En realidad, retrasar una hora en invierno ubica a España
durante cinco meses (de octubre a marzo) más cerca del huso horario que le
corresponde geográficamente, según la zona del Tiempo Universal Coordinado
(UTC) que tiene como referencia el meridiano de Greenwich. Pero, aún retrasando esa
hora, España mantiene todavía una hora de diferencia adelantada (UTC+1) por el
cambio que se produjo durante la Segunda
Guerra Mundial que, a pesar del carácter temporal con que se
hizo, nunca llegó a corregirse. Es por ello que España se rige, en la
actualidad, por la Hora Europea
Central (Berlín) en lugar de la que le corresponde de Europa Occidental
(Londres), razón por la cual tenemos una hora de adelanto con respecto al sol
en invierno, y dos en verano.
La hora en España no se adecua escrupulosamente con el huso
horario en el que se halla. Estos husos horarios se establecieron en el siglo
XIX con el fin de determinar la hora universal. A partir del meridiano de
Greenwich, considerado meridiano cero (UTC OO), la Tierra se divide mediante
líneas de polo a polo (meridianos) en veinticuatro zonas, de 15 grados cada una,
correspondientes a las veinticuatro horas del día. Desde la
UTC OO (Greenwich, ya que por alguna había
que empezar), se va sumando una hora por zona en dirección este, o se resta en
dirección oeste. Cada zona es un huso horario. Adaptarse a ellos es una
convención que, en muchas ocasiones, viene determinada por intereses políticos
y no sólo geográficos, como el que motivó aquel adelanto de una hora en España
(y otros países), en 1942, durante la Segunda
Guerra Mundial para adaptarse al horario de Berlín. Más
tarde, como consecuencia de la crisis energética causada por el embargo que
impusieron los países exportadores de petróleo en el año 1973, se decidió
igualmente por motivos político-económicos volver a modificar los horarios
para aprovechar la luz solar con la intención de ahorrar energía. Esta es la
causa “oficial” por la que se cambia, desde entonces, la hora dos veces al año
en nuestro país. Sin embargo, según diversos estudios, dicho ahorro, si es que existe,
sería muy escaso, casi insignificante. Lo que sí es cierto es que el
alargamiento de las horas de luz por la tarde, durante el verano, beneficia a
la actividad turística, la mayor industria española. Y ello es más importante
que el supuesto ahorro energético.
Como vemos, mucho más que la cuestión técnica acerca del
huso que debería regir el horario en España, dada su ubicación geográfica, el
cambio de hora genera controversias por las alteraciones que ocasiona en los
ritmos circadianos de las personas y en las costumbres o hábitos sociales, laborales
y hasta familiares de la población. Es decir, aparte de las conveniencias
económicas de la medida, las críticas provienen de los trastornos que ocasiona
la desincronización de nuestro reloj interno con los ciclos de luz y oscuridad
modificados con cada cambio horario. Esa periódica desincronización entre los
ciclos de vigilia/sueño con los de luz/oscuridad puede suponer, para muchas
personas, problemas a la hora de conciliar el sueño, cambios en el estado de
ánimo, trastornos alimenticios y hasta alteraciones en el rendimiento
intelectual y físico. No tener sincronizado nuestro reloj interno con nuestro
huso horario acarrea toda una serie de problemas que la investigación
científica tiene suficientemente demostrados y contrastados.
El horario actual, más cercano al huso horario que nos
correspondería, es más acorde con el ritmo circadiano o reloj biológico de
nuestro organismo, lo que sin duda influye también en nuestra actividad y
productividad. De ahí que, desde diferentes sectores sociales (empresariales,
laborales, domésticos, etc.), se aconseje, cada vez con más insistencia, una
racionalización de los horarios, tendente a evitar esas jornadas interminables,
hasta las 9 ó 10 de la noche, que nos diferencian del resto de Europa.
Y es que, alargar las horas diurnas en verano, impide que
nadie se acueste temprano si hasta las 10 de la noche todavía hay luz, lo que
conlleva que los españoles seamos los europeos que menos dormimos, casi una
hora menos que los del resto del continente.
Y aunque somos también los que más tiempo pasan en el trabajo (más
de 200 horas al año que un alemán, por ejemplo), no somos los más productivos,
entre otros motivos, porque no aprovechamos convenientemente las horas de luz
por la mañana, como nos predispone nuestro reloj interno. Está demostrado
que la jornada intensiva en el trabajo reduce el absentismo laboral y aumenta
la productividad, según una investigación de la Universidad de
Zaragoza. Todo ello tendría consecuencias en nuestros hábitos sociales,
educativos y culturales, de los que somos renuentes a cambiar, y que es,
justamente, lo que sale a relucir en todas las discusiones que mantenemos, cada
año, a vueltas con la hora. Somos así: viscerales más que racionales.
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