Y no se puede conseguir porque la estructura económica, política y social imperante no persigue resolver esos problemas de desigualdad e injusticia que percibimos persistentes en nuestro país. Entre otros motivos, porque para las élites que nos gobiernan, y para los poderes que por encima de ellas mueven los hilos de los que penden los gobiernos, estos asuntos se consideran inevitables consecuencias colaterales del funcionamiento del sistema económico y de libre mercado que rige nuestra actividad productiva y del modelo de organización social (tipo de sociedad) en la que estamos integrados. Así, si el objetivo final de la economía es la obtención de ganancias (ser rentable), difícilmente se podrán atender situaciones que por muy injustas que nos parezcan supondrían “gastos” totalmente innecesarios. La productividad -ese mantra que recitan los empresarios- para que sea rentable es incompatible con la solidaridad y la justicia. De ahí que, cuantos menos derechos se reconozcan a los trabajadores y más bajos (competitivos) sean sus salarios, mayor “productividad” tendrá la empresa y más abultados beneficios (rendimientos) lograrán sus propietarios y quienes les financian. El propio sistema impone que la riqueza de unos (pocos) conlleve el empobrecimiento de otros (muchos). Es decir, genera desigualdad material en el reparto inequitativo de la riqueza nacional, y gracias a ella, como mal colateral, es viable la actividad económica y comercial.
Esa misma actividad económica posibilita la recuperación de
la que tanto alardea el Gobierno y el crecimiento que registran los grandes
datos macroeconómicos del país. No puede negarse que España es, en la
actualidad, uno de los países que más crece en Europa, pero al mismo tiempo es
el segundo de la eurozona (detrás de Grecia) que más déficit público genera. Se
trata de un crecimiento subvencionado por el abaratamiento del precio del
petróleo y por la compra de deuda soberana por parte del Banco Europeo, que
mantiene “a raya” aquella prima de riesgo que tanto nos castigó durante la
crisis financiera aun renqueante. Tal crecimiento no sirve para aliviar la
deuda del país (no se puede trasladar a los ciudadanos), lo que obliga a seguir
con los “ajustes” y los recortes en las prestaciones públicas que se consideran
“gastos” del Estado. En otras palabras, para que el crecimiento y “rentabilidad”
impulsen la actividad económica y generen confianza al Capital (sistema
financiero), es obligado el empobrecimiento de las capas de población más
desfavorecidas y vulnerables, aquellas que dependen de los servicios y ayudas
públicas que dispensa el Estado. Otra vez, la desigualdad y la injusticia forman
parte ineludible del Sistema (económico y financiero) que rige nuestra
actividad productiva. Por ello, afirmar que se va a combatir el paro al mismo
tiempo que se va a procurar crear las condiciones que favorezcan el empleo,
manteniendo este sistema capitalista de libre comercio, es ocultar
deliberadamente a los ciudadanos que el paro es consustancial a este modelo
económico y mercantil, dado que crea más paro y desigualdad cuanto mayor
crecimiento y riqueza proporciona. Es engañar a la población con promesas
falsas cuando, al mismo tiempo, se adoptan medidas que inciden en la
precariedad laboral y en la debilidad jurídica de los trabajadores. En una
palabra: no se puede crear empleo de calidad con la actual Reforma Laboral,
elaborada exclusivamente para abaratar despidos, abaratar salarios, abaratar
condiciones laborales e instalar al trabajador en una precariedad absoluta.
Sin embargo, son las clases medias y trabajadoras, las más
perjudicadas por esta lógica capitalista, las que aportan el grueso de los
recursos que sostienen un menguante Estado de Bienestar que, a mediados del
siglo pasado, fue creado para socorrer a quienes no pueden costearse sus
necesidades básicas (salud, educación, pensiones y seguridad,
fundamentalmente). Esta financiación se basaba en un sistema fiscal progresivo
que hacía que contribuyera más quien más medios disponía. También aquí germinan
la desigualdad y las injusticias, porque las grandes fortunas, los pudientes y
acaudalados y las más rentables empresas esquivan contribuir conforme a lo que
ganan. La propia normativa fiscal les permite desgravar, con mil y un
subterfugios, gran parte de los impuestos que debieran pagar a la Hacienda pública, sin
necesidad de recurrir a vías ilegales para ello, que también. No extraña, por
tanto, que el jefe de Gobierno austriaco, Christian Kern, dijera sobre Amazon,
el gigante de la venta on line, que
“paga menos impuestos que un quiosco de salchichas”.
La maraña de la fiscalidad está ideada para atrapar a
incautos y humildes contribuyentes que no tienen capacidad para acceder a esa
“ingeniería financiera” que permite a los ricos eludir o reducir los impuestos
que pagan por sus rendimientos y patrimonio. Los Gobiernos lo saben, pero mantienen
las SICAV y demás fórmulas con las que los acaudalados rebajan insolidariamente
su aportación equitativa al bien común. Como también permiten, a escala
continental, esos paraísos fiscales que en Irlanda, Holanda, Luxemburgo o Malta
dispensan, en el corazón de Europa, un trato fiscal privilegiado y claramente
ventajoso a las grandes fortunas y empresas que radican allí su sede para pagar
menos impuestos. Si esto no es actuar para preservar la desigualdad entre
países europeos, y desigualdad, empobrecimiento e injusticia en los ciudadanos,
a los que se les niega progresivamente derechos y prestaciones mientras se les
exige mayores esfuerzos para “financiar” la menguante estructura de servicios
públicos, que venga John M. Keynes y lo vea.
Al fin y al cabo, con la excusa de la crisis económica se ha
conseguido imponer lo que neoliberalismo venía persiguiendo desde los tiempos
de Reagan y Thatcher. “adelgazar” al Estado, eliminar el poder regulatorio de
los Gobiernos en la economía y entregar a la iniciativa privada la satisfacción
de las necesidades de los ciudadanos, los cuales deberán costeárselas. Un
modelo que genera, por definición, desigualdad, pero que asumimos como el único
posible porque así conviene a los poderes y las élites establecidos. Son ellos
los que procuran preservar la desigualdad que se extiende entre la población,
sin que movamos un músculo por evitarlo. Seguimos votando a sus representantes
políticos, esos que claman contra el paro y la desigualdad con la misma
sinceridad con que Bárcenas proclama su inocencia. Y así nos va.
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