sábado, 26 de septiembre de 2020

Plateado Jaén


Era una deuda pendiente. La provincia nororiental de Andalucía, puerta de entrada y salida hacia la meseta, es más conocida por sus olivares infinitos que por su capital. Ignorancia del viajero. Descubrirla es una sorpresa. Y lo primero que sorprende de la ciudad de Jaén es su emplazamiento. No se la imagina uno ni tan aislada, no se pasa por ella si no es adrede, ni tan ondulada, trepando arrinconada por las faldas de los cerros que la guarecen y vigilan, con sus cuestas suaves que conducen hasta la Catedral y sus callejuelas desde las que se vislumbran las siluetas quebradas de las montañas. Jaén es una sorpresa agradable.

Quizá oculta tras el fulgor turístico de Baeza, Úbeda o las serranías de Cazorla, donde nace el gran río de Andalucía, y de Magina, la capital jiennense es una ciudad abarcable, hospitalaria y encantadora. La menos llana de las capitales andaluzas, incluida Granada, tampoco es una geografía de empinadas pendientes, salvo si el visitante queda atrapado por la curiosidad de subir al Castillo de Santa Catalina, enclave obligatorio desde el que admirar, aparte de los restos arqueológicos que legaron árabes, cristianos y hasta franceses, una de las panorámicas a vista de pájaro más hermosas de Jaén en su conjunto, entre un horizonte ondulado de colinas y valles.

Deambular por Jaén es, pues, estar expuesto a las sorpresas que asaltan al visitante. Porque sorprende la noble monumentalidad de su sólida Catedral, que se yergue con sus dos torres barrocas sobre los palacios burocráticos que bordean la plaza de la que parten las collaciones urbanas y la modernidad bulliciosa de bares y tiendas. Desde allí se puede pasear hasta el centro monumental y cultural de los Baños Árabes, que datan del siglo XI, los más grandes de Europa. Sobre ellos se construyó el Palacio de Villardompardo, sirviéndole de cimientos y quedando ocultos y enterrados bajo el edificio. Lo que se conserva, empero, es impresionante de la obsesión árabe por las abluciones, con restos de decoración almohade. Como lo es, igualmente, los tesoros arqueológicos que se exponen en sendos museos, el Provincial y el Ibero, organizados para dejar en el visitante un apetito de historia y cultura sobre el devenir histórico de Jaén y la importancia de su enclave.

Si a todo ello se añade la hospitalidad de sus gentes, la amabilidad con que te tratan y la riqueza de su gastronomía, bañada por ese oro verde de su aceite virgen extra que determina la economía de la región, lo menos que puedes sentir es sorpresa. Esa sorpresa sumamente agradable de descubrir una ciudad encantadora y bella que, desde su humildad escondida entre un mar de olivos, no tiene nada que envidiar a ninguna otra capital de Andalucía. Sólo la ignorancia del viajero la mantiene perdida por los cerros de Úbeda. Merece, pues, una visita. Se sorprenderán.

martes, 22 de septiembre de 2020

Incapaces al entendimiento

La política española es parca en entendimiento. Esa falta de entendimiento y de empatía entre los líderes de las formaciones políticas dificulta cualquier acuerdo o pacto que beneficiaría al conjunto de la ciudadanía, al país. El tacticismo de plazo corto y la obsesión por no facilitar ninguna baza al adversario conducen a una política de trincheras y confrontación en cualesquiera asuntos de la actividad pública. Ni siquiera una emergencia descomunal, como la pandemia del coronavirus que afecta al mundo entero, sirve de acicate para acercar posturas, dejar de lado rivalidades y colaborar de buena fe en una búsqueda de soluciones de las que nadie tiene patente de propiedad. El estado de alarma, el confinamiento, la falta de recursos y hasta el número de contagiados y muertos han sido utilizados para intentar culpabilizar al adversario, desconfiar o erosionar la gestión llevada a cabo y hasta para obstaculizar los esfuerzos del gobierno de turno ante un reto insólito de dimensiones continentales. Ningún mérito le será reconocido.

En España proliferan los vetos, vetos cruzados entre partidos políticos que sólo ofrecen su apoyo a cambio de expulsar a otros del mutuo entendimiento. Por eso en nuestro país es inimaginable una actitud como la alcanzada en Portugal, donde la oposición, lejos de enfrentarse al Gobierno, le ofrece su total colaboración para lidiar contra la pandemia: “Señor primer ministro, le deseo coraje, nervios de acero y mucha suerte. Porque su suerte es nuestra suerte”. Este fue el mensaje que le transmitió el líder de la oposición al jefe del Gobierno del país vecino. Justo lo contrario de lo que ocurre en España.  Si hasta al jugarnos la vida somos incapaces de entendimiento, cualquier otro asunto no merecerá mayor esfuerzo de colaboración y alianza. La bronca, los insultos y las descalificaciones serán los argumentos que saldrán de la boca de nuestros líderes para no ceder ninguna ventaja al contrincante. Que se hunda el país antes que reconocer bondades en el adversario. Tal parece la disposición de nuestros políticos en todo el arco parlamentario, incluidos los extraparlamentarios. Son profetas de la verdad absoluta, de la que son únicos poseedores, y del yerro absoluto, que siempre corresponde al otro, a cualquier otro que no figure en nuestras filas. Apenas existen zonas comunes de encuentro, lindes grises donde ninguna verdad es incompatible con otra, tímidamente transitadas en contadas ocasiones y de las que pronto se arrepienten, como si fuera una mancha, un desprestigio haber llegado a ellas para lograr algún acuerdo con el “enemigo”.

