Las dificultades económicas de Puerto Rico no obedecen, según
estos intelectuales del insulto escrito como servidumbre a las soflamas
incendiarias de Trump, a la crisis financiera que hundió empresas, bancos y
fondos de inversión en todo el mundo, empezando en el mismo EE UU, sino a la
mala gestión de los puertorriqueños. Tampoco a las exigencias del imperio para
que las exportaciones desde la “colonia” borinqueña se realicen
obligatoriamente en medios de transporte estadounidenses, mucho más caros que
los de la competencia, lo que representa un handicap
para la competitividad de lo producido en la isla. Ni siquiera a los obstáculos
para buscar financiación en el mercado libre a causa de los vetos federales. Para
el presidente más insolente de EE UU y sus acólitos aduladores, nada de ello ha
incrementado las dificultades a las que se enfrenta Puerto Rico en su
recuperación. Por eso, la hermosa Perla
del Caribe sufre en solitario y sin apenas ayuda los desastres de una
naturaleza desatada y furiosa que arrasó sus infraestructuras. Sin agua y sin
luz, con colegios cerrados, calles y autopistas rotas y las telecomunicaciones
interrumpidas, los puertorriqueños, ciudadanos estadounidenses desde hace cien
años y que comparten pasaporte, moneda, ejército y lengua –junto al español-
con el resto de la Unión ,
se enfrentan al desafío de volver a levantar y rehacer lo que era un vergel. Y
no sólo natural, según calificación de hace unos años de la revista Finance
Direct Investment, una publicación del diario británico Financial Times. Para
ella, atendiendo al potencial económico, el costo de inversión, la mano de
obra, la calidad de vida, las telecomunicaciones y el sistema de transporte,
Puerto Rico era “el mejor país del futuro de la región del Caribe”. Sin
embargo, hoy están solos, dejados a su aire y con la sensación de ser
ciudadanos de segunda en un país, la mayor potencia del mundo, que les vuelve
la espalda cuando debía mostrarse solidario y generoso, tal vez por las raíces
hispanas y la endiablada defensa del idioma materno, que los puertorriqueños se
niegan a dejar de hablar, y ese amor a su tierra y su cultura, del que no
renuncian.
Los figurantes de la crítica mendaz y superficial ni siquiera
contemplan, en su amargura claudicante, las fértiles relaciones de Puerto con
España en épocas no tan lejanas, pero igual de opresivas, cuando podía dar
asilo a los exiliados del fascismo español y acogía fraternalmente a poetas tan
insignes y vulnerables como el Premio Nobel Juan Ramón Jiménez y su esposa
Zenobia Camprubí, Pedro Salinas, cuyos restos reposan en el cementerio de San
Juan, y Francisco Ayala, incluso filósofos como María Zambrano en su peregrinar
por “la patria del exilio”, músicos de la talla de Joaquín Rodrigo y Pablo
Casals, y tantos otros. Pedirle a Donald Trump que tenga memoria, como máximo
mandatario de un país plural, es un esfuerzo inútil para su capacidad
intelectual y bagaje cultural, pero exigírsela a quienes pretenden exhibir su
sabiduría en los medios escritos es una obligación que no pueden eludir. Porque
no todos los temas para sus columnas pueden ser tratados con displicencia y
torticeramente, sino con respeto a la verdad y dignidad a las personas
aludidas. Y es que Puerto Rico es un asunto mucho más serio e importante de lo
que esos opinadores veleidosos y egotistas pueden concebir para sus
chascarrillos seudoperiodísticos y escasamente literarios. Puerto Rico no es
país ni materia para los provocadores de la prensa “facha” de Miami, aunque se
escriba desde España.
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