De entonces acá, millones de norteamericanos guardan en los armarios de sus viviendas pistolas, rifles, metralletas y todo tipo de armamento con el que se entretienen en realizar prácticas de tiro, familiarizar a sus hijos con su uso, ir de vez en cuando de cacería y, en casos extremos, emprenderlas a tiros contra sus vecinos y compatriotas. La última “hazaña” de naturaleza homicida se ha producido el pasado día 1 de octubre, cuando un lunático armado hasta los dientes se dedicó a disparar, desde la ventana de un hotel de Las Vegas, contra el público de un concierto al aire libre que se celebraba en las cercanías, matando a 59 personas y dejando heridas a más de 500. Esa masacre es, de momento, la última perpetrada en un país en el que es sumamente fácil conseguir un arma de fuego y que goza, por tal motivo, del triste privilegio de ser el lugar donde más muertos se producen por disparos en tiempos de paz, sin que medie ninguna guerra o conflicto armado. Es lo que pone de manifiesto las más de 33.000 muertes que se producen cada año por armas de fuego, de las que 1.300 son niños, lo que arroja un balance de casi 100 personas fallecidas cada día, según datos de Compañía Brady. Se trata, por tanto, de un problema de primera magnitud a ojos de cualquier observador.
Pero no es apreciado así por los propios norteamericanos, ya
que son capaces de impermeabilizar sus fronteras para impedir la entrada de
extranjeros simplemente por ser musulmanes, creyendo que de esta forma impiden
atentados yihadistas, cuyo número de víctimas es insignificante en comparación
con los producidos por armas de fuego en manos de sus compatriotas, pero son
reacios a limitar tal venta de armas. Es decir, se defienden hasta la
exageración limitando derechos y normas internacionales, pero son incapaces de
ponerse de acuerdo para afrontar un problema mayor, mucho más grave, creado por
ellos mismos. Y es que, a pesar del peligro horrendo que representa la posesión
de armas en manos privadas, no existe consenso suficiente para abolir ese
derecho en EE.UU., ni siquiera para restringirlo, como intentó en vano el
expresidente Barack Obama tras la matanza de 20 niños, de entre seis y siete
años, en un colegio de primaria de Newton, Connecticut, en diciembre de 2012. No
le permitieron que prohibiera la venta de armas a ciudadanos aquejados de
graves enfermedades mentales. Para comprender la magnitud del problema basta
con conocer sus cifras: existen más de 310 millones de armas de fuego en un
país de 323 millones de habitantes. Descontando a los menores de edad, puede asegurarse
que cada adulto dispone de su correspondiente arma de fuego en aquel país. Un cáncer
de pólvora que aqueja a esa sociedad.
Y es que es tan fácil comprar un arma, incluso en tiendas y
supermercados, que tal parece que los norteamericanos, como corresponde a todo
espía de postín, nacen con licencia para matar. Se les brinda
constitucionalmente la posibilidad de matar porque la única utilidad de un arma
de fuego es matar, no hacer mayonesa. Quien adquiere y porta una pistola lo
hace para defenderse de cualquier conducta que considera agresiva mediante el
disparo de balas, no para golpear con el arma al presunto agresor. Y disparar,
normalmente, casi siempre es mortal. Desde que los primeros colonos se
independizaron de Inglaterra y formalizaron las milicias, los norteamericanos
adoran las armas de fuego y confían en ellas más que en las Sagradas Escrituras
a la hora de enfrentarse a los retos de la vida. Prácticamente, lo llevan en
los genes de su fanatismo liberal y en su concepto sacrosanto de libertad. Porque
lo relevante del derecho a poseer armas es que limita el poder del gobierno y
garantiza la libertad del pueblo a defenderse. Refuerza el derecho de los
ciudadanos a defenderse contra los abusos de cualquier tiranía, como de la que
huyeron y por la que construyeron un país que, en nombre de la libertad,
soporta el precio de los asesinatos indiscriminados entre la población.
Prefieren morir bajo las balas a perder el derecho a la autodefensa que les
reporta la posesión de armas de fuego. Ello forma parte de su libertad, aunque
sea un concepto no comprendido por el resto del mundo.
Por eso no se modifica la segunda Enmienda y se mantiene en vigor el
mandato de que “el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será
infringido”, aunque cada año mueran miles de personas por culpa de una libertad
mal ejercida y cuya regulación en nada devalúa ni limita el disfrute racional y
en beneficio de todos de ningún derecho, incluido el de poseer armas de fuego.
La cuestión es que nadie tenga licencia para matar alegremente a nadie, y menos
aun a causa de oscuros intereses armamentísticos y de mercado negro que
subyacen tras este problema. Porque nadie somos todos bajo la mirilla
telescópica de cualquier jamesbond
lunático. La libertad bien entendida no incluye el derecho a matar, diga lo que
diga la famosa enmienda.
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