España es partidaria del tremendismo, del duelo a garrotazos, como lo pintó Goya, ese sociólogo del pincel que nos retrató con sus más negras pinturas. No estamos dotados para el diálogo, la dialéctica o la negociación sin apriorismos ni líneas rojas. O todo o nada. O conmigo o contra mí. Mis ideas o las tuyas, sin posible término medio. Y así nos va. En vez de progresar, retrocedemos. En vez de tolerancia, alimentamos la crispación en la convivencia entre los españoles. Fomentamos la división y la desigualdad en vez de buscar la unión y la prosperidad de todos y para todos. Incluso preferimos ser más pobres para no dejar que administre nuestros recursos un gobierno que no es de los nuestros. Boicoteamos los presupuestos de la nación y las instituciones del Estado con tal de poner piedras al adversario, confiados en que ya llegaremos nosotros a arreglarlo. No dejamos gobernar, ni el país ni una comunidad ni un ayuntamiento ni siquiera una peña folklórica, no vaya a ser que obtengan algún éxito, algún logro que puedan adjudicarse. Ya ni las críticas son constructivas porque no se acompañan de alternativas viables, creíbles, sinceras. Se cuestiona por obstruir, erosionar, descalificar, denostar, hundir al adversario. Para no lograr a ningún entendimiento.

Un país así está condenado a repetir sus errores, destinado a la mediocridad y al estancamiento. A ser contemplado desde el estereotipo injusto, con el sambenito despreciativo, con la miopía histórica. Porque no da muestras de avanzar, de modernizarse, de sacudir sus lacras, de unir a sus gentes, de tener unos gobernantes capaces de sumar esfuerzos en aras del bien común, de ambicionar estar a la altura de las democracias más envidiadas del entorno, de liderar nuevos retos y nuevos rumbos, de generar oportunidades. En vez de eso, seguimos instalados en el “y tú más”, en la necedad, la ceguera, la corrupción, el sectarismo, la intolerancia y el egoísmo, mires donde mires. Hacia arriba o hacia abajo. Porque abajo, muchos exigen ayudas pero son reacios a pagar impuestos. Reclaman hospitales, médicos, escuelas y maestros públicos y, sin embargo, votan al neoliberalismo de las privatizaciones. Quieren subvenciones pero engañan cuanto pueden a Hacienda. Declaran ERTEs sólo para aumentar los beneficios empresariales, lamentan la baja productividad pero no remuneran las horas extraordinarias. Y aspiran a trabajos para los que no están cualificados o en los que no rinden lo establecido.

Tanto arriba como abajo los abusos forman el caldo de cultivo que todo lo justifica, como si fuera la única defensa ante tanto atropello y arbitrariedad. Quien no abusa, roba o se aprovecha es tonto de remate, parece nuestro lema. De un pueblo así, inmensamente honesto pero en el que lucen y prosperan una minoría de pícaros, emergen los sinvergüenzas que acaban ocupando poltronas y privilegios. Y a estos no les interesa el entendimiento, que se les acabe el chollo. Por eso hacen lo imposible para que nada se resuelva y poder seguir impartiendo doctrinas y recetas inútiles que sólo valen para mantenerse en el machito. Es su trabajo: conservar el cargo. No saben hacer otra cosa. Brillan por su incapacidad al entendimiento. Ni siquiera por su propio país.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

¿Vida en Venus?

Ha causado gran expectación entre los profanos amantes de la Astronomía la noticia de que científicos de EE UU y Europa han hallado indicios de vida en el vecino planeta Venus. Leída así, tal parece que la noticia trata sobre huellas de improbables venusianos que habitaran un planeta que resulta totalmente inhóspito para los terráqueos. Hay que señalar que ese planeta, de un tamaño similar al de la Tierra pero en una órbita más cercana al Sol, es lo más parecido al infierno. Su temperatura sobre la superficie es de más de 400 º C y la presión atmosférica es la que mediríamos a 1.600 metros bajo el mar. Su atmósfera está compuesta por gases tóxicos, entre los que predomina el ácido sulfúrico. Allí moriríamos antes de llegar.

