Mariano Rajoy, presidente del Gobierno |
La cuestión que emerge con ello, más allá de la formidable
crisis creada que causará profundas heridas entre los catalanes y los españoles
que no cicatrizarán en decenios, es si la consulta a los ciudadanos promoverá
un nuevo Govern que se acomode a la
legalidad constitucional y diluya realmente la insurrección a la que se había
apuntado el anterior gobierno en su rebeldía. Tal es la incógnita que queda por
resolver después de adoptar una medida excepcional que no garantiza por sí
misma ningún resultado, a pesar de que se ha tenido que recurrir a ella tras el
desprestigio de las instituciones, el deterioro en la vida de muchos catalanes,
la fuga masiva de empresas, el enfrentamiento social y la ruptura de la
convivencia. Una medida legal por parte del Estado para afrontar un ataque que
tomó por asalto, aunque de manera pacífica, la Constitución y el
Estatuto de Autonomía para invalidarlos, haciendo caso omiso de las sentencias
del Tribunal Constitucional y las advertencias de los interventores del Parlament y del Consejo de Garantías
Estatutarias. Y vulnerando, además, los
derechos de una oposición a la que se privó de voz y del deber de control al
Ejecutivo.
Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat |
Ahora, el recurso a unas elecciones autonómicas abre varios
escenarios en función de sus resultados: desde una repetición del anterior
reparto parlamentario, hasta un trasvase de votos a las fuerzas
constitucionalistas por parte de un electorado hastiado de enfrentamientos y
disputas e, incluso, un reforzamiento de la mayoría independentista. Sin una
CiU (antigua coalición nacionalista no independentista) que aglutine el voto
nacionalista burgués y moderado, transformada ahora por causa de la corrupción
de sus líderes en franquicia del independentismo de Esquerra Republicana y
sometida a los dictados de los antisistemas de la CUP , el abanico de
posibilidades se constriñe en perjuicio del electorado, dejándole sólo las
alternativas ya indicadas. Más aun cuando Ciudadanos y Podemos (Colau incluida)
–los ya no tan novedosos partidos emergentes- compiten por el voto que
acaparaba el Partido Popular, a un lado, y los soberanistas y el PSC
(socialistas), por el otro. Con semejante panorama todo puede ocurrir, aunque
se confía en que la mayoría social no independentista acuda a votar masivamente
para hacer valer su peso frente a esa minoría chillona, y con una proverbial habilidad
para organizar movilizaciones, que ha protagonizado el enfrentamiento político
en Cataluña.
De ahí que los interrogantes se vuelvan, además de
pertinentes, angustiosos. ¿Se logrará frenar la insurrección de Cataluña? ¿Se
reconducirán la legalidad y la normalidad democráticas en aquella región? ¿O
cabe la posibilidad de que se repita con las elecciones el mismo reparto
parlamentario y el Govern resultante reincida en desobedecer las leyes y
declarar a cualquier precio la independencia? Todo es posible y nadie está
tranquilo. Europa tiembla ante la posibilidad de contagio separatista en diversas
regiones de otros estados que también albergan sentimientos identitarios o
supremacistas, fácilmente espoleados por los populismos de derecha e izquierda
que anidan en el Continente. Y en España se temen las consecuencias, no sólo
económicas, de las animadversiones desatadas por el conflicto catalán en la
política, en la pluralidad social y cultural del país y en el modelo
democrático y autonómico del Estado.
Artículo 155 de la Constitución |
Las respuestas que se han de dar desde la ley para hacer
modificaciones a la ley, a fin de satisfacer las demandas legítimas de una
parte de la sociedad catalana, no son fáciles ni inmediatas, ya que implican
reformas de la
Constitución , asumir por parte de todos el respeto a los
procedimientos y a la legalidad en los que basamos nuestra convivencia democrática
y pacífica, y, sobre todo, repensar el modelo territorial y la diversidad cultural
que encierra este viejo espacio comprendido por una inmensa meseta central –el
macizo ibérico-, cordilleras limítrofes o divisoras, cuencas sedimentarias, una
extensa costa que rodea la península y unas cuantas islas que la historia nos
ha regalado. Una geografía peculiar que invita a vivir en compartimientos
estancos y que nos hace ser un país –como lo describió en su guía el “curioso
impertinente” inglés Richard Ford en el siglo XIX- inherentemente “inamalgamado”
(unamalgamating), que no sabe “amalgamarse” para afrontar los retos.
No es más que un cliché desafortunado, naturalmente, además de
interesado por prejuicios anglosajones de un “gentleman” de la época romántica,
citado en el último libro del hispanista Ian Gibson, Aventuras ibéricas (p.37). Pero, como todos los estereotipos, algún
rastro de tales características tópicas se detecta en la realidad. Porque los actuales
pobladores de la cuenca del Ebro, nativos o acogidos, no se quieren
“amalgamasar” con los del resto del país para, juntos, seguir formando una gran
nación y afrontar conjuntamente los retos del presente y el futuro de España.
Como si tuviéramos una maldición que nos impidiera reconocernos, cada cual con
sus particularidades, como ciudadanos de este viejo y a la par interesante
país, llamado España, de cuya “amalgamasada” historia Cataluña forma parte
destacada. ¿Se frenará, pues, la insurrección que pretende separar a los
catalanes de esta aventura histórica que afrontamos conjuntamente? Nada está escrito.
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