Casi de manera simultánea, dos recientes noticias han puesto de relieve las distintas velocidades con las que actúa la Justicia. Una, el inicio en París del juicio a los acusados de haber colaborado en los atentados contra la revista satírica Charlie Hebdo, contra la policía y contra el supermercado judío Hyper Cacher; y otra, la sentencia de una magistrada de La Coruña, que ha declarado nula la compra-venta del Pazo de Meirás, un fraude para poder escriturar a su nombre aquel inmueble, con el que el dictador Francisco Franco se “apoderó” de la antigua residencia de Emilia Pardo Bazán. La sentencia falla que el palacio es propiedad del Estado.
Son dos asuntos que evidencian las distintas velocidades con
las que se mueve la justicia: la primera se produce a los cinco años de los hechos
terroristas; la segunda, ochenta y dos años después de una apropiación caprichosa.
En cualquier caso, y a velocidades distintas, la acción de la justicia logra hacer
prevalecer la ley en actuaciones penales o que intentan burlar la legalidad.
Devolver la propiedad al Estado, como falla en su sentencia
la magistrada de la Audiencia Provincial de La Coruña, declarando nula la
supuesta “donación” que en 1938 hizo el pueblo gallego al general victorioso de
la sublevación que provocó una Guerra Civil en España, es restituir la verdad y
la justicia sobre un acto de apropiación indebida, movido por mero lucro
personal, de un inmueble considerado histórico. Sin entrar a valorar la supuesta
“voluntariedad” por la que se obligó a los gallegos, “desde el más potentado al
más humilde”, a participar en una amañada “suscripción pública”, promovida por
las autoridades del emergente régimen
franquista para agasajar al Caudillo “regalándole” aquel palacio, la
magistrada se limita a estimar la demanda interpuesta por el Estado de que la
propiedad del inmueble le pertenece, puesto que la “donación” se efectuó al autoproclamado
Jefe del Estado y no al individuo particular.
Desestima, de ese modo, los argumentos de los descendientes
de Franco, que consideran el inmueble una propiedad heredada, puesto que disponen
del documento de compra-venta, datado en mayo de 1941, que atestigua estar escriturado
a nombre del dictador. En la sentencia, la magistrada declara la nulidad de dicho
documento y califica de “ficción” el trámite llevado a cabo con él, pues se
utilizó con el único propósito de poner el bien a nombre del dictador.
Lo que siempre ha sido evidente para la ciudadanía, excepto para
la familia Franco y sus acólitos, es ahora reconocido de manera judicial, gracias
a esa sentencia de la Audiencia de La Coruña. Y aunque el fallo no es firme,
puesto que puede ser recurrido en apelación por las partes y la recuperación
definitiva tardará en producirse, se trata de un logro indudable de la Justicia
por hacer valer la verdad, a pesar del tiempo transcurrido, en lo que fue uno
de los muchos atropellos que cometió Franco cuando su régimen dictatorial empezaba
a oprimir una España recién arrasada por la guerra. Algo de lo que no se
quieren enterar los nietos del dictador y actuales herederos de sus motines y
expolios. En este caso, la velocidad de la Justicia ha sido desesperadamente
lenta.
Sin embargo, el juicio que acaba de comenzar en París contra
los colaboracionistas necesarios de los terribles atentados de 2015, nos hace percibir
una velocidad de la Justicia mucho más diligente. Es verdad que en el caso Meirás
se tuvo que aguardar a la muerte del dictador y la restauración de la
democracia, mientras que en Francia los hechos acontecieron en una democracia y
un Estado de Derecho plenamente consolidados desde hacía décadas. La
independencia, en democracia, de la Justicia respecto del poder Legislativo y Ejecutivo
permite que ésta actúe incluso contra gobernantes y autoridades de cualquiera
de tales poderes, mientras que durante la dictadura franquista ningún juez osaba
siquiera sospechar indicios de delito entre los vencedores de aquella guerra
fratricida, fueran estos franquistas, falangistas, requetés o meros fascistas convencidos
o de conveniencia. Su función consistía en hacer valer las Leyes Fundamentales del Movimiento, purgando a cuantos “rojos” quedaran en el país.
