La política española es parca en entendimiento. Esa falta de entendimiento y de empatía entre los líderes de las formaciones políticas dificulta cualquier acuerdo o pacto que beneficiaría al conjunto de la ciudadanía, al país. El tacticismo de plazo corto y la obsesión por no facilitar ninguna baza al adversario conducen a una política de trincheras y confrontación en cualesquiera asuntos de la actividad pública. Ni siquiera una emergencia descomunal, como la pandemia del coronavirus que afecta al mundo entero, sirve de acicate para acercar posturas, dejar de lado rivalidades y colaborar de buena fe en una búsqueda de soluciones de las que nadie tiene patente de propiedad. El estado de alarma, el confinamiento, la falta de recursos y hasta el número de contagiados y muertos han sido utilizados para intentar culpabilizar al adversario, desconfiar o erosionar la gestión llevada a cabo y hasta para obstaculizar los esfuerzos del gobierno de turno ante un reto insólito de dimensiones continentales. Ningún mérito le será reconocido.
En España proliferan los vetos, vetos cruzados entre
partidos políticos que sólo ofrecen su apoyo a cambio de expulsar a otros del
mutuo entendimiento. Por eso en nuestro país es inimaginable una actitud como
la alcanzada en Portugal, donde la oposición, lejos de enfrentarse al Gobierno,
le ofrece su total colaboración para lidiar contra la pandemia: “Señor primer
ministro, le deseo coraje, nervios de acero y mucha suerte. Porque su suerte es
nuestra suerte”. Este fue el mensaje que le transmitió el líder de la oposición
al jefe del Gobierno del país vecino. Justo lo contrario de lo que ocurre en
España. Si hasta al jugarnos la vida
somos incapaces de entendimiento, cualquier otro asunto no merecerá mayor esfuerzo
de colaboración y alianza. La bronca, los insultos y las descalificaciones
serán los argumentos que saldrán de la boca de nuestros líderes para no ceder
ninguna ventaja al contrincante. Que se hunda el país antes que reconocer
bondades en el adversario. Tal parece la disposición de nuestros políticos en
todo el arco parlamentario, incluidos los extraparlamentarios. Son profetas de la verdad absoluta, de la que son únicos poseedores, y del yerro absoluto,
que siempre corresponde al otro, a cualquier otro que no figure en nuestras
filas. Apenas existen zonas comunes de encuentro, lindes grises donde ninguna
verdad es incompatible con otra, tímidamente transitadas en contadas ocasiones y
de las que pronto se arrepienten, como si fuera una mancha, un desprestigio
haber llegado a ellas para lograr algún acuerdo con el “enemigo”.
España es partidaria del tremendismo, del duelo a
garrotazos, como lo pintó Goya, ese sociólogo del pincel que nos retrató con
sus más negras pinturas. No estamos dotados para el diálogo, la dialéctica o la
negociación sin apriorismos ni líneas rojas. O todo o nada. O conmigo o contra
mí. Mis ideas o las tuyas, sin posible término medio. Y así nos va. En vez de
progresar, retrocedemos. En vez de tolerancia, alimentamos la crispación en la
convivencia entre los españoles. Fomentamos la división y la desigualdad en vez
de buscar la unión y la prosperidad de todos y para todos. Incluso preferimos
ser más pobres para no dejar que administre nuestros recursos un gobierno que no
es de los nuestros. Boicoteamos los presupuestos de la nación y las
instituciones del Estado con tal de poner piedras al adversario, confiados en
que ya llegaremos nosotros a arreglarlo. No dejamos gobernar, ni el país ni una
comunidad ni un ayuntamiento ni siquiera una peña folklórica, no vaya a ser que
obtengan algún éxito, algún logro que puedan adjudicarse. Ya ni las críticas
son constructivas porque no se acompañan de alternativas viables, creíbles,
sinceras. Se cuestiona por obstruir, erosionar, descalificar, denostar, hundir
al adversario. Para no lograr a ningún entendimiento.
Un país así está condenado a repetir sus errores, destinado a
la mediocridad y al estancamiento. A ser contemplado desde el estereotipo
injusto, con el sambenito despreciativo, con la miopía histórica. Porque no da
muestras de avanzar, de modernizarse, de sacudir sus lacras, de unir a sus
gentes, de tener unos gobernantes capaces de sumar esfuerzos en aras del bien
común, de ambicionar estar a la altura de las democracias más envidiadas del entorno, de liderar nuevos retos y nuevos rumbos, de generar oportunidades. En
vez de eso, seguimos instalados en el “y tú más”, en la necedad, la ceguera, la
corrupción, el sectarismo, la intolerancia y el egoísmo, mires donde mires.
Hacia arriba o hacia abajo. Porque abajo, muchos exigen ayudas pero son reacios
a pagar impuestos. Reclaman hospitales, médicos, escuelas y maestros públicos y, sin
embargo, votan al neoliberalismo de las privatizaciones. Quieren subvenciones
pero engañan cuanto pueden a Hacienda. Declaran ERTEs sólo para aumentar los
beneficios empresariales, lamentan la baja productividad pero no remuneran las
horas extraordinarias. Y aspiran a trabajos para los que no están cualificados
o en los que no rinden lo establecido.
Tanto arriba como abajo los abusos forman el caldo de
cultivo que todo lo justifica, como si fuera la única defensa ante tanto
atropello y arbitrariedad. Quien no abusa, roba o se aprovecha es tonto de
remate, parece nuestro lema. De un pueblo así, inmensamente honesto pero en el
que lucen y prosperan una minoría de pícaros, emergen los sinvergüenzas que
acaban ocupando poltronas y privilegios. Y a estos no les interesa el
entendimiento, que se les acabe el chollo. Por eso hacen lo imposible para que
nada se resuelva y poder seguir impartiendo doctrinas y recetas inútiles que
sólo valen para mantenerse en el machito. Es su trabajo: conservar el cargo.
No saben hacer otra cosa. Brillan por su incapacidad al entendimiento. Ni
siquiera por su propio país.
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