Aquella sanción pública de la C.E. culminaba un período de
aceleración política que había arrancado con la muerte, en su cama, del
dictador de El Pardo, en 1975. Fueron años difíciles, llenos de peligros (la
ultraderecha cometía asesinatos y ETA ponía sus bombas y tiros en la nuca a
mansalva), pero estaban impregnados de una ilusión desbordante por equipararnos
a las democracias de los países de nuestro entorno que era imposible de
contener. Algunos, entre los que me hallaba, querían ir más deprisa y romper
radicalmente con el pasado reciente. Otros, tal vez por la experiencia que da
la edad o la formación de la que yo carecía, postulaban reformas calculadas a
partir de lo existente; es decir, unas cortes franquistas y un rey
designado por el dictador que confluyeran sin violencia en esa democracia que
todos anhelábamos. Por eso, por mi edad y mi rebeldía, yo no voté la Ley de
Reforma Política que posibilitó, justo un año más tarde, la aprobación de la
C.E. Yo optaba entonces por la ruptura y no por la reforma del régimen heredado
de un dictador que se había apoderado del poder gracias a la Guerra Civil que
había promovido con su sublevación militar. Afortunadamente, aquella decisión mía
no fue compartida por la mayoría de la población que prefirió la moderación y
la sensatez.
Tras estos cuarenta años transcurridos, he de reconocer que la
Constitución que no quise ni me agradaba, por colarnos una monarquía sin darnos
posibilidad de elegir la forma de la Jefatura del Estado, hoy estoy dispuesto a
defenderla rabiosamente, cada vez que las urnas nos llamen a ejercer derechos y
libertades que ella nos reconoce y garantiza. Sigue siendo, para mi gusto, una
Carta Magna imperfecta y hasta timorata, a la que el tiempo ha hecho envejecer
en aspectos que merecen una urgente actualización, como es eliminar la
prevalencia del varón en la sucesión a la Corona, el reconocimiento nominal de
las autonomías que conforman el Estado y la implicación de España en el
proyecto de una Europa Unida, entre otras reformas, pero, aún con sus defectos,
es la que nos ha proporcionado un largo período de paz y estabilidad política,
también social y económica, en el que hemos podido disfrutar de libertades,
igualdad, justicia y pluralidad, como preconiza su Artículo primero.
Sin embargo, ayer festejamos el 40º aniversario de la
Constitución con las mismas diferencias de opinión que causó su alumbramiento
en momentos mucho más difíciles que los actuales. Excepto una salvedad: hoy
sabemos que el ordenamiento democrático que de ella emana es lo suficientemente
sólido para protegernos, incluso, de quienes pretenden abolirla y conducir al
país a escenarios de fragmentación y enfrentamiento entre nosotros. Tales
tensiones en la convivencia, los problemas territoriales y la existencia de iniciativas
que propugnan el odio y los enfrentamientos serían combatidos por la fuerza o
la represión indiscriminada si no existiera la Constitución. Hoy, en cambio, las
leyes garantizan los derechos de los que, incluso, incumplen las leyes y
cometen delitos. La seguridad jurídica de los ciudadanos, de todos los
ciudadanos, es fruto de una Constitución cuya importancia a veces despreciamos
o ignoramos, dejándonos llevar por impulsos y arrebatos emocionales.
Y es esa misma Constitución de 1978 la que nos permite
elegir, desde su proclamación, a nuestros gobernantes y seleccionar a quienes
representarán la soberanía nacional en las instituciones del Estado y el
Gobierno de nuestro país, pudiéndonos equivocar a la hora de votar, pero
dejándonos rectificar en una próxima convocatoria electoral. La CE hace recaer la responsabilidad
de elegir a los votantes, con plena libertad y sin tutelas, porque reconoce que
los ciudadanos de este país conforman el pueblo del que emana la soberanía
nacional. Ya no hay que aguardar a que se muera un dictador o que un líder providencial
nos dirija sin consultarnos, tratándonos como menores de edad. Hoy somos
responsables de los gobernantes que elegimos. La calidad de la democracia
depende de que la asumamos con respeto y obediencia, resolviendo entre todos
los problemas que nos afectan mediante el diálogo, las normas establecidas y en
libertad, que también se reconoce en el adversario.
Pretender que una ley, por muy fundamental que sea como es
una Constitución, solucione por sí sola todos los conflictos que nos preocupan,
es suponer demasiado y pecar de ingenuo. Una Constitución en un texto jurídico
que determina el marco legal en el que debemos desenvolvernos para que seamos
nosotros, a través de nuestros representantes en la política, quienes abordemos
los problemas que padece el país. Y, como toda obra humana, la C.E. es
perfectible y reformable para adaptarla a las condiciones y necesidades de una
sociedad del siglo XXI, y para que siga protegiendo los derechos y libertades
que nos dimos, hace cuatro décadas, cuando aprobamos en referéndum aquel
Proyecto constitucional.
Yo no la quise entonces, pero hoy la defiendo rabiosamente,
a pesar de sus imperfecciones, frente a quienes desean criticarla o abolirla.
Tampoco es cuestión de mitificarla como un texto sagrado, pero sería mezquino
no reconocer los logros y beneficios que nos ha deparado en los últimos
cuarenta años de convivencia entre los españoles. Por eso, yo me adhiero con
sinceridad, cuando los vítores se han acabado, a la conmemoración del 40º
aniversario de la Constitución Española. Porque admito que me equivoqué con
ella y reconozco el bienestar y la democracia que nos ha permitido disfrutar en
paz y libertad.
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