Pero no, la información se refiere a la detección en capas altas de la atmósfera de Venus de gas fosfano, un derivado maloliente del fósforo (trihidruro de fósforo, PH3), en cantidades que sólo podrían explicarse, de momento, por la actividad de ciertos microbios que viven en ambientes anaerobios, sin oxígeno. Y subrayamos “de momento” porque aún se ignora si existen otros mecanismos para producir este gas de forma geoquímica o fotoquímica en tales cantidades. Y es que la cantidad de fosfano rastreada es 10.000 veces más alta que la que podría producirse por reacciones abióticas, no biológicas, que los científicos descartan por improbables, dados nuestros conocimientos actuales. En esas capas altas, a unos 50 kilómetros de altura de la superficie, en las que la temperatura es de unos 20 º C y la presión similar a la de la Tierra, es donde se ha detectado la presencia de moléculas de fosfano en una concentración de 20 partes por mil millones, cuando en nuestra atmósfera es de una parte entre 10 billones. ¿Eso significa la existencia de vida en Venus? De ninguna manera, pero abre líneas de investigación al respecto.

En cualquier caso, proceda de donde proceda, la presencia de ese gas, considerado un marcador de la vida, supone un dato relevante en la búsqueda de la vida fuera de nuestro mundo, por muy remota que sea la posibilidad. Y lo más fascinante, que no hay que descartar nada por hostil que nos parezca el planeta en comparación con las condiciones de la Tierra. Venus, que hasta ahora se había quedado fuera de la investigación astronáutica, recupera con este hallazgo el interés de la curiosidad científica. Y es que la vida, en iniciales estadios microbianos, puede surgir donde no la imaginábamos. Como Venus.    

lunes, 14 de septiembre de 2020

Desunión latinoamericana

Todos los países de América Latina tienen que afrontar una disyuntiva estratégica en su relación con el todopoderoso vecino del norte, independientemente del tamaño, capacidad económica o ideología política de cada uno de ellos. Ante la inalterable voluntad de EE UU por mantener, cuando no reforzar, su hegemonía en el continente, los países latinos de América no tienen más remedio que apostar por alguna de estas dos posturas: o se alinean con los intereses de la Gran Potencia, sean cuales sean estos en cada coyuntura histórica, o se resisten a su afán imperialista y adoptan un camino propio, más o menos independiente, en defensa de sus particulares intereses nacionales, regionales e internacionales, lo que no evitaría seguir sometidos a la vigilancia, control y presiones del Gobierno norteamericano. No es fácil tomar ninguna decisión de esta alternativa.

Y no es fácil porque la interrelación y dependencia de estas naciones latinoamericanas, en los planos económico, político, comercial, militar e incluso social (migraciones), con EE UU es enorme y difícilmente esquivable, aún menos sustituible. Incluso, la viabilidad como Estado en alguno de ellos ha sido posible, no sólo al empeño de su población por constituirse en entidad soberana, sino a la aquiescencia o interés -o desinterés- de EE UU en favorecerlo. Ejemplos pueden ser Puerto Rico y Panamá, modelos distintos de naciones surgidas con el patrocinio yankie, al “apoyar”, en un caso, su independencia de la España descubridora (y alcanzar algo intermedio entre colonia y plena soberanía: el Estado Libre Asociado) o, en otro caso, “proteger” su construcción nacional (Tratado Mallarino-Bidlack), a cambio de obtener la cesión, administración y defensa del istmo estratégico que une los océanos Atlántico y Pacífico, mediante un canal construido y controlado militarmente -en “garantía de su neutralidad”- por United States of America (USA), naturalmente.

En todos los casos, se trata de relaciones asimétricas y desequilibradas entre una superpotencia y una serie de naciones apenas relevantes que sólo aspiran a no ser engullidas y utilizadas como marionetas por el poderoso coloso del Norte. Un temor latinoamericano y una tentación norteamericana que quedaron expresamente de manifiesto cuando el presidente James Monroe declaró, en 1823, que el continente quedaba fuera del ámbito colonizador de Europa. Es decir, que consideraba a toda América (de norte a sur) solar de exclusiva incumbencia norteamericana, enunciando aquello de “América para los americanos”. Y lo ha demostrado. Desde entonces, EE UU se ha portado con sus vecinos continentales según convenía a sus intereses, dispuesta siempre a intervenir o invadir cualquier país, injerirse en sus asuntos internos (fundamentalmente económicos) o asir los hilos desde la distancia de cuantas guerras, revoluciones, dictaduras y democracias han germinado en esa región del mundo.

El “ojo vigilante” de USA siempre está al acecho detrás de la nuca de los países latinoamericanos. Y sus “marines”, la CIA o las grandes corporaciones transnacionales han sido los instrumentos habituales con los que EE UU ha determinado el destino de cada uno de ellos. Es prolijo, al respecto, el número de invasiones militares (México, Cuba, Haití, Nicaragua, Panamá, Honduras, isla de Grenada, etc.), golpes de estado (Guatemala, Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay, Uruguay, El Salvador, Brasil, Venezuela, Perú, República Dominicana, etc.) o expolios comerciales (United Fruit Company, Texaco, Chase Manhattan Bank, ITT, etc.) que evidencian la inalterable voluntad hegemonista y hasta imperialista de EE UU en el continente americano.

