Siempre me ha parecido un abuso de autoridad mentalizar a los niños con las creencias religiosas de sus padres a través del bautismo y la primera comunión sin que ellos sean conscientes, dada la edad y su inocencia, a lo que se comprometen con esos rituales en apariencia sociales, festivos e inofensivos. Están siendo obligados, mediante el adoctrinamiento ritual desde que nacen y antes de que alcancen la mayoría de edad, a adoptar las creencias religiosas de sus progenitores, en las que es fácil entrar, incluso sin solicitarlo ni quererlo, pero muy difícil salir, ya que el proceso de apostasía es sumamente complejo y está estigmatizado socialmente. Se soslayan, de esta forma, los derechos del niño con tal de ganar adeptos, con la bendición del poder eclesial y el apoyo legal del Estado y del poder judicial.
Eso es, precisamente, lo que ha ocurrido con una niña de la Comunidad Balear ,
a la que una sentencia de la Audiencia
Provincial de Palma de Mallorca ha obligado a hacer la primera
comunión en contra de su voluntad pero de acuerdo con el criterio de su padre,
que estaba empeñado en ello. Se trata de un caso extremo que ha llegado a los
juzgados por la discrepancia suscitada en el seno familiar entre los deseos de
la niña, secundada por su madre, y los contrarios del padre, quien hizo valer su
patria potestad con ayuda de la justicia. Según la sentencia, nada salomónica, dado
que los padres (divorciados) se habían casado por la Iglesia y habían bautizado
a la menor, resultaba coherente que la niña, hija de creyentes, comulgara con tales
creencias, a pesar de su negativa a celebrar ese rito religioso. La coherencia valorada
por el juez se impone a un menor, obviando sus derechos, pero no a unos adultos
que incumplen, cuando les conviene, los dogmas de la religión que dicen
profesar al romper el “indisoluble lazo del matrimonio” católico. Ejercen una
coherencia “descafeinada”. Lo grave del asunto es que un juez, presumiblemente católico,
refrenda judicialmente el capricho del padre porque la ley garantiza el derecho
que asiste a los padres para decidir la formación religiosa y moral de sus
hijos. Del derecho de la madre y de la propia hija no dice nada ni se tiene en
cuenta.
Ese derecho de los padres a que sus hijos reciban los
sacramentos colisiona con la libertad del niño para creer o no creer en lo que
quiera en virtud de su “libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”
que reconoce la Convención
de los Derechos del Niño. No parece justo, por tanto, que ante la voluntad
expresa del menor de no celebrar el sacramento iniciático de la primera
comunión, se le haya impuesto una decisión, en este caso judicial, que contraviene
sus deseos, máxime cuando tal rito obedece a una estrategia de adoctrinamiento
que la Iglesia Católica
aplica en connivencia con el propio Estado y otros poderes civiles.
Porque es la Iglesia
Católica la que intenta moldear la mente –un papel en blanco-
de los niños con un adoctrinamiento que se inocula desde la infancia y la
juventud mediante ritos de paso formales que buscan su arraigo, reforzados por
la tradición y la cultura, en la mentalidad del adulto. Se trata de una carrera
entre la razón y la fe con el propósito de que la creencia desplace al
raciocinio antes de que éste aparezca. Por eso, si no se respeta la voluntad
del niño, por ser menor y no tener criterio, para negarse a celebrar la primera
comunión, tampoco, por el mismo motivo, debería obligársele asumir un
compromiso iniciático que persigue conquistar sus mentes antes de que se
planteen ideas racionales que cuestionen los dogmas religiosos. Y el Estado,
ante los intereses particulares de la Iglesia y los generales de los ciudadanos,
debería siempre amparar y proteger los segundos, desvinculándose de la labor
proselitista y adoctrinadora que practica la Iglesia.
Sin embargo, en España el Estado no es neutral y mucho menos
laico, en contra de lo que proclama la Constitución. El
Estado español reconoce una preponderancia a la Iglesia Católica que se traduce
en privilegios y libertades para la manipulación de esas criaturas maleables
que son los niños. Fomenta y hasta facilita económicamente el adoctrinamiento
continuado de las personas que practica la Iglesia a través del bautismo del infante, la
primera comunión del niño, la confirmación del adolescente, el matrimonio del
adulto y hasta la extremaunción del que muere, sin olvidar las misas, cultos y
demás ceremonias que tratan de reafirmar los preceptos religiosos –católicos,
por supuesto- dominantes en la sociedad.
Esta contribución activa del Estado en el fomento del
catolicismo se hace descaradamente evidente en la presencia de la signatura de
religión en la educación, no como parte de una historia del pensamiento
filosófico del hombre, sino con la finalidad catequética de señalar
determinados valores morales a los que el niño ha de adherirse y las sendas
predeterminadas que han de seguir para orientar su comportamiento. Es decir, no
sólo se le tolera a la Iglesia
que practique el adoctrinamiento de sus fieles a través de los ritos que
celebra como entidad religiosa, sino que el Estado le permite que utilice la
educación pública para sembrar su ideario excluyente y manipulador. Un
privilegio aún más hiriente cuando un Gobierno sectario, afín al catolicismo,
prefirió eliminar la asignatura Educación para la ciudadanía, que perseguía
promover valores cívicos de tolerancia, justicia, pluralismo y libertad sobre
los que descansan los Derechos Humanos y el Estado de Derecho, para sustituirla
por la asignatura de religión con valor académico en el currículo escolar.
Que este peso asfixiante de la religión católica en la
sociedad española y en la vida de los ciudadanos, desde su más tierna infancia,
no haya sido suficiente para que una niña decidiera no sucumbir a ceremonias
que, tras su aparente e intencionada vertiente “festiva”, son meros instrumentos
de proselitismo y adoctrinamiento, es algo digno de encomio que resalta su
capacidad crítica, mucho más racional que la de su padre. Un hecho que pone de
relieve, además, la intromisión de la Justicia , como uno de los poderes del Estado, en
asuntos que debieran solventarse en la privacidad de las creencias
individuales, sin menoscabo de los derechos y libertades que asisten a las
personas, sean niños o adultos. Todo ello evidencia la necesidad de que el
Estado sea realmente laico, no sólo “aconfesional”, para que no favorezca con
privilegios a ninguna confesión religiosa y deje que las creencias respetables
de los ciudadanos se circunscriban al ámbito íntimo e individual de cada uno de
ellos. Y, sobre todo, que no participe en la manipulación y adoctrinamiento de
los niños para que, cuando sean adultos, se conviertan en personas libres,
racionales y responsables. Un Estado que no reconozca ningún derecho de
adoctrinar.
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