Y es que a la soñada Europa le sucede como a la democracia,
que cuando es lograda y vivida rutinariamente se vuelve antipática, poco
estimulante y genera frustración al no satisfacer todas las expectativas que su
ausencia despertaba, y porque no consigue resolver todos los problemas que
preocupan a los ciudadanos, aunque ofrezca más medios y posibilidades para
ello. Ambas realidades sucumben al éxito de su consecución y hacen que luchar
por la democracia o intentar pertenecer a la UE movilice e ilusione más que coronar tales metas.
Es así por lo que la UE
vive en la actualidad una crisis de confianza que hace que muchos ciudadanos
desencantados busquen en las soluciones fáciles de los populismos y los nacionalismos
excluyentes las respuestas que les niegan las instituciones europeas y la
propia democracia, cuando una y otra lo que ofrecen es una mayor
responsabilidad para el propio desarrollo, desde las premisas de la libertad y
la igualdad de oportunidades a individuos y colectivos. El riesgo a una
involución y hasta a un fracaso del proyecto conjunto es hoy más patente y
plausible que nunca, gracias al portazo del Reino Unido, materializado con ese Brexit ya puesto en marcha tras 44 años
de pertenencia, y la existencia, en el seno de la UE , de partidos xenófobos, racistas y aislacionistas
que agitan en sus respectivos países la bandera de la desintegración europea. Es,
por tanto, un 60º aniversario agridulce para la UE., aun cuando tiene mucho que celebrar.
Es verdad que existen muchas dificultades pendientes y
demasiados desengaños que corregir. Dos, sobre todo. El primero, la crisis de
2008 que golpeó con rudeza a los más desfavorecidos, en los países más débiles
del continente, y que no recibieron ni
percibieron una protección suficiente debido a las medidas que adoptó la UE para afrontar el declive
económico y financiero mediante políticas de austeridad que beneficiaron al
mercado en perjuicio de servicios y derechos sociales. El desempleo, la
desigualdad y los recortes a un Estado de Bienestar cada día más raquítico son
las consecuencias de esas políticas ahorrativas con las que la canciller
alemana, Angela Merkel, amenazaba cada semana a sus socios europeos,
instándoles a emprender ajustes draconianos. Ello produjo agravios entre naciones
ricas del Norte, cuyos habitantes no sufrían restricciones, y países pobres del
Sur que eran sometidos a políticas de control del gasto, como Grecia, España,
Portugal y otros, que laminaban conquistas y derechos sociales (prestaciones
por desempleo, reducción en la cuantía de las pensiones, precariedad laboral y
salarial, etc.) y que perjudicaron a las clases trabajadoras y medias, sumiéndolas
en el descontento y el rechazo hacia una Europa insensible e inmisericorde con
sus problemas.
El segundo motivo de desafección lo provoca la crisis
migratoria a la que Europa, como ente unitario, no ha sabido responder como cabría
esperar atendiendo a sus propios valores éticos. Ni la igualdad, ni la solidaridad,
ni los Derechos Humanos presidían las contradictorias medidas adoptadas para
hacer frente a oleadas de refugiados que llamaban –y continúan llamando- a las
puertas de la UE
en busca de socorro y protección. El miedo a la infiltración de terroristas en
el continente –cuando los radicalizados que han cometido atentados ya eran
ciudadanos europeos- y el egoísmo de los que temen perder sus privilegios si
sientan a más comensales en la mesa, constituyen la fuente de desavenencias que impulsaron
a levantar alambradas fronterizas entre países de la Unión para impedir el trasunto
de inmigrantes y, en último término, la firma de un acuerdo vergonzante con
Turquía -ni país miembro ni respetuoso con los Derechos Humanos- para que
acogiera a esa avalancha de refugiados solicitantes de asilo, previo pago en
metálico de un sustancioso canon económico. La agitación de una oportuna victimización
propia y la propalación del estigma delincuente del inmigrante –o de cualquier
“otro”- hicieron posible la proliferación de populismos xenófobos y hasta
racistas que hacen tambalear la cohesión interna y el proyecto común de una
Europa cada vez más desunida que olvida su alma social cuando las
circunstancias exigen lo contrario.
A estas alturas, ya no nos acordamos, atenazados por todos
estos miedos, de las ventajas de los Eramus
que han permitido a nuestros estudiantes completar su formación con la
inmersión en otros países, ni de la modernización de las infraestructuras que
han contado, todas ellas, con la ayuda de fondos europeos, ni de los acuerdos
con terceros países para la pesca y la apertura de mercados a mayor escala con
el marchamo de la UE ,
ni de la supresión de pasaportes para trasladarnos a cualquier país miembro de la Unión , ni de las
fluctuaciones de la peseta que encarecían de golpe la vida, ni de una Justicia
Europea en la que reclamar injusticias como las hipotecas abusivas, cláusulas
suelo, los desahucios, diferencia salarial de interinos, incluso el no respeto
a los Derechos Humanos en resoluciones nacionales diversas, ni de una mayor
concienciación de nuestros recursos naturales y ambientales. Por no acordarnos,
no nos acordamos siquiera de que la ruptura del aislacionismo a que nos condenó el
régimen franquista y la conquista de las libertades como país plenamente
democrático fueron debidas, en parte, gracias al estímulo y la contribución de esa
Europa que ahora cuestionamos.
Celebrar 60 años de un proyecto tan complejo y ambicioso
como el de una Europa unida, aun en su imperfección, cuando esta región del
mundo se ha comportado siempre con desunión, enfrentamientos mutuos e intereses
contrapuestos desde los tiempos del Imperio Romano hasta ayer, es un triunfo
que hay que subrayar y apoyar con más ahínco, si cabe. Que en el solar donde se
libraron las mayores guerras mundiales y se padecieron los estragos imperiales de unos y otros, se esté elaborando un prudente modelo de
convivencia y concordia con el declarado propósito de la paz y el bienestar
para todos, sin distinción, desde hace sólo 60 años, debería ser motivo de
orgullo y satisfacción para los que tenemos la suerte de pertenecer a Europa y
sentirnos europeos. Con todos sus defectos y carencias, es la región del mundo
más civilizada, democrática y justa del planeta. ¡Ojalá no lo echemos a perder!
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