes. Los migrantes en
situación irregular, los que no disponen de permiso de residencia y trabajo,
los “sin papeles”, son, como hemos señalado, una cifra pequeña en comparación
con la totalidad. Pero son los más vulnerables y los peor tratados, no sólo
físicamente, sino incluso por la opinión pública, cuando en realidad no
constituyen un problema de magnitud relevante. De hecho, ayudan a nuestra
economía, como lo demuestran las seis regularizaciones de inmigrantes que
España ha acometido en los últimos tiempos, bajo los gobiernos de González,
Aznar y Zapatero, sin distinción ideológica.
Con todo, los países han de velar por sus fronteras y
regular los flujos migratorios mediante políticas de control migratorio basadas
en una gestión positiva de la diversidad y el respeto a los derechos humanos.
Políticas que han de ser concertadas a escala continental, ya que la migración
internacional no puede ser abordada con medidas nacionales, sino consensuadas
con el conjunto de la Unión Europea. Sin dramatismos, demagogias ni
manipulaciones tendenciosas, como hace Italia impidiendo desembarcar inmigrantes
de barcos de socorro atracados en sus puertos, o como acostumbra esa
ultraderecha populista y xenófoba cada vez que abre la boca. No nos dejemos
engañar: el peligro que debe preocupar no es el fenómeno de la migración, sino
el racismo fascista de esos populismos que intentan gobernarnos para imponer
políticas aislacionistas, supremacistas y xenófobas. Hemos de estar atentos a
la demagogia con la migración.
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