Durante este corto período de tiempo, el mandatario
norteamericano ha demostrado que todos los temores que infundía su persona eran
ciertos y que las preocupaciones que podía despertar su gestión no eran
infundadas, sino que aumentan cada día que pasa en la Casa Blanca. Si las
consecuencias de todo ello recayeran exclusivamente en quienes lo han votado y sobre
el país que gobierna, Donald Trump no llamaría la atención del mundo más que
por liderar un movimiento político ultraconservador y ultranacionalista que
inspira a los Salvinis, Orbán y Bolsonaros de otras latitudes, convenientemente
asesorados por el ideólogo que ayudó a Trump a ocupar un cargo que se le queda
grande, Steve Bannon.
Lo grave, lo verdaderamente inquietante, es que las
iniciativas y decisiones del presidente de EE UU las sufren también las
naciones del ámbito de influencia de la primera potencia mundial, es decir,
todas las del planeta, ya sea de manera directa como indirectamente. Hasta la
aceituna negra que exportaba España a USA ha padecido las consecuencias de la
obsesión de Trump por alterar las normas del mercado internacional para
favorecer la producción nacional mediante aranceles y regulaciones que, a la
postre, perjudican a la propia economía de EE UU, la más exportadora del
comercio mundial. Cosa que a un presidente que está en contra de la multilateralidad
le importa poco o simplemente ignora.
Estos dos años de Trump en el Despacho Oval se han
caracterizado por destrozar, como un elefante en una cacharrería, todo el
equilibrio en que se basaban las relaciones de EE UU con el mundo, tanto a
nivel estratégico-militar como comercial y económico, para preservar sus
propios intereses sin ignorar una correspondencia con los demás países. Y por
dividir aún más a la sociedad norteamericana mediante políticas nefastas para
las minorías raciales y desfavorecidas de aquella nación y favorables hacia ese
supremacismo blanco y rico que persigue a toda costa. La Norteamérica de la
razón e ilustración reniega, así, de un presidente del que siente vergüenza,
pero la que puebla los extrarradios de las ciudades desindustrializadas y la
campesina que estaba acostumbrada a vender en un mundo que también cultiva,
confían en el líder que prometió pensar: “Primero, América”.
Trump escucha a Bannon |
Sin embargo, estos 24 meses del America first han mostrado más caos y desorganización que un programa
de gobierno sólido, calculado y consensuado. Los enfrentamientos y diferencias
de criterio surgidos en el equipo de Trump han sido constantes, más por las
veleidades y ligerezas del propio presidente, que cree dirigir una empresa suya
antes que gobernar, que por esa falta de unidad que exhibe en su cometido. De
hecho, es la Administración que más bajas y abandonos ha cosechado en la
historia reciente de EE UU, por las diputas, recelos, rencillas, rencores,
mentiras, abusos, deslealtades e intereses que enfrentan a Donald Trump con su
equipo en la Casa Blanca. La lista de los que se largan o echan, a veces a
través de un simple twitt, es aparatosamente larga, empezando por aquel
consejero de Seguridad Nacional, Michael
Flynn, que tuvo que dimitir por ocultar sus contactos con el Kremlin. O la
del Secretario de Estado (ministro de Exterior) Rex Tillerson, amigo y empresario como él, por ser públicamente
cuestionado por su jefe sin ningún recato. O la de su ideólogo de cabecera, Steve Bannon, expulsado, a los pocos
meses de estar susurrándole al oído, tras despertar celos en la familia y
recelos en el gabinete.
Otras dimisiones y ceses son de especial preocupación por
evidenciar maquinaciones por obstruir la justicia o maniobras para ocultar lo
que desde la Casa Blanca no quiere que se sepa en torno a Donald Trump. Es el
caso de James Comey, director del
FBI, por no frenar la investigación sobre la trama rusa, y la del segundo en la
misma agencia, Andrew McCabe. Y la
del Fiscal Federal que le investigaba, Jeff
Sessions. O la de James Mattis,
jefe del Pentágono, por disentir de la política militar del presidente. Y la de
Sally Yates, responsable de
Justicia, quien a los diez días de ser nombrada dio portazo para no secundar el
veto migratorio que decidió Trump por su cuenta y riesgo y que los jueces
tuvieron que paralizar. También las de Gary
Cohn, presidente del Consejo Nacional de Economía, H. R. McMaster, teniente general que asesoraba al presidente, y Nikki Haley, embajadora de EE UU ante
la ONU.
