El año que despedimos comenzó llevándose por delante dos
revistas “históricas” del periodismo español, Interviú y Tiempo, dos
productos culturales que no lograron sobrevivir a las exigencias de
rentabilidad con que el mercado valora toda obra o iniciativa humana. No
importan los fines ni la necesidad de prestar un servicio social, sino el
beneficio que puede proporcionar. Los medios de comunicación no se libran de
estas reglas mercantiles, como tampoco los servicios públicos que debía proveer
el Estado del Bienestar. Se han recortado derechos del mismo modo que han
desaparecido periódicos: por intereses económicos de los detentadores del
capital. Así arrancaba el año, haciendo de las suyas.
También, durante los prolegómenos de Semana Santa, el año
acorraló a los inductores de la rebelión independentista de Cataluña, a los
autores del llamado procés que
proclamó una república ficticia, cuando un juez del Tribunal Supremo dictó
prisión provisional incondicional para los políticos que no midieron las
consecuencias legales de quebrantar la ley, utilizar las instituciones con
fines espurios y promover el enfrentamiento dramático entre los ciudadanos para
romper la unidad de España. Aún permanecen en prisión los sediciosos a espera
de juicio, al tiempo que continúan huidos quienes se escaparon de la Justicia.
Todos ellos se autoconsideran demócratas, luciendo orgullosos un lazo amarillo
en la solapa, pero no dudan en tergiversar y violar las leyes de un Estado
Social y Democrático de Derecho, al que acusan de oprobios que la Historia
niega y la realidad desmiente. Y reclaman un derecho de autodeterminación que
la legalidad internacional no reconoce a Cataluña ni la Constitución española
permite. El año se va sin encontrar solución a este gravísimo problema.
Poco después, se conoció una sentencia judicial, no por
esperada menos controvertida, sobre el caso de violación múltiple a una joven
durante las fiestas de San Fermín, en Pamplona, cometido por un grupo de
depredadores sexuales sevillanos conocido como La Manada. La calificación penal
de los hechos, como agresión sexual y no violación, motivó una oleada de
manifestaciones multitudinarias por todo el país exigiendo más rigor y la
máxima dureza en el castigo de este tipo de delitos que atentan contra la
integridad física y la dignidad de las mujeres. Y es que como violación debería considerarse
toda agresión sexual contra una mujer, sin su consentimiento expreso. Cualquier
graduación de este delito hasta llegar a la máxima gravedad sólo en caso de penetración,
tipificado entonces como violación, trasluce una mentalidad masculina en la
elaboración del Código Penal, ajena por completo al sentir de las víctimas y al
sufrimiento que se les inflige. Incluso la exigencia de demostrada resistencia por
parte de la víctima, para considerar no consentida la agresión, es muestra
palpable del sesgo machista de una legislación que supuestamente debía proteger
a la mujer frente a los abusos y agresiones de índole sexual. Se acaba el año y
todavía están a espera de cumplir condena los asquerosos integrantes de esa
manada de salidos animales.
Pero el gran terremoto se produjo en política, cuando otra
sentencia judicial condenó, por primera vez desde que vivimos en democracia, a
un partido político por beneficiarse, al participar a título lucrativo, de una
trama de corrupción que consintió allí donde gobernaba. Era la primera condena
del caso Gürtel que mandó a la cárcel
al tesorero, entre otros, del Partido Popular, y al que el presidente de la
formación, a la sazón presidente del Gobierno, enviaba mensajitos de consuelo,
aconsejándole “¡Luis, sé fuerte!”. El tribunal estimó de poco creíbles las
explicaciones del Jefe del Ejecutivo durante su comparecencia como testigo. Aquella
sentencia motivó una moción de censura en el Parlamento de la nación que
defenestró al Gobierno de Mariano Rajoy, apartándolo del poder sin pasar por
las urnas. Era la exigencia de responsabilidades políticas que reclamaba el
resto de partidos con representación parlamentaria. Y la primera moción de
censura que tenía éxito en nuestra democracia y que posibilitó un cambio de
gobierno a mitad de legislatura a favor del Partido Socialista, liderado por
Pedro Sánchez, apoyado por toda la oposición, excepto por Ciudadanos. Al poco
tiempo, Rajoy dimitiría también de la presidencia del PP y obligaría la
celebración de unas elecciones primarias en su partido, procedimiento que
siempre había detestado, para la elección de su sucesor. Todo ello coincidía,
prácticamente, con la dimisión de Cristina Cifuentes como presidenta de la
Comunidad de Madrid, acusada de fraude en la obtención de un máster
universitario y tras conocerse una grabación del circuito de vigilancia de unos
almacenes donde había robado unos perfumes. Tal era el grado de corrupción e
inmoralidad que impregnaba al Partido Popular.
