Los avances de la ciencia y la tecnología nos están acostumbrarnos a disponer y estar rodeados de máquinas eficientes y cada vez más complejas. En un principio, se crearon para ayudar al ser humano en tareas en que era requerida mucha mayor fuerza que la que el hombre era capaz de aplicar, máquinas rudimentarias cuyos motores impulsaban tractores que removían tal volumen de tierra y más rápidamente que lo que era posible con un simple arado arcaico. Así, de los carruajes tirados por animales pasamos a los vehículos a motor de explosión que incluso ya aparcan solos o avisan si te sales del carril y corrigen el rumbo, sin intervención del conductor. Y que del primitivo ábaco para el cálculo se haya evolucionado hacia las imponentes computadoras que procesan millones de datos y realizan innumerables operaciones matemáticas y físicas de manera casi instantánea. Sin tales ingenios, no existirían los viajes espaciales ni la mayoría de las comodidades que aligeran nuestra vida, desde el elevalunas eléctrico hasta el último modelo de teléfono celular que constantemente ubica la posición del portador vía GPS.
Pero este avance no se detiene y continúa dando pasos
gigantescos en la sorprendente perfección de las máquinas. Ya no son automatismos
ni programas o algoritmos informáticos más o menos sofisticados que permiten a
las máquinas cumplir con su función de manera rápida, eficaz e, incluso,
autónoma. Sino que algunas de ellas vienen dotadas con una incipiente inteligencia
artificial (IA) que les posibilita, sin intervención humana, aprender continuamente.
Es decir, máquinas capaces de aprender por sí mismas para, en un futuro no muy
lejano, resolver todo tipo de problemas a los que puedan enfrentarse en el
mundo real. Ello no es más que el resultado de la investigación en este campo
concreto de la ciencia, en el que tan avanzada se halla la investigación en
inteligencia artificial que, con lo logrado en máquinas inteligentes
para jugar al ajedrez, ha quedado ya claro que el conocimiento humano puede ser
incluso un lastre para su efectividad. Y es que se ha conseguido construir máquinas capaces
de aprender, por si mismas, jugadas nuevas y estrategias más innovadoras y eficientes que
las que el talento humano haya alcanzado en su historia, que hacen
prescindible nuestros conocimientos, inteligencia y experiencia para enseñarlas o programarlas. Máquinas que aprenden a
jugar desde cero, a partir sólo de las reglas del juego, basándose en el
aprendizaje por refuerzo y practicando consigo mismas hasta alcanzar una
destreza infinitamente mayor que la adquirida por cualquier ser humano.
Entrenan a nivel sobrehumano y a una velocidad impresionante, sin ejemplos ni orientación previos, hasta que se
vuelven invencibles y capaces de tomar decisiones, de momento sólo para jugar al
ajedrez y después sobre lo que sea, sin que tales decisiones vengan contenidas
ni previstas en su programación. Y tal posibilidad, sinceramente, me aterra.
Hace décadas que la investigación en tecnología sobre
inteligencia artificial se está llevando a cabo con progresos cada vez más
espectaculares, como el que estamos comentando del programa AlphaGo Zero,
desarrollado por la división DeepMind de Google. El físico Roger Penrose, en un
libro titulado La nueva mente del
emperador1, advertía de que, aunque las máquinas pudieran realizar
todo lo que la mente humana es capaz de imaginar, nunca comprenderían lo que
están ejecutando, no serían conscientes de lo que hacen, como lo es un ser
humano de cada uno de sus actos. Este insigne físico-matemático, profesor en su
época de la Universidad
de Oxford, quiso dar respuesta con su libro a un problema más filosófico que
físico, el de la “mente-cuerpo”, al que los defensores de la computación
electrónica y, por consiguiente, de la inteligencia artificial “fuerte” creen
posible soslayar cuando se construyan máquinas capaces de “sentir” placer o
dolor, belleza o humor, e incluso tener consciencia o libre albedrío gracias a
algoritmos de elevadísima complejidad que convertirían a estos robots en máquinas
“pensantes”.
Confieso que me desasosiega ese futuro robótico, ya que la facultad
de pensar la creía exclusiva del ser humano, gracias a la cual, no sólo puede superar sus
limitaciones físicas y los condicionantes del entorno natural, sino escapar del determinismo animal. Que esa
herramienta la dispongan también las máquinas me espanta, puesto que, como se
interroga Penrose en su obra, si éstas pueden llegar a superarnos algún día
en esa cualidad en la que nos creíamos superiores, ¿no tendríamos entonces que
ceder esa superioridad a las máquinas? Se me hace imposible imaginar un futuro
en que la cumbre de la racionalidad lo ocupen las máquinas. De ahí el miedo que
me ha producido tener conocimiento de la existencia de esa computadora con inteligencia artificial
que aprende por sí sola a ser invencible..., de momento, jugando al ajedrez.
Me da pánico.
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Nota:1: Roger Penrose, La nueva mente del emperador, Mondadori España, S.A., Madrid, 1991.
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