El puesto que más abandonos produce es el relacionado con la
comunicación y la prensa, en el que los equilibrios para explicar sin revelar nada
causa estragos por la imprevisibilidad de un presidente bocazas y maniático.
Una de las primeras víctimas fue Hope
Hicks, que dimitió como directora de Comunicación de la Casa Blanca a pesar
de haber sido asistente personal de Trump desde la campaña electoral. Y las de Anthony Scaramucci, que duró dos
semanas al frente del mismo departamento, Mike
Dubke, sustituto del anterior, y Sam
Spicer, portavoz de la Casa Blanca. También son significativas las
renuncias Reince Priebus, jefe de
Gabinete; Derek Harvey, asesor sobre
Oriente Medio, y Omarosa Manigualt,
la única asesora presidencial de raza negra. A la lista se suman Tom Price, secretario de Salud y
Asuntos Sociales, por abusos en sus gastos, Preet Bharara, fiscal federal de Nueva York destituido por la
Administración Trump, Walter M. Shaub,
director de la Oficina de Ética Gubernamental, por sus inevitables choques con
un Gobierno que carece de ética, y hasta Angela
Reid, la mayordoma de la Casa Blanca. Una lista que, en estos años, sigue
engordando cada día con nuevos nombres, como Sebastian Gorka, Rob Porter,
John McEntee, Brenda Fitzgerald, Scott
Pruitt, Dina Powell, entre
otros. ¡Y todavía faltan otros dos años para que finalice el mandato!
Pero no es la inestabilidad de sus miembros lo que causa
pavor del Gobierno de Donald Trump. Es lo que hace y por lo que ha destacado en
estos dos breves años de legislatura. Si lo primero muestra un desbarajuste
organizativo y programático, lo segundo demuestra la irresponsabilidad y los
bandazos de un poder que abarca todo un mundo que padece sus consecuencias,
alterando cierto orden mundial y un equilibrio en las relaciones internacionales
que podrían desembocar en conflictos de todo tipo y hasta en guerras.
Porque, aparte de la obsesión de Trump por construir un muro en la frontera con
Méjico, que ha llevado al cierre parcial por segunda vez del Gobierno debido al
pulso que mantiene la Casa Blanca con una Cámara de Representantes que se niega
autorizar los fondos necesarios para ello, son las iniciativas implementadas
por su Administración las que denotan el talante imprevisible, visceral y
peligroso del actual presidente norteamericano. Una obsesión con la migración que, sin ser un problema real
que ponga en peligro la seguridad nacional como él asegura, lo ha empujado a
enviar el Ejército a ayudar en la defensa de una frontera que ya impide la
entrada masiva de inmigrantes irregulares. A separar hijos de sus madres
inmigrantes y hasta revocar la ciudadanía de aquellos, conocidos como dreamers, que nacieron en EE UU de
padres inmigrantes. Incluso, despreciar y humillar a ciudadanos
norteamericanos, por ser latinos, a los que ofreció rollos de papel como toda ayuda
ante el huracán que devastó la isla de Puerto Rico, territorio de soberanía
USA. Su equidad como gobernante y su capacidad intelectual quedan de manifiesto
con estas actitudes.
Y su nivel como estadista, inconsciente del papel de EE UU
en el mundo, lo evidencia su ruptura unilateral del Pacto nuclear con Irán, para impedir la construcción de armamento atómico,
acordado conjuntamente con la Unión Europea y Rusia, lo que insta al régimen
iraní a no respetar el Tratado de No Proliferación Nuclear. Sigue dando motivos
a un actor protagonista del avispero de Oriente Próximo que mantiene ambiciones
de influencia en la zona y al que prácticamente entrega la plaza de Siria con la retirada sin acuerdo de
las tropas de EE UU que actuaban en la coalición contra el terrorismo y la ofensiva
del Estado Islámico. Precisamente, el primer ataque ordenado por Trump fue a
una base y centros sirios donde fabricaban y almacenaban armas químicas
utilizadas por el ejército de Damasco contra una población rebelde. Aquel
ataque, coordinado con Reino Unido y Francia, presuntamente puntual, limitado y
quirúrgico, apenas alteró un conflicto que enfrenta a gran cantidad de
facciones e intereses cruzados, y en el que Rusia e Irán juegan un papel
fundamental proporcionando ayuda a Bashar el Asad, frustrando cualquier amenaza
por derrocarlo. ¿De qué sirvió aquel alarde militar?