Viene esto a cuento porque, en la actualidad, tales relaciones desequilibradas siguen practicándose, siempre a favor del vecino del Norte. A pesar del anuncio de Barack Obama de no intervenir en los asuntos de América Latina, expresado en la Cumbre de las Américas de 2015, su sucesor en el cargo retoma las amenazas, las presiones y las injerencias en los asuntos latinoamericanos. Y no me refiero ni a Cuba ni a Venezuela, verdaderos “granos” heréticos en el zapato USA, sino al asalto “yankie” del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), cuya presidencia, puesto reservado tradicionalmente durante 60 años a un latinoamericano, acaba de conquistar el candidato seleccionado por Donald Trump, recurriendo a los “apoyos” de sus aliados en la región. No se trata de un hecho baladí ni de una jugada intrascendente. El BID es el principal recurso de financiación para los países de la zona y quien lo dirige establece la orientación de sus inversiones crediticias, fundamentales para el desarrollo regional.

Que, otra vez, consiga EE UU, saltándose normas y equilibrios históricos de la institución, doblegar a su antojo el funcionamiento de tan relevante instrumento financiero regional, es una muestra de su intromisión en los asuntos económicos del área latinoamericana. Es preocupante el interés y la voluntad mostrados por EE UU en controlar un órgano que debe estar enfocado a la atención de las necesidades de inversión y desarrollo de unos países en los que la pobreza y la carencia de infraestructuras lastran su economía. Y, lo que es peor, genera todo tipo de sospechas el hombre de confianza impuesto por Trump, casi en los últimos minutos de su mandato -si no resulta reelegido-, debido a las múltiples pruebas que ha exhibido su Administración en utilizar las instituciones como un arma política, cuando no de socavarlas, desnaturalizarlas o asfixiarlas financieramente (UNESCO, OMC, Pacto el Clima, Consejo de Derechos Humanos de la ONU, OMS, etc.), para la confrontación mundial y la defensa a ultranza de los exclusivos intereses de EE UU y su política proteccionista, aislacionista y unilateralista. Y ello será posible gracias a los votos de una América Latina dividida y desarticulada que no es capaz de mantener un proyecto propio ni una visión conjunta como ente regional no supeditado a los dictados de EE UU.

Es cierto que un número significativo de países latinoamericanos es vulnerable y dependiente de la política comercial y económica de EE UU, puesto que a su mercado dirigen el grueso de sus exportaciones. Pero olvidan o abandonan el propio comercio interregional, al que dedican escasamente el 15 por ciento de sus productos. Ahí radica la fortaleza intervencionista de EE UU. Una fortaleza que también se basa en la debilidad “atomizada” de unos “socios” que no logran articular una mayor integración y convergencia regional que les permita enfrentarse unidos, de “igual a igual”, con el poderoso vecino del Norte.  

Es triste, por tanto, que esta oportunidad de reforzar una posición conjunta haya sido desaprovechada, una vez más, al acatar y facilitar la voluntad norteamericana de controlar también el BID.  Es sumamente triste porque, aparte de las imposiciones comerciales, económicas, ideológicas, defensivas, sociales y culturales que ya sufre, ahora Hispanoamérica soportará, además, la intromisión USA en la administración de la entidad sobre la que pivota el desarrollo, el crecimiento y el progreso de toda la América hispana en su conjunto. Y todo por culpa de esa incomprensible e inalterable desunión latinoamericana. Y así les va.      

domingo, 13 de septiembre de 2020

Otoño existencial

Cuando la luz se vuelve tímida y el aire se entretiene en su propia liviandad, cuando el resplandor agita los visillos detrás de las ventanas y los árboles palidecen para saludar desnudos la inminente llegada del invierno, es entonces, precisamente, cuando me sumerjo en el vacío de mi vida y exploro la precariedad de todo cuanto he pretendido ser. Durante ese tiempo de plomiza apariencia, que cuelga nubes en el cielo y oscurece y merma los días, me tumbo en el diván de mi alma para que me interrogue un silencio nostálgico.

Preso de un sentimentalismo cíclico, que se acomoda a las estaciones, aguardo que la naturaleza mude su piel, dispuesta a combatir con su letargo un frío que ya presiente, para hacer repaso del tiempo malgastado en mi existencia y el fracaso de un proyecto que nunca supe o, tal vez, no quise siquiera emprender. Entonces, se difuminan, como la luz de estos días, mis ínfulas o ambiciones, me refugio en la tranquilidad feliz de los ociosos e intento huir a través de las cortinas de mis pensamientos, con ojos entornados de timidez, mientras amarillean los blanquecinos cabellos que adornan mi decadencia. En tales momentos de lucidez, adquiero consciencia, con toda su miserable crudeza, de haber sido arrollado por un tiempo crepuscular que alcanza, tarde o temprano, a todos los que han sido empujados a deambular por este mundo. Es, entonces, cuando me dispongo apurar, otro año más, el otoño de mi vida, como si fuera la última oportunidad que se me brinda. Y vuelvo a intentarlo. Intento hallar motivos de que mi vida ha merecido la pena y que he sido agraciado con el disfrute de este otoño existencial.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Racismo en EE UU

