En casi todas las familias se producen desencuentros entre padres e hijos que suelen resolverse, la mayor parte de las veces, sin traumas, aunque con un susto en el cuerpo. La responsabilidad de los padres por imponer cierta disciplina y obligaciones a los vástagos (estudiar, fundamentalmente) y la tendencia de éstos a explorar los límites de su libertad y satisfacer sus deseos con creciente autonomía, hace que irremediablemente estallen estos conflictos domésticos que tanto preocupan a padres y soliviantan a hijos. Un hogar donde no se hayan producido estos roces generacionales en la convivencia de sus miembros es una rareza, pues lo común es la existencia de tensiones que se encauzan normalmente mediante una pacífica transacción entre las partes. No en balde, todos hemos sido hijos más o menos revoltosos y acabamos siendo padres que se acuerdan de sus travesuras adolescentes a la hora de educar a nuestros hijos. Es lo que se conoce como ley de vida.
Recuerdo haber tenido encontronazos con mis progenitores que
me han llevado, en un arrebato de soberbia, a hacer la maleta para largarme.
Pero portar la maleta hacia ningún destino y sin dinero ni para un bocadillo me
hacía recapacitar y volver a casa a encerrarme en mi cuarto hasta que se pasase
el disgusto. También he tenido hijos que se han escapado varios días a casa de
un familiar que los acoge y comprende sólo temporalmente, hasta que se
convencen –hijos y familiar- de que lo mejor es regresar y hacer las paces. En estos
casos, la preocupación de los padres es mayúscula, hasta el punto de
cuestionarse la dureza de su actitud o el acierto de su decisión. Un alivio mal
disimulado les relaja la expresión cuando el escapado retorna al seno familiar
o da a conocer su paradero, cercano y sin daños. La normalidad se recupera
entonces con relativa facilidad gracias a una mutua disposición a la
comprensión y la tolerancia en las relaciones familiares.
Esta reflexión viene al hilo de la desaparición de una joven
madrileña que pasaba sus vacaciones en Galicia y a la que los medios de
comunicación están prestando una atención desmesurada, ofreciendo más
espectáculo que información. No sólo han especulado acerca de las posibles
causas del hecho -desde el secuestro, un asalto por parte de algún perturbado
y, finalmente, la huida voluntaria de la chica-, sino que incluso han aireado intimidades de la familia
y de la relación entre los padres que poco o nada aportan a la información del
suceso, respondiendo más bien al morbo o la curiosidad insana que alimentan las
revistas de cotilleo. Es cierto que la policía no descarta ninguna hipótesis y
continúa sus investigaciones, como corresponde a su labor en éste y en todos
los casos de desaparición de personas. Imágenes, comentarios y especulaciones se
multiplican por doquier y, aunque contribuyen a aumentar la expectación
ciudadana –y, con ella, el negocio-, también ahondan la angustia y el
desconsuelo de unos padres y su entorno familiar por la ausencia prolongada de la
hija. Este seguimiento exhaustivo de hasta las pesquisas y los rastreos por la
zona puede entorpecer una investigación policial que intenta esclarecer los
hechos y hallar a la desaparecida.
En España se producen de 10.000 a 14.000 denuncias
al año por desaparición de personas, de las que 1.270 siguen en búsqueda activa
para dar con su paradero. Los medios no se hacen eco de todos estos casos ni
les dedican una atención mediática que ocupa portadas periodísticas o tiempo
sin límite en los espacios televisivos. Sólo una minoría de ellos, como el de
la joven de Galicia, son mantenidos en continua actualidad por los medios de
comunicación con un exceso de información que no tiene justificación. La
discreción y la diligencia periodística acaban orillados por la búsqueda de una
audiencia que, con su curiosidad convenientemente estimulada a diario, engorda
la cuenta de resultados o la publicidad de estos medios que se comportan como
prensa del cotilleo en vez de ofrecer información. No evitan el dolor de unos
padres al ver su tragedia y su intimidad exhibidas sin reparo ni persiguen el derecho
de la población a formarse una opinión de lo que pueda afectarle cuando de ello
se obtienen rendimientos mercantiles. Y, aunque siempre ha existido prensa
amarilla, lo grave ahora es que hasta medios de supuesta seriedad y solvencia no
dudan en tratar espectacularmente estos acontecimientos noticiosos.
Porque no es noticia que unos padres estén divorciados, en
un país y una época en que se producen más divorcios que enlaces matrimoniales,
ni que una hija haya tenido enfrentamientos con sus progenitores, ni siquiera
que se haya escapado del hogar familiar, cuando la necesidad de independencia
en la adolescencia y el exceso o carencia de normas en el hogar favorecen el
afán por escaparse de algunos jóvenes. Nada de ello es noticia, al menos, con
la dedicación y extensión que se le está dando a este caso en concreto. La
noticia es que diariamente se producen casi 100 casos de desaparecidos en
España, de los que más de 30 son de menores. Con todo, España es uno de los
países de Europa con tasas más bajas de desapariciones, la mayor parte de las
cuales responden a fugas voluntarias y secuestros parenterales. Los padres y
familias de todos ellos desearían, cuando sufren este problema, la misma
atención policial y mediática que se le está dando al de la joven de Galicia por
encontrarlos. Sin embargo, los medios seleccionan cuál de estas desapariciones
merecen cobertura mediática en función de criterios que no siempre son
periodísticos. Ojalá que, cuando los hijos se escapan, el interés de los medios
de comunicación sirva para encontrarlos.
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