Era una deuda pendiente. La provincia nororiental de Andalucía, puerta de entrada y salida hacia la meseta, es más conocida por sus olivares infinitos que por su capital. Ignorancia del viajero. Descubrirla es una sorpresa. Y lo primero que sorprende de la ciudad de Jaén es su emplazamiento. No se la imagina uno ni tan aislada, no se pasa por ella si no es adrede, ni tan ondulada, trepando arrinconada por las faldas de los cerros que la guarecen y vigilan, con sus cuestas suaves que conducen hasta la Catedral y sus callejuelas desde las que se vislumbran las siluetas quebradas de las montañas. Jaén es una sorpresa agradable.
Quizá oculta tras el fulgor turístico de Baeza, Úbeda o las serranías
de Cazorla, donde nace el gran río de Andalucía, y de Magina, la capital jiennense
es una ciudad abarcable, hospitalaria y encantadora. La menos llana de las
capitales andaluzas, incluida Granada, tampoco es una geografía de empinadas
pendientes, salvo si el visitante queda atrapado por la curiosidad de subir al
Castillo de Santa Catalina, enclave obligatorio desde el que admirar, aparte de
los restos arqueológicos que legaron árabes, cristianos y hasta franceses, una
de las panorámicas a vista de pájaro más hermosas de Jaén en su conjunto, entre
un horizonte ondulado de colinas y valles.
Deambular por Jaén es, pues, estar expuesto a las sorpresas
que asaltan al visitante. Porque sorprende la noble monumentalidad de su sólida
Catedral, que se yergue con sus dos torres barrocas sobre los palacios
burocráticos que bordean la plaza de la que parten las collaciones urbanas y la
modernidad bulliciosa de bares y tiendas. Desde allí se puede pasear hasta el centro
monumental y cultural de los Baños Árabes, que datan del siglo XI, los más
grandes de Europa. Sobre ellos se construyó el Palacio de Villardompardo,
sirviéndole de cimientos y quedando ocultos y enterrados bajo el edificio. Lo
que se conserva, empero, es impresionante de la obsesión árabe por las
abluciones, con restos de decoración almohade. Como lo es, igualmente, los
tesoros arqueológicos que se exponen en sendos museos, el Provincial y el Ibero,
organizados para dejar en el visitante un apetito de historia y cultura sobre el
devenir histórico de Jaén y la importancia de su enclave.
Si a todo ello se añade la hospitalidad de sus gentes, la
amabilidad con que te tratan y la riqueza de su gastronomía, bañada por ese oro
verde de su aceite virgen extra que determina la economía de la región, lo
menos que puedes sentir es sorpresa. Esa sorpresa sumamente agradable de
descubrir una ciudad encantadora y bella que, desde su humildad escondida entre
un mar de olivos, no tiene nada que envidiar a ninguna otra capital de
Andalucía. Sólo la ignorancia del viajero la mantiene perdida por los cerros de
Úbeda. Merece, pues, una visita. Se sorprenderán.
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