Ante los últimos acontecimientos de índole racista que están produciéndose en Estados Unidos de América (EE UU), y que brotan como guindas que extienden su virulencia a gran parte del país, no puede uno dejar de preguntarse qué es lo que hace resurgir un fenómeno que parecía estar superado en aquella sociedad desde hacía tiempo. No es necesario recordar que se trata del mismo país que hace apenas cuatro años estaba gobernado por el primer presidente afroamericano de su historia y que a punto estuvo de elegir a la que hubiera sido, también por primera vez, la única mandataria femenina en ocupar la Casa Blanca.

En una sociedad tan plural, diversa y moderna como la estadounidense, que no parecía tener prejuicios raciales o sexuales a la hora de elegir a sus gobernantes, ofreciendo una lección al mundo de igualdad social y política, causa relativa sorpresa que ahora emerjan actitudes tan deplorables de racismo, xenofobia, sectarismo e intolerancia, que son, en el fondo, las mechas que encienden esas protestas, la violencia policial, los disturbios y las manifestaciones multitudinarias que actualmente se extienden por toda la geografía estadounidense. Y que hacen que, por su intensidad y extensión, constituyan la reacción racial más grave de la historia de EE UU, como la califica el experto en movimientos sociales Neal Caren, profesor de Sociología de la Universidad de Carolina del Norte. ¿Cómo se explica esto?

En primer lugar, no hay que olvidar que, desde su fundación, ha existido racismo en EE UU. Se trata de una sociedad construida por sucesivas oleadas de inmigrantes que, para su arraigo y prosperidad, siempre han procurado imponer sus valores e intereses sobre los demás. Tanto es así que, al poco de establecerse el primer asentamiento de ingleses en Norteamérica, ya se descubren documentos que evidencian la existencia de esclavitud negra en la construcción de la nueva nación. Y durante la conquista, hacia el oeste, de aquel amplio territorio, esos primeros colonos no dudaron en arrebatar terrenos y expulsar a sus nativos, eliminándolos o confinándolos en reservas, en lo que se asemeja a un auténtico genocidio de los indios nativos norteamericanos. Que lo que queda de la cultura y rituales de esas comunidades nativas sea la versión edulcorada que los blancos ofrecen como espectáculo al mundo, con John Wayne como un icono del supremacismo blanco, es la evidencia palpable del exterminio de un pueblo y su aniquilación cultural por motivos raciales. La única identificación del ciudadano actual con los nativos norteamericanos es la industria cinematográfica del Far West. Un cliché.

Y, en segundo lugar, en la expansión de la colonización de EE UU, los terratenientes anglosajones necesitaron de la esclavitud para laborar y explotar aquellas tierras, ya libres de nativos. Desde un primer momento, comenzaron a traer y comprar prisioneros africanos para esclavizarlos y someterlos a trabajos pesados. La explicación es sencilla: la esclavitud les resultaba más rentable y “productiva” que contratar a trabajadores blancos. A partir de entonces, la “marginación” de los nativos americanos, la esclavitud de los africanos y sus descendientes y la segregación racial de los negros siempre han estado presente, de manera más o menos latente, en la sociedad de EE UU. Y, a pesar de los esfuerzos que ha llevado a cabo para combatir este racismo, como la abolición de la esclavitud (Lincoln, 1865) y la derogación de la segregación racial (Ley de Derechos Civiles, 1964), lo cierto es que perduran en EE UU ramalazos racistas entre la mayoritaria blanca protestante, que aún desconfía del crecimiento e influencia de las minorías étnicas de su población.

Como afirma el escritor Colson Whitehead, ganador de los premios National Book Award y Pulitzer, “ha habido supremacistas blancos, racistas y corruptos en la historia estadounidense durante 400 años. Lo que sucede es que ahora uno ha sido elegido presidente…” Es incuestionable que el “comburente” del incendio racista de la actualidad en EE UU lo proporciona en cantidades ingentes un presidente que no es reacio a utilizar la xenofobia y el racismo por intereses electorales, exacerbando a la supremacía blanca, “comprendiendo” la violencia policial, amparando la posesión y el uso de armas de fuego y discriminando a las minorías negras, hispanas o musulmanas, entre otras, a las que criminaliza de todos los males que padece la sociedad norteamericana. Un presidente así no está exento de responsabilidad por el resurgir del fenómeno de racismo que parece estructural de la sociedad norteamericana, incapaz de erradicarlo definitivamente.  

