La izquierda nunca ha sido unitaria, nunca ha conseguido la
unidad ni como fuerza política ni como pensamiento ideológico o conjunto de
ideas progresistas, pero tampoco ha estado tan fragmentada como en la actualidad.
En el arco político de España, por ejemplificar con lo cercano y conocido,
figuran, hoy en día, como pertenecientes a la izquierda una miríada de
partidos, grupos, movimientos, mareas y plataformas que atomizan una
orientación ideológica hasta pulverizar lo que, cuando se le deja, representa
la mayoría social de este país. El último capítulo de esta fragmentación lo
escribe en estos momentos Podemos, la formación “emergente” que, hace poco más
de tres años, aspiraba a dar “sorpasso” al PSOE (sigue intentándolo), engullir
a IU (una digestión pesada) y representar a toda la izquierda existente en
España (que se le resiste). De aquel afán hegemónico han devenido expulsiones
de miembros fundadores, tensiones entre sectores que la integran -anticapitalistas,
independentistas, pablistas, errejonistas, etc.- y desafíos de división como el
que está a punto de producirse en Madrid. Y si esto ha sucedido en el último
partido en proclamarse de izquierda, en la historia de este movimiento
ideológico constituye una regla que lo caracteriza, hasta el punto de que
hablar de la izquierda es referirse al barullo que provoca asumir unas ideas
que persiguen el progreso y la igualdad de las personas con tantas variantes
como intentos han sido, son y serán.
Desde la primitiva separación entre socialistas y comunistas,
que dio lugar a la Segunda y Tercera Internacional, la vieja Asociación
Internacional de Trabajadores ya albergaba en su seno interpretaciones y
tendencias diversas para lograr aquellos objetivos que perseguían unos
germinales movimientos obreros para fundar, partiendo de las teorías de Karl
Marx y Friedrich Engels, un nuevo modelo social, económico y político, de base
humanista (Moro, Bacon y demás utopistas), que erradique las desigualdades y la
falta de libertades que ocasionan la explotación por una élite dominante de la
población y un modo de producción capitalista cuyo único fin es el lucro. La
izquierda, desde entonces, siempre ha ensayado vías diferentes y hasta opuestas
para alcanzar esas metas de igualdad, justicia y libertad que la han llevado a
crear corrientes tan dispares como el anarquismo, el socialismo, el comunismo, el
eurocomunismo, el trotskismo, la socialdemocracia, etc., e inspirar fenómenos
como el ecologismo, el feminismo, el laicismo o el pacifismo, entre otros.
Todavía hoy, dependiendo de la vía que considere más idónea
y del objetivo inmediato a conquistar, la izquierda se presenta, desde la
pragmática hasta la radical, con multitud de rostros y encarnada en grupos heterogéneos,
dispuestos, más que unirse entre sí y sumar fuerzas, a combatirse mutuamente para demostrar quién con más pureza porta la antorcha emancipadora de una
ideología de liberación. Y así les va, perdiendo credibilidad ante el
destinatario de sus desvelos y despilfarrando la confianza de sus fieles en
votos con escasa o insuficiente utilidad. Hasta el gran partido de
centroizquierda que hasta hace un momento conseguía aglutinar el voto útil
progresista, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), artífice de los
mayores avances en igualdad social, libertades individuales y modernidad logrados
en este país, lleva rumbo hacia la insignificancia y la desintegración en el
conjunto atomizado de las izquierdas. Un declive que parece no tener solución
ni por parte del PSOE ni de Podemos -la vieja y nueva esperanza de la izquierda-,
incapaces ambos de definirse ni de conjurar el ascenso de la derecha más
ultramontana que cabía imaginar a estas alturas de la España democrática. Si se
pensaba que Fuerza Nueva era fruto de un pensamiento retrógrado del pasado, Vox viene a confirmar que tales ideas permanecen bajo el sutil barniz de las convicciones light.
Y es que la izquierda ya no configura proyectos que atraigan
a las clases trabajadoras y clases medias, sin las cuales no se consiguen esas
mayorías que posibilitaron a la socialdemocracia sus victorias en Europa tras
la II Guerra Mundial. Desorientada y cada vez más fragmentada, busca ubicarse y
redefinirse con poco éxito porque muchos de sus valores e iniciativas, como el
Estado de Bienestar, la honradez, la cultura, las libertades, la igualdad y el
progreso, les han sido arrebatados por otras ideologías y movimientos, que los asumen
como propios e irrenunciables. Hasta la derecha menos dogmática y más pragmática
defiende valores, con todos los matices que se quiera, que germinaron en el ideario
de una izquierda que no ceja en ampliar derechos y libertades, como el aborto,
el matrimonio homosexual, el ecologismo, la igualdad de la mujer o las leyes de
dependencia, entre otros.
La izquierda no halla su discurso, se queda sin relato y no
sabe cómo conectar con unos ciudadanos acomodaticios y acostumbrados a unos
derechos y unas prestaciones que consideran seguros y consustanciales con la
sociedad a la que pertenecen. Unas comodidades que sólo peligran por desafíos
externos y no por olvidar preservarlos con la suficiente convicción en cada rutina
electoral. De ahí el Brexit del Reino
Unido y la presencia de Donald Trump en Estados Unidos como síntomas del divorcio
de una izquierda con sus seguidores, quienes rechazan una globalización
-económica y cultural- que creen perjudicial para los intereses nacionales y
que perciben la migración como peligro más que como oportunidad para la
sociedad. Un síntoma que avisa de un problema que se extiende desde Inglaterra,
EE UU, Austria, Hungría, Italia o Brasil, y del que España no está inmune, y
que pone de relieve que la izquierda internacionalista pierde terreno a marchas
forzadas para dar paso a una derecha irredenta y un populismo demagógico. Para
Félix Ovejero*, se trata de la renuncia de la izquierda a moldear una sociedad
distinta de individuos libres para atender a una ciudadanía convertida en un
mercado electoral segmentado, más sensible a las emociones que a la ideología y
las convicciones.
Para colmo, con la crisis económica y las políticas de
austeridad impuestas por el neoliberalismo, el sólido bipartidismo español se
agrietó y nuevas fuerzas emergentes han ido ocupando su lugar en el espectro ideológico
con intención de representar cualquier opción política. Pero si en la derecha
sólo Ciudadanos y Vox, en el extremo, disputan al Partido Popular su hegemonía del
conservadurismo, en la izquierda, como suele, surgen fuerzas que fragmentan una
ideología en mil propuestas (PSOE, IU, Podemos, Equo, Compromís, Partido
Comunista, Los Verdes, Actúa y demás marcas locales y regionales) que acaban
debilitando las esperanzas depositadas en una socialdemocracia reformista que, por
sus propios errores y rencillas, ha contribuido en gran medida a hacerse el haraquiri. Y que, incluso, como quedó
patente en las elecciones en Andalucía, prefiere gobernar con la derecha que
hacerlo entre ellas en coalición.
Tal tendencia a dispersarse y multiplicarse es lo que
explica que, según datos del Ministerio de Interior, en España existan más de
4.000 partidos políticos activos, con predominio de los de izquierdas, aunque sólo
una parte ínfima de los mismos consiga representación parlamentaria. Es por
ello que hablar de la izquierda es referirse al barullo partidista en el que continuamente
se manifiesta en la búsqueda de una identidad perdida, precisamente, con tantas
réplicas y fragmentaciones.
* La deriva reaccionaria de la izquierda, Félix Ovejero, Editorial Página indómita, Barcelona, 2018.
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