En los últimos tiempos hemos visto meter en la cárcel a
titiriteros por presunta exaltación del terrorismo o pedir la misma pena de
privación de libertad a una activista feminista por manifestarse en sujetador
contra la existencia de una capilla religiosa en recinto universitario,
mientras otros inculpados de rancio abolengo, condenados por corrupción y otros
delitos fiscales, quedan en libertad y sin fianza hasta que resuelva otra
instancia superior, por expreso deseo del Ministerio Fiscal, no de los abogados
defensores, y a pesar de las penas condenatorias con años de cárcel. Los
primeros no pertenecían a ninguna familia socialmente relevante, los segundos alardean
de apellidos ilustres como políticos o aristócratas. Son ejemplos que
trasladan a la ciudadanía la existencia de distintas varas de medir por parte
de la Justicia ,
aunque en todos los casos se aplique la ley y se resuelva según jurisprudencia.
Incluso es posible que para un entendido en tribunales existan razones legales
y jurídicas para dictaminar con tales diferencias, pero la ciudadanía percibe
una Justicia que se amolda a la relevancia política y social del encausado en vez de actuar con la imparcialidad
que se presume de la máxima de que, ante la ley, todos somos iguales. Más bien
parece que unos son más iguales que otros, dependiendo del apellido y del
bufete de abogados que intervenga.
Por mucha menos cantidad sustraída y defraudada, la tonadillera
Isabel Pantoja tuvo que aguantar que su imagen pública coincidiera con la de
una presidiaria que paga con sus huesos en la cárcel, mientras que un
exvicepresidente del Gobierno y exministro de Economía, junto a un yerno del
Rey, quedan en libertad y sin medidas cautelares hasta que el Tribunal Supremo
ratifique o no sus condenas por defraudar millones de euros, tráfico de
influencias, prevaricación, malversación, etc. Incluso que la socia empresarial
en el entramado del aristócrata, una infanta de España aunque apartada
temporalmente de la
Familia Real , consiga salir indemne del juicio en el que
quedó probada su responsabilidad, al menos, a título lucrativo.
Siempre se ha dicho que la verdad judicial es distinta de la
científica o de la percibida por la sociedad. La primera se basa en pruebas, la
segunda en leyes físicas y la tercera en impresiones que calan en la opinión
pública. Siempre han existido esas distintas verdades de los hechos, pero nunca
han sido tan opuestas o contradictorias como en los últimos tiempos. Y esa
divergencia entre la verdad percibida por los ciudadanos y la verdad judicial
que se desprende de las sentencias hace creer en la existencia de distintos
raseros a la hora de aplicar Justicia. Una Justicia que no sólo ha de ser imparcial,
sino parecerlo y demostrarlo, sin importar la persona enjuiciada. Pero mientras
se condene a un año de cárcel a quien roba una gallina, como sucedió en
2009 con un joven de Madrid, y se
absuelva a quienes participan del beneficio de la comisión de delitos millonarios (Ana
Mato, infanta Cristina, etc.), el convencimiento de que hay distintas varas de
medir en la Justicia
será imposible de rebatir, por mucho que nos aseguren que disfrutamos de un
Estado de Derecho con separación de poderes y una Justicia independiente, pero,
al parecer, no ciega.
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