Al agitar ese racismo larvado cada vez que cree le favorece, como, de hecho, hace cuando propaga la duda sobre la nacionalidad de Barack Obama, anteriormente, y de Kamala Harris, hace poco, por el color de su piel y no por el lugar de nacimiento, y cuando no cuestiona, alineándose con los que deshonran el uniforme, los casos de violencia policial contra la población negra que se multiplican por toda la nación, no puede resultar extraño que los manifestantes y los movimientos sociales de derechos civiles personalicen en Donald Trump su ira y descontento. Hasta uno de cada diez estadounidenses han participado en alguna de esas manifestaciones. Se trata, bajo el lema Black Lives Matter (las vidas negras importan), del movimiento de protestas sociales más relevante desde los tiempos de Martin Luther King, que por desgracia coincide con los meses decisivos de la campaña electoral en la que Trump busca su reelección.

Desde que resultó elegido, el presidente no ha dejado de sembrar la cizaña del odio racial, “comprendiendo”, en unos casos, las agresiones racistas de Charlottesville, o siendo “equidistante” en todos los actos de violencia policial contra los afroamericanos acaecidos durante su mandato, como el que generó las actuales protestas por la muerte por asfixia del ciudadano George Floyd. No sería la última víctima ni la primera. Antes y después se han producido otros episodios de abusos policiales, como el de Ahmaud Arbery, disparado por un expolicía, Breonna Taylor, muerta en el asalto de su casa por la policía, y Jacob Blake, tiroteado por la espalda al ser arrestado, entre otros. La gravedad de este racismo sistémico contra los negros en EE UU es evidente con un dato: el 24 por ciento de los muertos a manos de la policía son personas afroamericanas, a pesar de que su población no representa más del 13 por ciento del total. Es decir, un ciudadano negro tiene más del doble de posibilidades de morir en un enfrentamiento con la policía que uno blanco, según datos de la ONG Mapping Police Violence. Trump lo sabe y no le importa utilizarlo a su favor.

La realidad es que Donald Trump es el representante de los supremacistas blancos y de los poderes económicos de las industrias de armas, las farmacéuticas y las petroquímicas del país. También lo es de los nostálgicos del Ku Klux Klan, de los populistas del ultranacionalismo que aspiran a un aislacionismo endogámico en la economía y el comercio, y de todos los reaccionarios del ultraliberalismo que desprecian el multiculturalismo y la multilateralidad en las relaciones internacionales. Con semejante mentalidad racista, negacionista, misógina, ultraconservadora y neofascista con que Trump ha “desbaratado” el orden mundial, ha emprendido “guerras” comerciales, ha “deshecho” consensos internacionales, ha “torpedeado” organismos mundiales y ha “polarizado” a la sociedad norteamericana, exacerbando el odio y el sectarismo racial, no resulta descabellado que medio país se levante para protestar contra un resurgir del racismo y la violencia que achacan a su particular gestión como presidente.

Aunque condicionado por ella, la historia no lo explica todo. Mucho de lo que pasa en la actualidad, en un país que favoreció las libertades, los derechos civiles, la democracia, el libre comercio, la igualdad de oportunidades, los organismos de regulación y control internacional, y la globalización, entre otros avances, es debido a la mediocridad e ignorancia de dirigentes contemporáneos y a la irresponsabilidad de sus decisiones. A populistas sin escrúpulos que no dudan en mentir y revivir fantasmas de la discordia con tal ganar un puñado de votos. Gente que, en vez de hacer pedagogía de valores cívicos que unan a los ciudadanos en una convivencia pacífica, superando lacras históricas, se dedican a profundizar la división y el enfrentamiento entre ellos. Y a falsear a su conveniencia la realidad y sus retos. A valerse de la “posverdad” (mentira emotiva) para conseguir fines que sólo buscan la propaganda mediática en vez de la solución de los problemas. Y a plantear falsas disyuntivas, como cuando se contrapone seguridad frente a libertades para tratar el fenómeno de la migración, o ley y orden frente a anarquía para describir unas manifestaciones públicas que en más del 93 por ciento son pacíficas.

El racismo y la intolerancia social que convulsiona a EE UU hoy en día es fruto de la demagogia y la manipulación malintencionada de gobernantes del presente y no, exclusivamente, de herencias del pasado. Pero serán los propios norteamericanos los que paguen, como se está viendo, las consecuencias incendiarias de quienes avivan las llamas del odio y el racismo en su país. Aunque el resto del mundo también salga chamuscado.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Las velocidades de la Justicia

Casi de manera simultánea, dos recientes noticias han puesto de relieve las distintas velocidades con las que actúa la Justicia. Una, el inicio en París del juicio a los acusados de haber colaborado en los atentados contra la revista satírica Charlie Hebdo, contra la policía y contra el supermercado judío Hyper Cacher; y otra, la sentencia de una magistrada de La Coruña, que ha declarado nula la compra-venta del Pazo de Meirás, un fraude para poder escriturar a su nombre aquel inmueble, con el que el dictador Francisco Franco se “apoderó” de la antigua residencia de Emilia Pardo Bazán. La sentencia falla que el palacio es propiedad del Estado.

