La derecha política -que gusta describirse como de “centro” pero que abarca desde la extrema derecha hasta el centro propiamente dicho del abanico ideológico (demócratas cristianos, liberales, nacionalismos periféricos, etc.)- y la derecha económica -que jamás ha renunciado al botín que expropió durante la dictadura franquista ni a su predilección por gobiernos conservadores, a los que financia abierta o subrepticiamente (véanse los cuadernos de Bárcenas)- estimulan cuando detentan el poder el auge de estos radicales al sentirse amparados por quienes deberían respetar y hacer respetar las leyes, mantener el orden público y velar por que no se avasallen los derechos de los ciudadanos, de todos los ciudadanos. Estos grupos ultras se sienten fuertes, gozan de supuesta impunidad y reciben la conmiseración de los correligionarios que, instalados en diversas instancias oficiales, profesan admiración al dictador franquista o muestran añoranza por un régimen que cometió crímenes abominables y es contrario a los valores democráticos y constitucionales.
Sin embargo, alcaldes, como el de Badajoz, que mantiene
enseñas anticonstitucionales a la entrada de su despacho y que el presidente de
la Comunidad
extremeña se resiste obligar a retirar, como dicta la ley, por considerar el
tema “una catetez”; o el de la
localidad madrileña de Quijorna, que organiza en un colegio público una
exposición de parafernalia franquista y nacionalsocialista, con pancartas con
el lema “¡Saludo a Franco! ¡Arriba España!”, de clara exaltación fascista; o el
de A Beade, en Galicia, que presume de ser franquista y atiborra su despacho de
fotos, botellas, insignias y hasta un altar dedicado al dictador; y el de
Baratalla, también en Galicia, que justificó los crímenes de Franco diciendo
que “quienes fueron ejecutados sería
porque lo merecían”, son muestras de una apología fascista desde el poder
institucional que abona el sentimiento que hace resurgir a estos grupos
radicales de extrema derecha.
Si los elegidos en democracia para cargos públicos, de un
determinado partido, hacen alarde de sus nostalgias reaccionarias, con claro
desprecio a la legalidad constitucional con que se han dotado los españoles, no
puede resultar extraño que sus “cachorros” ideológicos se comporten con la
radicalidad violenta que estiman necesaria para “imponer” sus ideas a quienes
no las comparten o las repudian. Existe un caldo de cultivo que genera este
resurgir de los “fachas” irredentos, capaces de cometer delitos contra la
libertad de expresión o de incitar el odio, la discriminación y el racismo en
sus actos vandálicos. Proliferan cual setas en un ambiente que les es propicio
y son perfectamente conocidos, pero en absoluto originales. Se dedican a
“copiar” de sus mayores o de lo que hacen otros, a los que emulan.
Alianza Nacional,
España 2000, entre otros, son grupúsculos que promueven una violencia
gratuita por motivos racistas y buscan un populismo fácil con “azañas” calcadas
de “Amanecer Dorado”, partido nazi de Grecia, al equiparar inmigración con
delincuencia y acusarlos de invadir España, en actitud intencionadamente
xenófoba. En Málaga, por ejemplo, se concentran ante el consulado griego para
protestar por la detención de los líderes de aquella formación nazi helena,
concentración que había contado con la oportuna bendición de la Subdelegación del
Gobierno en Andalucía.
Pero otras veces, y cada vez con mayor frecuencia, sus
conductas no son tan pacíficas. El pasado septiembre, un comando de extrema
derecha boicoteó el acto de celebración de la Diada de Cataluña, en una librería de Madrid,
lanzando gases lacrimógenos y destrozando parte del mobiliario. Portaban
banderas españolas con el águila de San Juan, de Falange y de Alianza Nacional,
al tiempo que proferían gritos de “¡Viva España!” y “¡No nos engañan: Cataluña
es España!”, propinaban empujones a la gente y arrancaban los carteles del
acto, todo ello a cara descubierta.
Otro grupo, en Belchite, se dedicó a destrozar la fosa común
del cementerio antes de asistir a una misa franquista celebrada en la localidad
vecina de Codo (Zaragoza). Y en internet es fácil descubrir imágenes y vídeos
que miembros de estos grupos cuelgan en actitud amenazante y de provocación,
prolijas en saludos nazis y simbología fascista.
Tanta desfachatez, como la que exhibe la extrema derecha
española en estos tiempos, ha de poner en alerta a las autoridades de nuestro
país, por mucho que mantengan una complacencia vergonzante, pues la espiral de
violencia que puede generar es sumamente peligrosa y de consecuencias
incalculables. Máxime cuando están dispuestos a la confrontación visceral y
violenta, al convocar manifestaciones, el próximo 12 de octubre en Barcelona,
contra el derecho a decidir y por la españolidad de Cataluña. O las
movilizaciones anunciadas por grupos violentos de extrema derecha en Zaragoza,
para ese mismo día, en desagravio por la explosión de un artefacto depositado
en el interior en la Basílica
del Pilar, que no tuvo víctimas y apenas ocasionó daños materiales.
Ese ambiente propicio y enrarecido, al que contribuye el
“apoyo” dogmático que le brindan unos medios de manifiesta afinidad ideológica,
con informaciones y análisis que suponen siempre el rearme moral de la derecha,
la rectitud y eficacia de sus iniciativas políticas y económicas, aunque
perjudiquen a la mayoría de la población, y el “adiós a la superioridad moral
de la izquierda”, vencida y derrotada hasta en sus propuestas más
progresistas, incluidas las que combaten
las desigualdades sociales, alimentan la sensación de actuar conforme al
pensamiento imperante y responder a las predicciones absolutistas que dejan
entrever.
No se trata, pues, de acciones irresponsables realizadas por
jóvenes y nostálgicos del franquismo, sin capacidad crítica para discernir el
significado ni las consecuencias de sus bravuconadas, sino de una manifiesta
campaña de acoso e intimidación de todo cuánto suponga un obstáculo o una
resistencia al triunfo total y absoluto de la derecha. Se trata de un rebrote
del “facherío” perfectamente teledirigido y que, cuando interese, será
oportunamente controlado y anulado. Es una manera torticera -y violenta- de
influir en la voluntad de los ciudadanos y alcanzar lo que en las urnas no consiguen:
la adhesión inquebrantable.
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