Aunque hayan pasado ya más de cuarenta años de la democracia
que actualmente disfrutamos, a la que algunos denostan como la del “régimen del
78”, porque en esa fecha se aprobó la Constitución que la ampara, todavía
quedan muchos residuos del franquismo económico, político, judicial, religioso,
militar y social en nuestros tiempos. Desmontar todo aquel tinglado, al que
muchos deben su actual posición privilegiada, no fue ni es fácil. Es lo que
explica la tardanza de cuarenta años en exhumar la tumba del mausoleo que el
dictador se hizo construir en la Basílica del valle de los Caídos, donde era exaltado
periódicamente, y el que la Justicia repare ahora el expolio del palacete del
Pazo de Meirás, en Galicia, para devolvérselo a Patrimonio del Estado, su
legítimo propietario. Pero, también, es la causa que genera el rechazo a la Ley
de Memoria Histórica entre los nostálgicos de la dictadura, con excusa de que sería
mejor olvidar, no recordar y menos aún condenar, aquel régimen sanguinario para
no abrir “heridas” todavía cicatrizantes. Se refieren, naturalmente, a las
heridas de los que resultaron beneficiados con los motines de guerra, y no a las
de los que realmente soportaron en sus carnes y pagaron con su vida las
atrocidades del franquismo. Todavía hoy se les niega el reconocimiento de la
dignidad arrebatada a las víctimas de la dictadura. Lo tachan de “revanchismo”.
Pero, a pesar de los obstáculos que ponen los que aún
justifican la dictadura gracias a una democracia que permite la pluralidad de
ideas, la creación de partidos reaccionarios como Vox y la libertad de
expresión de quienes, incluso, derogarían la Constitución, la Justicia ha podido
avanzar con pies de plomo y paso de tortuga, no vaya ser que se desaten las iras
incendiarias de los fanáticos de tirarse al monte y que todavía apelan al
tutelaje del Ejército Con 82 años de retraso, algo tan simbólico como el
capricho inmobiliario del dictador será devuelto al Estado. Y reconoce que
aquello no fue una donación “altruista”, sino una apropiación a la fuerza, facilitada
por la coacción y el miedo que provocaba entre los “vencidos” un régimen que
actuaba con arbitraria violencia, como se deduce de las fosas de desaparecidos
violentamente que aún no es fácil descubrir.
En comparación, mucho más diligente se muestra la Justicia
francesa resolviendo sus causas. Después de cinco años de investigación, el
Tribunal Judicial de París empieza a juzgar a los supuestos cómplices de los
autores de uno de los atentados terroristas más dolorosos de la historia reciente
de Francia. Un fatídico 7 de enero de 2015, dos fanáticos islamistas atacaron
la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, en París, porque
había publicado unas caricaturas de Mahoma. Dejaron 12 periodistas muertos a
balazos. En su huida, y con la ayuda de otro cómplice, mataron a un policía
municipal de otra ciudad cercana a París y asesinaron a cuatro clientes de un
supermercado de productos judíos. En vez de entregarse, prefirieron enfrentarse
a las fuerzas de seguridad y acabar abatidos.
Ahora se juzga a 14 presuntos cómplices, acusados de haber prestado
ayuda a los autores de los ataques. De los 14, tres siguen huidos y bajo orden
de busca y captura. Se estima que el juicio se prolongue hasta el mes de noviembre,
bajo fuertes medidas de seguridad, para que el Tribunal pueda escuchar el
testimonio de 144 testigos y las alegaciones de más de 90 abogados de las partes.
Como es de esperar, allí se juzgan hechos delictivos que perseguían amordazar
la libertad de expresión en una sociedad en la que está permitido criticar a
los gobernantes, las religiones y cualquier convencionalismo y estereotipo
social o cultural. Un país donde es posible blasfemar porque no es delito, al
contrario que en España, por ejemplo, en que un subjetivo y etéreo sentimiento
religioso impide toda crítica a ritos, costumbres y privilegios de la iglesia
católica, como saben muy bien las organizadoras de la manifestación del coño
insumiso.
La celeridad de la Justicia francesa en abordar causas tan
complejas como este caso indica la independencia del poder judicial, la
confianza en las instituciones y el arraigo de un sistema de libertades mucho
más sólido que el español. Por eso, la justicia avanza a diferentes velocidades,
según se trate de un país u otro. Desgraciadamente, la española es una justicia
maniatada por asuntos tabú y condicionantes políticos que la enlentecen hasta
hacerla prácticamente ineficaz. Porque cuando llega es demasiado tarde y apenas
ningún culpable, sobre todo aquellos que ostentan privilegios y aforamientos, paga
por sus delitos.
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