Ante los últimos acontecimientos de índole racista que están produciéndose en Estados Unidos de América (EE UU), y que brotan como guindas que extienden su virulencia a gran parte del país, no puede uno dejar de preguntarse qué es lo que hace resurgir un fenómeno que parecía estar superado en aquella sociedad desde hacía tiempo. No es necesario recordar que se trata del mismo país que hace apenas cuatro años estaba gobernado por el primer presidente afroamericano de su historia y que a punto estuvo de elegir a la que hubiera sido, también por primera vez, la única mandataria femenina en ocupar la Casa Blanca.
En una sociedad tan plural, diversa y moderna como la
estadounidense, que no parecía tener prejuicios raciales o sexuales a la hora
de elegir a sus gobernantes, ofreciendo una lección al mundo de igualdad social
y política, causa relativa sorpresa que ahora emerjan actitudes tan deplorables
de racismo, xenofobia, sectarismo e intolerancia, que son, en el fondo, las
mechas que encienden esas protestas, la violencia policial, los disturbios y las
manifestaciones multitudinarias que actualmente se extienden por toda la
geografía estadounidense. Y que hacen que, por su intensidad y extensión, constituyan
la reacción racial más grave de la historia de EE UU, como la califica el
experto en movimientos sociales Neal Caren, profesor de Sociología de la
Universidad de Carolina del Norte. ¿Cómo se explica esto?
En primer lugar, no hay que olvidar que, desde su fundación,
ha existido racismo en EE UU. Se trata de una sociedad construida por sucesivas
oleadas de inmigrantes que, para su arraigo y prosperidad, siempre han procurado
imponer sus valores e intereses sobre los demás. Tanto es así que, al poco de
establecerse el primer asentamiento de ingleses en Norteamérica, ya se
descubren documentos que evidencian la existencia de esclavitud negra en la
construcción de la nueva nación. Y durante la conquista, hacia el oeste, de
aquel amplio territorio, esos primeros colonos no dudaron en arrebatar terrenos
y expulsar a sus nativos, eliminándolos o confinándolos en reservas, en lo que se
asemeja a un auténtico genocidio de los indios nativos norteamericanos. Que lo
que queda de la cultura y rituales de esas comunidades nativas sea la versión
edulcorada que los blancos ofrecen como espectáculo al mundo, con John Wayne como
un icono del supremacismo blanco, es la evidencia palpable del exterminio de un
pueblo y su aniquilación cultural por motivos raciales. La única identificación
del ciudadano actual con los nativos norteamericanos es la industria
cinematográfica del Far West. Un cliché.
Y, en segundo lugar, en la expansión de la colonización de
EE UU, los terratenientes anglosajones necesitaron de la esclavitud para
laborar y explotar aquellas tierras, ya libres de nativos. Desde un primer
momento, comenzaron a traer y comprar prisioneros africanos para esclavizarlos y
someterlos a trabajos pesados. La explicación es sencilla: la esclavitud les
resultaba más rentable y “productiva” que contratar a trabajadores blancos. A
partir de entonces, la “marginación” de los nativos americanos, la esclavitud
de los africanos y sus descendientes y la segregación racial de los negros
siempre han estado presente, de manera más o menos latente, en la sociedad de
EE UU. Y, a pesar de los esfuerzos que ha llevado a cabo para combatir este
racismo, como la abolición de la esclavitud (Lincoln, 1865) y la derogación de
la segregación racial (Ley de Derechos Civiles, 1964), lo cierto es que perduran
en EE UU ramalazos racistas entre la mayoritaria blanca protestante, que aún
desconfía del crecimiento e influencia de las minorías étnicas de su población.
Como afirma el escritor Colson Whitehead, ganador de los
premios National Book Award y Pulitzer, “ha habido supremacistas blancos,
racistas y corruptos en la historia estadounidense durante 400 años. Lo que
sucede es que ahora uno ha sido elegido presidente…” Es incuestionable que el “comburente”
del incendio racista de la actualidad en EE UU lo proporciona en cantidades
ingentes un presidente que no es reacio a utilizar la xenofobia y el racismo
por intereses electorales, exacerbando a la supremacía blanca, “comprendiendo” la
violencia policial, amparando la posesión y el uso de armas de fuego y
discriminando a las minorías negras, hispanas o musulmanas, entre otras, a las
que criminaliza de todos los males que padece la sociedad norteamericana. Un
presidente así no está exento de responsabilidad por el resurgir del fenómeno
de racismo que parece estructural de la sociedad norteamericana, incapaz de
erradicarlo definitivamente.