Son dos asuntos que evidencian las distintas velocidades con las que se mueve la justicia: la primera se produce a los cinco años de los hechos terroristas; la segunda, ochenta y dos años después de una apropiación caprichosa. En cualquier caso, y a velocidades distintas, la acción de la justicia logra hacer prevalecer la ley en actuaciones penales o que intentan burlar la legalidad.

Devolver la propiedad al Estado, como falla en su sentencia la magistrada de la Audiencia Provincial de La Coruña, declarando nula la supuesta “donación” que en 1938 hizo el pueblo gallego al general victorioso de la sublevación que provocó una Guerra Civil en España, es restituir la verdad y la justicia sobre un acto de apropiación indebida, movido por mero lucro personal, de un inmueble considerado histórico. Sin entrar a valorar la supuesta “voluntariedad” por la que se obligó a los gallegos, “desde el más potentado al más humilde”, a participar en una amañada “suscripción pública”, promovida por las autoridades del emergente régimen  franquista para agasajar al Caudillo “regalándole” aquel palacio, la magistrada se limita a estimar la demanda interpuesta por el Estado de que la propiedad del inmueble le pertenece, puesto que la “donación” se efectuó al autoproclamado Jefe del Estado y no al individuo particular.

Desestima, de ese modo, los argumentos de los descendientes de Franco, que consideran el inmueble una propiedad heredada, puesto que disponen del documento de compra-venta, datado en mayo de 1941, que atestigua estar escriturado a nombre del dictador. En la sentencia, la magistrada declara la nulidad de dicho documento y califica de “ficción” el trámite llevado a cabo con él, pues se utilizó con el único propósito de poner el bien a nombre del dictador.

Lo que siempre ha sido evidente para la ciudadanía, excepto para la familia Franco y sus acólitos, es ahora reconocido de manera judicial, gracias a esa sentencia de la Audiencia de La Coruña. Y aunque el fallo no es firme, puesto que puede ser recurrido en apelación por las partes y la recuperación definitiva tardará en producirse, se trata de un logro indudable de la Justicia por hacer valer la verdad, a pesar del tiempo transcurrido, en lo que fue uno de los muchos atropellos que cometió Franco cuando su régimen dictatorial empezaba a oprimir una España recién arrasada por la guerra. Algo de lo que no se quieren enterar los nietos del dictador y actuales herederos de sus motines y expolios. En este caso, la velocidad de la Justicia ha sido desesperadamente lenta.

Sin embargo, el juicio que acaba de comenzar en París contra los colaboracionistas necesarios de los terribles atentados de 2015, nos hace percibir una velocidad de la Justicia mucho más diligente. Es verdad que en el caso Meirás se tuvo que aguardar a la muerte del dictador y la restauración de la democracia, mientras que en Francia los hechos acontecieron en una democracia y un Estado de Derecho plenamente consolidados desde hacía décadas. La independencia, en democracia, de la Justicia respecto del poder Legislativo y Ejecutivo permite que ésta actúe incluso contra gobernantes y autoridades de cualquiera de tales poderes, mientras que durante la dictadura franquista ningún juez osaba siquiera sospechar indicios de delito entre los vencedores de aquella guerra fratricida, fueran estos franquistas, falangistas, requetés o meros fascistas convencidos o de conveniencia. Su función consistía en hacer valer las Leyes Fundamentales del Movimiento, purgando a cuantos “rojos” quedaran en el país.

Aunque hayan pasado ya más de cuarenta años de la democracia que actualmente disfrutamos, a la que algunos denostan como la del “régimen del 78”, porque en esa fecha se aprobó la Constitución que la ampara, todavía quedan muchos residuos del franquismo económico, político, judicial, religioso, militar y social en nuestros tiempos. Desmontar todo aquel tinglado, al que muchos deben su actual posición privilegiada, no fue ni es fácil. Es lo que explica la tardanza de cuarenta años en exhumar la tumba del mausoleo que el dictador se hizo construir en la Basílica del valle de los Caídos, donde era exaltado periódicamente, y el que la Justicia repare ahora el expolio del palacete del Pazo de Meirás, en Galicia, para devolvérselo a Patrimonio del Estado, su legítimo propietario. Pero, también, es la causa que genera el rechazo a la Ley de Memoria Histórica entre los nostálgicos de la dictadura, con excusa de que sería mejor olvidar, no recordar y menos aún condenar, aquel régimen sanguinario para no abrir “heridas” todavía cicatrizantes. Se refieren, naturalmente, a las heridas de los que resultaron beneficiados con los motines de guerra, y no a las de los que realmente soportaron en sus carnes y pagaron con su vida las atrocidades del franquismo. Todavía hoy se les niega el reconocimiento de la dignidad arrebatada a las víctimas de la dictadura. Lo tachan de “revanchismo”.

