Un amigo, al que sigo con asiduidad, se pregunta en su blog
si la ley hace hombres libres o cautivos, para seguidamente, apoyándose en Locke
y Marina, quienes afirman que sin ley y su obediencia no se concibe la libertad ni se aprende
a vivir en ella, mostrarse perplejo porque la ley no impide matar, robar o
insultar, conductas lesivas a la libertad por faltar a la ética. Creo que mi
amigo no ha querido profundizar en el asunto sobre la necesidad imprescindible
de la ley para aspirar a una libertad que nunca será absoluta, cosa que al
parecer le causa perplejidad, a pesar de que la cita de Locke enuncia su necesidad
para combatir la violencia.
Al respecto*, habría que partir de que la ley es una invención
humana para no depender de la selva, de las bestias. En un mundo sin leyes, los
fuertes y violentos impondrían la suya. Y para evitarlo, el invento de la ley nos
protege de la violencia de los otros, de los fuertes, de las bestias, de los
tiranos. Y posibilita el Derecho, un ordenamiento legal de derechos, deberes y sanciones,
con el que la ley constriñe la violencia de cada uno y nos disuade para que
vivamos libremente persiguiendo nuestros proyectos de vida personales,
propiciando, al mismo tiempo, actos de cooperación y proyectos colectivos de
progreso social y económico.
Es así como la ley facilita la libertad aunque no impide el fraude
y los abusos de los tiranos. Pero sólo con la ley y desde la ley se consigue
combatir tales fraudes y quebrantos. Por ello la ley propugna y propicia
la igualdad y la facultad de los ciudadanos de controlar el poder. Desde el
imperio de la ley se construye la democracia, de tal manera que sin leyes ésta
no existiría, puesto que todas las actuaciones democráticas han de estar sujetas
a la ley. La ley limita el poder del gobierno gracias a la separación de
poderes y la existencia de un poder judicial independiente. Esa independencia
es imprescindible para que el juez tome sus decisiones en función de los hechos y de
acuerdo exclusivamente con la ley. Esta situación dista de ser perfecta, pero es la mejor que puede garantizar la libertad.
Es, por tanto, el imperio de la ley lo que propicia la
libertad y la capacidad del hombre para realizar sus acciones y desarrollar su
plan de vida. Tal libertad, sin embargo, no es absoluta por culpa de la propia
ley, pero sin ella no habría ninguna libertad, sino anarquía y la incertidumbre
de lo selvático. Por eso, y porque las leyes son susceptibles de modificarse
mediante procedimientos contemplados en la propia ley, deberíamos mostrarnos
respetuosos siempre con las leyes por sí mismas y porque, aunque nos desagraden
o nos impongan limitaciones, garantizan nuestros derechos, un cierto orden racional
y los compromisos de convivencia pacífica en sociedad. Si esto no es libertad,
no sé yo qué será tal cosa.
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* Para esta entrada me baso en el artículo La ley y la libertad, de Francisco J. Laporta, publicado en la revista Claves de razón práctica, nº 262, de enero/febrero 2019.
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