Pero el nuevo Gobierno socialista tampoco lo iba a tener
fácil. Aupado a La Moncloa por una moción de censura y con solo 84 diputados en
Cortes, dependía de una coalición de apoyos heterogénea que, más allá de
facilitarle la investidura, sería complicado volver a poner de acuerdo. Requeriría
del apoyo de los independentistas catalanes para cualquier iniciativa, cuyos
dirigentes estaban en la cárcel. Esa sospecha, fundada o no, de “pagar un
precio” fue enseguida enarbolada por una derecha resabiada al ser desalojada de
mala manera del poder. Y a pesar de ser un Gobierno formado por personas de
reconocido prestigio y preparación, desde el primer día fue objeto de críticas
y cuestionamiento. Máxime cuando dos de sus miembros tuvieron que dimitir por
hallárseles irregularidades en sus declaraciones ante Hacienda o en estudios de
postgrado. Hasta la propia tesis doctoral del presidente fue analizada con lupa
para determinar si había cometido plagio en algún párrafo que no cita su
procedencia. Y también porque se ha embarcado en iniciativas de gran impacto
mediático –sacar la tumba del dictador del Valle de los Caídos- que luego no ha
conseguido llevar a término. O intentar encauzar el “conflicto” catalán por
sendas de diálogo y entendimiento, sin lograrlo. Eclipsadas por esa feroz
campaña de desprestigio que no le reconoce ningún mérito, algunas iniciativas
adoptadas por el Ejecutivo socialista, para la restitución de derechos y hacer
partícipes de la recuperación económica a los trabajadores, apenas han tenido
eco en la opinión pública, ni siquiera entre los beneficiados por las mismas.
Hacer más accesibles las becas a los universitarios, volver a revalorizar las
pensiones según el IPC anual, revertir los recortes en Educación y Sanidad,
aprobar una subida histórica del Salario Mínimo Interprofesional hasta los 900
euros, compensar con una recuperación paulatina del poder adquisitivo a los
funcionarios, reintroducir el convenio sectorial en las negociaciones
colectivas de empresas, impulsar la profesionalización en la gestión de RTVE y
apostar por su independencia y pluralidad, dispensar un trato humanitario al
fenómeno de la migración frente a la dejadez de otros países afectados,
recuperar la asignatura de filosofía en la educación y disminuir el peso
curricular de la de religión, etc., son algunos ejemplos del haber del Gobierno
que no parecen tenerse en cuenta. Las circunstancias especiales de este año tan
vertiginoso impiden detenerse en los detalles para obligarnos prestar atención a
la última novedad más espectacular e inmediata. Los siete meses de ejercicio
gubernamental transcurridos, tremendamente densos, se volatizan ante la
reiterada petición de nuevas elecciones que continuamente exige la derecha,
como si el acceso al poder de este Gobierno fuera ilegítimo. La clave va a
estar en la aprobación de los Presupuestos del próximo año, para lo que busca
el apoyo parlamentario que consiguió en la investidura. Otro lío sin visos de
resolución.
