Siempre se ha dicho que para todo hay una edad. Son refranes o dichos que nacen del sentido común y la experiencia, y que, de alguna manera, nos sirven para conducirnos por la vida con cierta seguridad y evitando algunos riesgos. Pero, como en todo, estos consejos no se deben seguir a rajatabla ni tampoco eludirse por sistema, pues, o bien nunca descubriríamos nada nuevo, o bien estaríamos constantemente estrellándonos contra la realidad o cayendo repetidamente en los mismos errores. Existe un término medio que la mesura y el raciocinio nos indican cuando alcanzar, sin pasarnos ni quedarnos cortos, cada vez que lo aplicamos. No obstante, hay que tener en cuenta, además, que todo depende de lo que se trate.
No es lo mismo dar a luz un hijo a los 64 años que ponerse a
estudiar a esa edad. La biología dicta sus normas y hace que unos órganos estén
obsoletos en la vejez y otros, en cambio, en perfecto estado de uso, incluso
mejor entrenados para su función. Pero lo que no es posible biológicamente, de forma “natural”,
la ciencia puede posibilitarlo. Y si la menopausia –la imposibilidad de
fabricar óvulos- impide que ninguna
mujer que ya no es fértil pueda quedarse embarazada, técnicas de fecundación in vitro lo hacen viable. Como hacen
plausible otros hallazgos, como la investigación y experimentos de clonación
humana, que la ética aconseja no poner en práctica por conllevar riesgos
insospechados y suponer un grave atentado contra la dignidad singular de las
personas, sean originales o duplicadas. No todo lo posible se puede llevar a
cabo porque surgen derechos de terceras personas que deben ser tenidos en
cuenta, tanto si se trata de un clon como de un hijo de abuela.
Todo este preámbulo viene a cuento por el hecho reiterado de
una mujer que tuvo gemelos a los 64 años de edad gracias a la implantación de
dos embriones en una clínica de fertilidad norteamericana. Es decir, incubó dos
óvulos donados, fecundados e implantados en un país donde no existen
impedimentos morales, sólo económicos, para poder sentirse madre en una edad en
que la mayoría de las mujeres aspira acariciar y ver crecer a los hijos de sus
hijos, a sus nietos. Los abuelos ven en los nietos una segunda oportunidad para
aportar ayuda y experiencia en una crianza que es responsabilidad de los
padres, no sólo por el hecho de serlos, sino también por disponer del tiempo y
las fuerzas para ejercer como tales durante toda la etapa de crecimiento hasta
que los hijos se conviertan en adultos. Y ahí es donde radica mi crítica a la decisión de
esa madre abuela que tuvo que acudir a una clínica extranjera donde no ponen
límites de edad para realizar una fecundación asistida. Pensó y satisfizo sus
deseos antes que valorar lo mejor y los derechos de ese hijo tardío del que le
separa más de una generación.
Aunque la ciencia permita la maternidad en la senectud, los
hijos exigen una dedicación, una seguridad y una vitalidad que una anciana no
puede proporcionarles por mucho que lo desee y se empeñe. No es cuestión sólo
de hacer posible la fecundación y el alumbramiento –que ya sabemos que es
posible para resolver problemas de esterilidad-, sino de criarlos, educarlos, batallar
con ellos todos los retos a los que se enfrentarán, orientarles con disciplina
y ejemplo en su formación y conducta, y tener tiempo para garantizarles en lo
posible todo lo que necesiten hasta que accedan a ser adultos y autónomos en
sus vidas. Y con 64 años difícilmente se tiene vigor y futuro para, salvo en
situaciones extremas, dedicarles toda una atención como padres de manera
responsable. Más que un hecho extraordinario de amor maternal, esta abuela
madre ha demostrado un profundo egoísmo personal al dar viabilidad a una
obsesión que lleva años persiguiendo, máxime cuando ya en 2014 le fue retirada
otra hija, también alumbrada por fecundación asistida, al considerar los
servicios sociales que no le proporcionaba las condiciones adecuadas a causa de
su trastorno psicológico.
Pero, aunque estuviera en su sano juicio, la calidad y
“cantidad” de crianza que podría ofrecerles nunca sería equiparable a la de una
madre que tiene a sus hijos con edad, fuerzas e ilusión como la que tiene la mayoría de las madres o tuvieron nuestros
padres. Y es que una cosa es ser padres y otra, ser abuelos. Para todo hay una
edad que la biología se encarga de recordar. Por más que nos pese.
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