miércoles, 19 de diciembre de 2018
Escribir, vivir
Hace años me planteé la pregunta por qué me gustaba escribir
e intenté razonar que lo hacía por ti, inexistente pero imaginario lector. Hoy
no lo creo así. Sigue placiéndome escribir pero la razón se vuelve menos
prosaica y explora elucubraciones filosóficas. Porque si incluso ignoro qué es
vivir, más allá de pensarnos vivos, más extraño aún resulta saber por qué escribir.
Sea lo que fuese, vivir asemeja más una imposición que viene añadida al nacer y
no una elección de nadie, por lo que la vida parece no tener sentido, sino que
es más bien fruto del azar. Simple casualidad evolutiva del instinto biológico,
vegetal y animal, por la supervivencia de la especie, ni siquiera del individuo,
por muy racional que llegue a creerse y se imagine objeto de la creación. Pero
si la existencia adolece de finalidad trascendente, escribir deviene tan fútil
como vivir: meros accidentes de una naturaleza caprichosa e insignificante en
la infinitud incomprensible del universo. Y desde esa intrascendencia del ser,
escribir se convierte en modo de describir una vida que no es, que se nos niega
porque su sentido es la muerte, esa nada –no ser- de la que provino
fortuitamente, sin merecimiento ni objetivo. Somos lo que escribimos para
elaborar el relato de nuestra ficción existencial. Ya lo decía Pessoa en un
breve desvarío lúcido: “Lo que siento (sin que yo lo quiera) es sentido para
escribir que lo he sentido.” Por eso deduzco, ahora, que vivo (ajeno a mi
voluntad) para escribir que he vivido, creando imágenes de mí mismo que traslado
a textos sin sentido, contradictorios y mediocres como mi propia vida. Quien
escribe, máxime si no puede dejar de hacerlo, escribe para sí mismo, no para
ningún lector, como creía hace años, ni por la fatuidad de pretender mejorar el
mundo con el vacío de su existencia.
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