Las expresiones de malestar social son difícil, por no decir
imposible, de pronosticar por cuanto obedecen a razones múltiples, acumulativas
y subjetivas, a veces sin relación directa con la reivindicación que desencadenan,
y escapan al análisis objetivo de los hechos y los contextos en que surgen. De
ahí la súbita eclosión de una indignación y repulsa masivas que puede
materializarse en actos de vandalismo o violencia callejera, en el apoyo a
partidos extraparlamentarios o en el surgimiento de movimientos o fuerzas que la
ira posibilita y alimenta. Y, en especial, por seguir cauces ajenos a las instituciones
y la política convencional que han de encausar la participación ciudadana y
canalizar sus muestras de confianza o desafección. Los grupos radicales de
ambos extremos del espectro ideológico y los profetas del hiperliderazgo
personal contrarios al “establishment” aprovechan estas explosiones de
indignación popular, más o menos espontáneas, en provecho propio, intentando asumir
una representación que no les pertenece y denigrar una intermediación de la que
están o han sido excluidos. Utilizan o instrumentalizan las expresiones de
desencanto social para cuestionar la política y el funcionamiento de la democracia
representativa, sirviéndose de ellas no con ánimo de dar respuestas a las
demandas de los descontentos, para las que siempre hallan “culpables” externos
(los inmigrantes, el mercado, la Unión Europea, el capitalismo, el Estado de
las Autonomías, etc.), sino para el acceso al poder e imponer regímenes
ultranacionalistas reaccionarios, basados en el odio, la intolerancia y el
sectarismo.
Favorece esta simbiosis política -la llama de indignación
que arde y el viento populista que la aviva-, una democracia que, como régimen
político, no resuelve ni satisface completamente las exigencias de la totalidad
de la población, aunque sea el sistema menos traumático y más equitativo –toda
persona tiene derecho al voto- para seleccionar a quienes pretenden buscar
soluciones a los problemas que afectan al colectivo social. Ni que la más justa
de las propuestas o soluciones alcanzadas convenza a todos, porque cada
individuo alberga intereses e interpretaciones particulares sobre los asuntos
que conciernen al conjunto. Y porque, además, muchas de las “soluciones” que se
adoptan, en función de las circunstancias –crisis económicas, marcos
supranacionales, etc.-, provocan efectos adversos que perjudican a amplios
sectores de la población, los cuales no se resignan aceptar la situación de
impotencia social a la que conducen el paro, la precariedad laboral o salarial,
la falta de oportunidades y ayudas, y, de manera especial, la indiferencia o
incapacidad de gobiernos o estados para socorrerlos o, cuando menos, proporcionarles
esperanzas.
La aversión política o la antipolítica que generan estas
situaciones de orfandad social es terreno abonado para las propuestas radicales
–y, por tanto, inviables- que hallan arraigo en el malestar ciudadano. Se
establece, de este modo, un mecanismo de retroalimentación entre el populismo
neofascista y la indignación social que va vaciando a la democracia de aquel
empeño de nobleza y entrega que ha de caracterizarla para, entre todos, hallar
salidas a los desafíos de la colectividad, hasta convertirla en un medio de satisfacer
exclusivamente “lo mío” o lo de mi tribu.
Amanece, entonces, el tiempo de los “caudillos”
democráticos, de los líderes que fundan partidos para la promoción de su
persona y plataformas con las que extender sus propuestas fáciles y simplistas
que supuestamente permitirán resolver todos los males o temores que nos acucian.
Seres iluminados que solucionarán el fenómeno de la migración cerrando
herméticamente fronteras o levantando muros; que enfrentarán la globalización
de la economía con el aislamiento comercial y los aranceles; que combatirán el
terrorismo tachando a todo inmigrante, sobre todo si es musulmán o pobre, de
peligroso o delincuente; que no creerán en el calentamiento global ni aceptarán
la igualdad de la mujer, repudiando los foros y acuerdos climáticos y revocando,
cuando pueden, las políticas de género; que los conflictos territoriales los
querrán resolver centralizando otra vez el Estado y suprimiendo las televisiones
autonómicas; o que el odio, el egoísmo y la insolidaridad serán las recetas
idóneas que propondrán para preservar nuestra –mejor, la suya- identidad frente
a las amenazas de la multilateralidad, la diversidad étnica y cultural, y la
otredad. Ninguno aportará soluciones complejas porque creen que la gente no es
capaz de entender la complejidad de los problemas o seguir con interés ningún análisis
minucioso. Piensan, como temía Pessoa en sus Confesiones*, que a sus seguidores no les importa la verdad sino
las mentiras que más les gustan, y que sólo aceptan ideas simples, vagas
generalidades, porque la mayoría de ellos reaccionan movidos por las emociones,
los sentimientos o los impulsos, no por ideas.
Desgraciadamente, es cuando el malestar, la indignación o la
apatía de los ciudadanos los vuelve vulnerables y maleables ante los
profesionales del populismo y la demagogia, cayendo en una dependencia que únicamente
puede desembocar en mayor conflictividad, mayor desencanto, mayor desconfianza
en las instituciones, mayor incredulidad en la democracia y en un deterioro
general de la realidad, a pesar de que inicialmente parezcan cumplirse sus
expectativas. Y no pueden cumplirse porque ni las soluciones eran tan fáciles y
simples, ni las promesas de los populistas nunca fueron veraces y sinceras. Es
lo que tiene el neofascismo: te promete el cielo pero te aboca al infierno del
odio, el racismo, el aislacionismo, el egoísmo, el sectarismo y la
intolerancia, destruyendo la democracia, la convivencia pacífica y el progreso
de todos. Justamente, el desafío al que nos enfrentamos actualmente si no somos
capaces de conjurarlo.
*Confesiones, Fernando Pessoa. Edición de Manuel Moya. Alud Editorial, Fuenteheridos (Huelva), 2018.
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