La construcción de una Europa unida y la cesión de soberanía
a un ente supranacional despiertan recelos en algunos Estados temerosos de
perder identidad y autonomía, debido a que muchas decisiones se adoptarán en
instancias continentales. Y, a pesar de las bondades de formar parte de una
unidad de mayor peso, desde cualquier punto de vista (político, comercial,
económico, militar, industrial, agrícola, educativo, monetario, cultural,
social, etc.), emerge ese miedo que los hace desconfiar del proyecto común
europeo y temer que la identidad nacional se disuelva, los intereses
específicos se desatiendan y la soberanía nacional quede condicionada a
directrices comunitarias. Entonces surgen los nacionalismos radicales que
intentan la vuelta atrás, el retorno al estado-nación en constante
enfrentamiento con su entorno, donde busca extender su idiosincrasia y, también,
imponer sus exclusivos intereses. Ultras que no quieren Europa si no es una
réplica exacta de su país, que no aceptan deberes para obtener derechos
compartidos y que prefieren la insolidaridad antes que estar sujetos a normas y
procedimientos comunitarios.
Es el caso del Reino Unido y su brexit (salida de la Unión Europea) insensato y desastroso, pero
también de Italia, de Hungría, de Polonia y, tal vez, de España cuando la
ultraderecha consiga condicionar el Gobierno. Estos países muestran miedo de
avanzar hacia una unión más firme y profunda que haga de Europa un interlocutor
internacional con una sola voz y una fortaleza continental incuestionables. Y
utilizan cualquier excusa para propalar sus mensajes de odio y supuestos
agravios, como la presión migratoria, el control del déficit presupuestario,
los acuerdos comerciales que perjudican a determinados sectores, la libre
circulación de personas en toda la unión, etc. Subrayan los inconvenientes y
obvian las ventajas a la hora de elaborar discursos de rechazo a Europa y
defensa maniquea de lo nacional, de un nacionalismo trasnochado y
desintegrador, impropio de los tiempos que corren. Frente al miedo al progreso
colectivo en una Europa unida, proponen el retorno al viejo nacionalismo
intransigente, excluyente, aislacionista y retrógrado del que Vox, Le Pen,
Salvini, Urban y tantos otros obtienen réditos electorales y triunfos
políticos. No es nada nuevo, sino caer en los mismos errores que, como recordara,
en 1941, Stefan Sweig en su libro El
mundo de ayer. Memorias de un europeo (Acantilado, 2017), desmembraron
Europa entre dos guerras mundiales a causa de “la peor de las pestes: el
nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea” (p.13).
Entonces, como hoy, “las fuerzas que empujaban hacia el odio eran, por su misma
naturaleza vil, más vehementes y agresivas que las conciliadoras” (p. 262). De
ahí su éxito y efectividad.
Pero también como individuos tenemos miedo a la libertad, a
la igualdad, a la responsabilidad. Y escogemos una seguridad, supuestamente
amenazada por multitud de peligros, en detrimento de libertades y derechos que
tanto costaron conquistar. Por eso entregamos nuestra confianza a la derecha
del capital y la iglesia cuando se tambalean el trabajo y la economía de los
que depende nuestra subsistencia. Cuando, como trabajadores oprimidos por la
precariedad, fiamos nuestro porvenir en quienes representan el liberalismo
económico que nos empobrece, limita derechos laborales y recorta prestaciones
públicas. Cuando, en poblaciones que basan su economía en una industria
agropecuaria que demanda inmigrantes, porque no halla mano de obra suficiente
entre los nativos, votamos partidos racistas y xenófobos. Cuando,
comportándonos como hombres acomplejados y mujeres incoherentes, despreciamos
las políticas de género y de protección contra la violencia machista por
considerarlas una ideología que atenta contra el patriarcado y una concepción
subordinada de la mujer en las relaciones de pareja. O cuando, en tanto particulares
bombardeados de información superficial, consideramos un ultraje a nuestro patriotismo
de balcón que otros territorios anhelen un mayor reconocimiento a su
singularidad o particularidad identitaria. Incluso cuando, olvidando la ubicación periférica
de nuestro país, deploramos la presión migratoria que sufre la frontera y exigimos
su impermeabilización y la expulsión del migrante pobre o del refugiado que
huye.
Manifestamos como individuos, en todos los casos, miedo a la
diversidad, a la igualdad y a la fraternidad cada vez que exteriorizamos actitudes
egoístas, intransigentes, supremacistas, excluyentes y acopiadora de
privilegios. Tenemos miedo a avanzar en derechos y libertades que reconozcan, a
todos, ser libres e iguales, sin importar lugar de nacimiento, color de piel,
sexo, religión o lengua. Es decir, cuando alcanzamos una libertad que nos exige
responsabilidad y que cuestiona nuestro anquilosado sistema de valores,
desconfiamos de ella y tomamos decisiones influenciadas por las convenciones o
la presión social. Y, aunque ninguna de las amenazas que nos hacen creer que
penden sobre nuestra sociedad, sobre ese “nosotros” tan diferenciado de “los
otros”, sean siquiera reales, las asumimos como percepciones propias para
participar de lo que supone debemos desear: menos libertad a cambio de un simulacro
de seguridad que nos hace retroceder en derechos.
De esa sensación de vulnerabilidad y las frustraciones que
genera se valen los populismos para manipularnos y hacernos creer que somos
dueños de una libertad amenaza por los “otros” y, por consiguiente, necesitada
de defensa. Y ellos, claro está, están prestos a defenderla mediante el odio,
el sectarismo y el egoísmo más irracionales que emanan, precisamente, de
nuestro miedo a la libertad.
______*El miedo a la libertad, Erich Fromm. Editorial Paidós, Buenos Aires, Argentina, 1975.
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