Al agitar ese racismo larvado cada vez que cree le favorece,
como, de hecho, hace cuando propaga la duda sobre la nacionalidad de Barack
Obama, anteriormente, y de Kamala Harris, hace poco, por el color de su piel y
no por el lugar de nacimiento, y cuando no cuestiona, alineándose con los que
deshonran el uniforme, los casos de violencia policial contra la población
negra que se multiplican por toda la nación, no puede resultar extraño que los manifestantes
y los movimientos sociales de derechos civiles personalicen en Donald Trump su
ira y descontento. Hasta uno de cada diez estadounidenses han participado en
alguna de esas manifestaciones. Se trata, bajo el lema Black Lives Matter (las
vidas negras importan), del movimiento de protestas sociales más relevante
desde los tiempos de Martin Luther King, que por desgracia coincide con los
meses decisivos de la campaña electoral en la que Trump busca su reelección.
Desde que resultó elegido, el presidente no ha dejado de
sembrar la cizaña del odio racial, “comprendiendo”, en unos casos, las
agresiones racistas de Charlottesville, o siendo “equidistante” en todos los actos
de violencia policial contra los afroamericanos acaecidos durante su mandato,
como el que generó las actuales protestas por la muerte por asfixia del
ciudadano George Floyd. No sería la última víctima ni la primera. Antes y
después se han producido otros episodios de abusos policiales, como el de Ahmaud
Arbery, disparado por un expolicía, Breonna Taylor, muerta en el asalto de su
casa por la policía, y Jacob Blake, tiroteado por la espalda al ser arrestado,
entre otros. La gravedad de este racismo sistémico contra los negros en EE UU es evidente con un dato: el 24 por ciento de los muertos a manos de la policía son
personas afroamericanas, a pesar de que su población no representa más del 13
por ciento del total. Es decir, un ciudadano negro tiene más del doble de
posibilidades de morir en un enfrentamiento con la policía que uno blanco,
según datos de la ONG Mapping Police Violence. Trump lo sabe y no le
importa utilizarlo a su favor.
La realidad es que Donald Trump es el representante de los
supremacistas blancos y de los poderes económicos de las industrias de armas,
las farmacéuticas y las petroquímicas del país. También lo es de los nostálgicos
del Ku Klux Klan, de los populistas del ultranacionalismo que aspiran a un
aislacionismo endogámico en la economía y el comercio, y de todos los
reaccionarios del ultraliberalismo que desprecian el multiculturalismo y la multilateralidad
en las relaciones internacionales. Con semejante mentalidad racista,
negacionista, misógina, ultraconservadora y neofascista con que Trump ha “desbaratado”
el orden mundial, ha emprendido “guerras” comerciales, ha “deshecho” consensos
internacionales, ha “torpedeado” organismos mundiales y ha “polarizado” a la sociedad
norteamericana, exacerbando el odio y el sectarismo racial, no resulta descabellado
que medio país se levante para protestar contra un resurgir del racismo y la
violencia que achacan a su particular gestión como presidente.
Aunque condicionado por ella, la historia no lo explica
todo. Mucho de lo que pasa en la actualidad, en un país que favoreció las
libertades, los derechos civiles, la democracia, el libre comercio, la igualdad
de oportunidades, los organismos de regulación y control internacional, y la
globalización, entre otros avances, es debido a la mediocridad e ignorancia de dirigentes
contemporáneos y a la irresponsabilidad de sus decisiones. A populistas sin
escrúpulos que no dudan en mentir y revivir fantasmas de la discordia con tal
ganar un puñado de votos. Gente que, en vez de hacer pedagogía de valores cívicos
que unan a los ciudadanos en una convivencia pacífica, superando lacras
históricas, se dedican a profundizar la división y el enfrentamiento entre
ellos. Y a falsear a su conveniencia la realidad y sus retos. A valerse de la “posverdad”
(mentira emotiva) para conseguir fines que sólo buscan la propaganda mediática en vez de
la solución de los problemas. Y a plantear falsas disyuntivas, como cuando se
contrapone seguridad frente a libertades para tratar el fenómeno de la
migración, o ley y orden frente a anarquía para describir unas manifestaciones
públicas que en más del 93 por ciento son pacíficas.
El racismo y la intolerancia social que convulsiona a EE UU
hoy en día es fruto de la demagogia y la manipulación malintencionada de
gobernantes del presente y no, exclusivamente, de herencias del pasado. Pero
serán los propios norteamericanos los que paguen, como se está viendo, las
consecuencias incendiarias de quienes avivan las llamas del odio y el racismo
en su país. Aunque el resto del mundo también salga chamuscado.
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