Los periodistas siempre han recibido presiones, más o menos sutiles,
para que se limiten a trasladar lo que el emisor pretende decir, no para que
hagan una valoración de las intenciones del emisor o de las claves de su mensaje. Para
que no contextualicen. Es, por tanto, una relación complicada de amor/odio en
la que ambas partes –periodistas y políticos, en este caso- utilizan las armas
a su alcance para obtener lo que buscan del otro, a partir de una mutua
seducción hasta la más burda coacción, pero casi nunca desde la simple
objetividad aséptica, si es que ello es posible. El abanico de presiones es
amplísimo.
Lo complicado de esta relación es mantener el equilibrio justo
entre la profesionalidad del periodista para obtener información y la capacidad
interesada de las fuentes para controlar y administrar la información que
facilitan. De esa dependencia surge una relación simbiótica que, a veces, se
sirve de presiones o pequeñas amenazas que cada cual ejerce en función de su fuerza
o capacidad, al estilo de “si no me informas dejamos de cubrirte” o “si aludes
a esto dejo de darte más información”. Esta es la forma más benigna y habitual de
presionar. Las hay más contundentes y a mayor nivel, a través de suscripciones,
subvenciones, inversión publicitaria, licencias, ideario del medio, intereses
económicos e ideológicos y hasta del entramado empresarial y accionarial que
financia la mayoría de los medios de comunicación y que de alguna manera
delimita su independencia, impidiéndole tirar piedras sobre su propio tejado. Lo
relevante del asunto, especialmente en relación con las presiones ordinarias, es
valorar hasta qué punto es conveniente mantener ese pulso sin que la verdad sea
mancillada, aun sabiendo que la verdad tiene múltiples caras. Es decir, saber hasta
dónde mantener el juego sin perjudicar el derecho a la información ni “taponar”
el flujo de datos y hechos que interesa y afecta a la sociedad. Un juego que debe
permitir la obtención de información y no la ocultación de hechos relevantes
que tienen consecuencias para el conjunto de los ciudadanos y resultan
imprescindibles para conformar la opinión pública. En definitiva, ser
conscientes de un juego que es el día a día del periodismo. Entonces, ¿a qué viene
tanto revuelo con las presiones?
Puede que de esta historia existan elementos no conocidos en
tanto en cuanto la APM
no ha querido presentar, esperando que se confíe sólo en el prestigio de quien
preside la entidad, ni las pruebas que le han aportado ni ha identificado a los
periodistas que dicen sufrir esa campaña sistematizada de acoso personal y en
las redes por parte de Podemos, de sus dirigentes y de personas próximas.
También puede que tanto revuelo se haya visto engordado por reacciones
hipócritas de los que aprovechan cualquier oportunidad para el ajuste de cuentas
entre competidores o entre organismos vitales para la salud democrática de una
sociedad plural, como son los medios de comunicación y los partidos políticos. Aún
así, se trata de algo grave que conviene aclarar cuanto antes para evitar el
descrédito y la desconfianza en instituciones básicas del sistema de
convivencia democrático que están condenadas a relacionarse y entenderse,
cumpliendo cada una de ellas su cometido, ya sea utilizando los medios legales
para el acceso al poder o cuestionando permanentemente, con rigor y veracidad, los
procedimientos empleados y el ejercicio de cualquier poder. Sin partidos
políticos y sin medios de comunicación, ambos plurales y libres, podrá haber
cualquier gobierno, pero no democrático. De ahí la gravedad de la denuncia de la APM.
Pero, no obstante, hay una cosa que llama poderosamente la
atención. Si esas presiones fueron realmente insoportables y se excedieron de
las cotidianas a las que se enfrentan cada día los periodistas, se echan de
menos avisos o quejas previas a la denuncia corporativa de la asociación
madrileña. Faltan pistas o sospechas de lo que estaba sucediendo. Además –y
quizás más significativo-, es clamoroso el silencio de las cabeceras en las que
trabajan los denunciantes presionados. Destaca, especialmente, ese ensordecedor
silencio de unos medios que han tolerado que se mediatice la labor de sus
periodistas y se controle su capacidad informativa. Resulta, cuanto menos,
extraño.
Lo lógico sería que los reporteros hubieran comentado esas presiones a sus jefes de redacción y estos a los directores, quienes, en función de la gravedad de las amenazas, deberían responder como suelen: verificando los hechos y haciendo pública denuncia de los obstáculos intolerables que se levantan contra el servicio público del periodismo como instrumento del derecho a la información de los ciudadanos. Máxime si esos obstáculos proceden de un partido nuevo que presume de no parecerse a la vieja “casta” política y que reniega de sus servidumbres con el “establishment” y sus tejemanejes con los medios. Ahí habría un hecho noticioso que no pasaría inadvertido a los viejos zorros de las redacciones. Sin embargo, el silencio editorial y empresarial que ha prevalecido es elocuente en este asunto. Ni
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