Pero para sorpresa, el cambio de tendencia acaecido en
Andalucía, donde la irrupción de un partido de extrema derecha va a permitir
desalojar al PSOE del Gobierno de la Comunidad después de 36 años
ininterrumpidos en manos socialistas. Ha sido el resultado electoral menos
previsible, en el que todas las encuestas daban por ganador a Susana Díaz, la
presidenta de un PSOE que va a conocer por primera vez en cerca de 40 años qué
es ser oposición en el Parlamento andaluz. Un acuerdo entre PP, Ciudadanos y
Vox –las tres caras de la derecha- posibilitará que un presidente conservador
encabece la Junta de Andalucía por vez primera en la historia de la Comunidad.
Lo que une a las tres formaciones es el deseo de expulsar a los socialistas del
poder a cualquier precio, aún a costa de pactar con una fuerza radical, de
extrema derecha, que está en contra de las autonomías, de las políticas de
igualdad de la mujer y de cualquier medida que no expulse sin contemplaciones a
los inmigrantes. Es decir, un partido racista, machista y ultranacionalista de
los que hasta ahora nos habíamos librado en España… hasta su irrupción en
Andalucía, donde emerge con capacidad de condicionar la formación de gobierno e
influir en sus políticas. El PSOE, ganador de las elecciones pero sin mayoría
suficiente, no puede evitar que la segunda fuerza en votos (PP), junto a la
tercera (Ciudadanos) y la quinta (Vox), le arrebaten el gobierno de la
Comunidad, aunque entre los coaligados existan discrepancias respecto a la
relación que han de mantener con el partido de ultraderecha, cuyos votos son imprescindibles
para asegurar la mayoría. Aparte del cambio de ciclo que produce en Andalucía,
antiguo granero de votos socialistas, el Gobierno conservador que aflora de las
elecciones andaluzas sirve de ejemplo de lo que podría pasar en el resto de
España si las sorpresas y las convulsiones de este año que termina contagian al
nuevo año. Otra herencia indeseada de 2018, que atomiza y radicaliza las
preferencias políticas de los ciudadanos.
Más grave aún es, en cambio, la imparable y repudiable prevalencia
de ese machismo doméstico que es capaz de asesinar a su pareja cuando la
relación se ha roto. Una lacra de violencia machista que deja un reguero de
sangre y muerte cada año en este país y que parece imposible combatir y, menos
aún, erradicar. Y, una vez más, medio centenar largo de mujeres asesinadas a manos
de sus parejas o exparejas es el triste balance que deja este año tan
deplorable. Y son las mujeres, por el mero hecho de serlo o estar considerada simple
objeto de pertenencia del varón, las que se convierten en víctimas de ese
machismo asesino que todavía sigue incrustado en la mente de muchos, demasiados
hombres. Como el que asesinó en un pueblo de Huelva a una joven maestra que
acababa de incorporarse a su primer empleo en un colegio local. Secuestrada,
violada y asesinada por un vecino que dio rienda suelta a sus patológicos impulsos
machistas, mucho más crueles y despiadados que los de los animales y las bestias.
¡Y todavía hay partidos, como Vox, dispuestos a derogar las políticas de
protección de la mujer y de igualdad de género porque las creen propias de un
feminismo radical que victimiza al hombre! ¡Malditos asesinos y quienes los
amparan, como cómplices o con votos!
Menos mal que, ¡algo positivo!, aquel sorprendente sindicato de
prostitutas no podrá finalmente legalizarse en España, a pesar de que había sido autorizado,
en un principio, por el Ministerio de Trabajo, para estupor de su titular. La
Justicia ha fallado en contra de la pretensión de considerar trabajo la
explotación sexual y el trato degradante de la mujer que se ve obligada al
comercio carnal por múltiples factores, nunca por voluntad propia o simple
deseo. Algo bueno tenía que dejar este año al que decimos adiós.
No hay comentarios:
Publicar un comentario