Pero, a pesar de los obstáculos que ponen los que aún justifican la dictadura gracias a una democracia que permite la pluralidad de ideas, la creación de partidos reaccionarios como Vox y la libertad de expresión de quienes, incluso, derogarían la Constitución, la Justicia ha podido avanzar con pies de plomo y paso de tortuga, no vaya ser que se desaten las iras incendiarias de los fanáticos de tirarse al monte y que todavía apelan al tutelaje del Ejército Con 82 años de retraso, algo tan simbólico como el capricho inmobiliario del dictador será devuelto al Estado. Y reconoce que aquello no fue una donación “altruista”, sino una apropiación a la fuerza, facilitada por la coacción y el miedo que provocaba entre los “vencidos” un régimen que actuaba con arbitraria violencia, como se deduce de las fosas de desaparecidos violentamente que aún no es fácil descubrir.

En comparación, mucho más diligente se muestra la Justicia francesa resolviendo sus causas. Después de cinco años de investigación, el Tribunal Judicial de París empieza a juzgar a los supuestos cómplices de los autores de uno de los atentados terroristas más dolorosos de la historia reciente de Francia. Un fatídico 7 de enero de 2015, dos fanáticos islamistas atacaron la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, en París, porque había publicado unas caricaturas de Mahoma. Dejaron 12 periodistas muertos a balazos. En su huida, y con la ayuda de otro cómplice, mataron a un policía municipal de otra ciudad cercana a París y asesinaron a cuatro clientes de un supermercado de productos judíos. En vez de entregarse, prefirieron enfrentarse a las fuerzas de seguridad y acabar abatidos.

Ahora se juzga a 14 presuntos cómplices, acusados de haber prestado ayuda a los autores de los ataques. De los 14, tres siguen huidos y bajo orden de busca y captura. Se estima que el juicio se prolongue hasta el mes de noviembre, bajo fuertes medidas de seguridad, para que el Tribunal pueda escuchar el testimonio de 144 testigos y las alegaciones de más de 90 abogados de las partes. Como es de esperar, allí se juzgan hechos delictivos que perseguían amordazar la libertad de expresión en una sociedad en la que está permitido criticar a los gobernantes, las religiones y cualquier convencionalismo y estereotipo social o cultural. Un país donde es posible blasfemar porque no es delito, al contrario que en España, por ejemplo, en que un subjetivo y etéreo sentimiento religioso impide toda crítica a ritos, costumbres y privilegios de la iglesia católica, como saben muy bien las organizadoras de la manifestación del coño insumiso.

La celeridad de la Justicia francesa en abordar causas tan complejas como este caso indica la independencia del poder judicial, la confianza en las instituciones y el arraigo de un sistema de libertades mucho más sólido que el español. Por eso, la justicia avanza a diferentes velocidades, según se trate de un país u otro. Desgraciadamente, la española es una justicia maniatada por asuntos tabú y condicionantes políticos que la enlentecen hasta hacerla prácticamente ineficaz. Porque cuando llega es demasiado tarde y apenas ningún culpable, sobre todo aquellos que ostentan privilegios y aforamientos, paga por sus delitos.

martes, 1 de septiembre de 2020

Septiembre de desasosiego

Llega septiembre, el temido y deseado septiembre. Este año retorna envuelto en la bruma del desasosiego. Siempre fue un mes de tránsito, en el que el verano daba sus últimas bocanadas empujado por el aliento de un otoño que cada vez con más frecuencia avisaba de su próxima llegada. Pero en este año inaudito, detenido en su día a día y que ha frenado toda actividad y rutina, obligándonos a estar encerrados y a desconfiar unos de otros, septiembre viene acompañado del desasosiego y la incertidumbre. El mes del inicio de un nuevo ciclo laboral, estudiantil, comercial y económico, no brinda esta vez ni confianza ni ánimos para comenzar nada. Sólo nos despierta temores e inquietudes. Miedo por los hijos y nietos que han de intentar regresar a los colegios y guarderías. Miedo al trabajo y a los compañeros que también temen nuestro regreso. Miedo a las aglomeraciones y concentraciones en la calle, en el transporte, en los bares, en las tiendas. Miedo a los viajes y a las visitas. Todo y todos son sospechosos de un mal que nos atenaza y paraliza. El pánico aflora a nuestros ojos, parapetados tras unas mascarillas que difuminan nuestros rostros e identidad.

Llega septiembre, pero no es igual a ninguno anterior. No nos trae esperanzas de cambio, a pesar de que las brisas frescas amanezcan algunas mañanas. Seguimos instalados en la misma incertidumbre que caracterizó a la primavera y al verano. Y continuaremos con ese desasosiego en el cuerpo que nos provoca una versión moderna de la peste, con sus cuarentenas y sus apestados. Intentamos olvidarnos de esa epidemia durante el verano y septiembre llega para recordarnos que el peligro sigue acechando. Maldito año que no nos deja disfrutar de sus estaciones ni de nuestras vidas. Septiembre sigue alimentando nuestro desasosiego.