Casi al mismo tiempo, EE UU lanza, no se sabe por qué, una
“superbomba” (la mayor bomba convencional no nuclear) sobre Afganistán, cuyos daños al ISIS resultan
más propagandísticos que efectivos, máxime en un país en el que la amenaza
talibán es infinitamente mayor que la del Estado Islámico. Aparte del efecto
mediático, se ignora qué objetivo perseguía ese otro alarde militar de la era
Trump.
Queriendo mostrarse pacifista tras esos arrebatos bélicos,
Donald Trump se empeñó y consiguió reunirse con el tirano de Corea del Norte, país con el que
formalmente sigue en guerra, a fin de lograr algún acuerdo para que deje de
amenazar con sus misiles balísticos y sus bombas nucleares. Previos insultos
mutuos, firmaron un compromiso que está pendiente que se materialice en hechos
que se puedan comprobar. Tampoco aquí existe una política internacional basada
en algo que no sea un impulso repentino del ocupante del Despacho Oval. Como lo
fuera su orden de retirada del Acuerdo
de París sobre el cambio climático, en el que no cree porque le impide
explotar a su antojo los bosques y fondos marinos donde existan yacimientos
petrolíferos, y el incumplimiento, por el mero hecho de haber sido logrado por
Barack Obama, del Tratado Transpacífico
(TPP) acordado con países de Asia para crear una zona de comercio. También
obligó a la renovación del Tratado de
Libre Comercio con Canadá y México (TLCAN) que, salvo matices, apenas
cambia sustancialmente el anterior, porque ni se van a fabricar más coches ni
elaborar más mantequilla en EE UU. Pero el hueso duro lo ha probado con China, con la que mantiene una guerra
comercial, imponiéndose recíprocamente aranceles, que empieza a perjudicar a
empresas norteamericanas líderes en el mundo, como Apple. Con todo, no se puede
negar que la economía de EE UU marcha bien, más por los vientos a favor y las
inercias que por estas medidas aislacionistas y unilaterales del Gobierno
Trump, que causan perturbación y desconfianza en los mercados.
Disturbios en Charlottesville |
Tras dos años en el poder, mantiene el mandatario
norteamericano sus fobias, reduciendo las regulaciones legales que pretenden
preservar el Medio Ambiente,
desmontando el Obamacare (seguridad médica) que deja sin asistencia ni
protección a millones de ciudadanos sin recursos, trasladando la embajada de EE
UU a Jerusalén en claro apoyo a la
política sionista de hechos consumados contra los palestinos de Netanhayu, no
renovando el Tratado de Armas Nucleares
de Medio y Corto Alcance (INF), rubricado por en 1987 por Ronald Reagan y
Mijaíl Gorvachov, pero del que acusa a Obama de no romper ante los supuestos
incumplimientos de Rusia, y hasta “comprendiendo” la violencia racial contra los negros por los supremacistas blancos,
en casos como el sucedido en Charlottesville
(Virginia), donde murieron tres personas y más de treinta resultaron heridas por
los disturbios.
Este es el balance a vuela pluma de los dos primeros años
del mandato de Donald Trump, un presidente que, a buen seguro, seguirá
ofreciendo motivos para la preocupación y la intranquilidad en su país y en el
resto del mundo. Sus relaciones con la trama rusa de injerencia en las
elecciones en que salió elegido, cuya investigación trata como sea de frenar;
su familia a la que inmiscuye en su gestión; sus negocios que son incompatibles
con su cargo; su forma impulsiva de actuar como si el Gobierno fuera una
empresa de su propiedad; su ideología más que conservadora, radical y populista;
su xenofobia de marcada tendencia racista; su obsesión en destruir el legado
del anterior presidente; su misoginia y antecedentes con la prostitución de
lujo; su odio a los Demócratas, en especial a Hilary Clinton, más por mujer
(inteligente) que por demócrata, a la intenta criminalizar a cualquier precio;
su desprecio a la prensa, a la que acusa de fabricar noticias falsas cuando le
cuestiona y corrige (piensa el mentiroso que todos son de su condición) y hasta
su inexperiencia y mediocridad, que tanta vergüenza provocan, más la
desconfianza que exhibe con aliados y adversarios, harán que los dos años
restantes de su mandato sean igual o más excitantes que los pasados, si ello no
supusiera un riesgo terrible para quien no sea norteamericano, blanco y rico.
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