No es difícil percibir la aplicación de una consigna a rajatabla: recuperación. Todo el
mundo pronuncia esa palabra para referirse a sus impresiones de la actualidad,
sobre todo a partir de que el Gobierno presentara su proyecto de ley de
Presupuestos para
“Llega dinero de todas
partes”, exclamó un Emilio Botín eufórico sobre el interés que está
despertando España en los inversores extranjeros. La Bolsa de Madrid supera la
barrera de los 10.000 puntos, un índice que no coronaba desde el año 2011. Y,
al parecer, hay una evidente “mejora de
los datos macroeconómicos” que genera esa euforia que se extiende entre los
que tratan de convencernos de que, efectivamente, estamos en la senda de la
recuperación para el crecimiento y el empleo, que han de ser los objetivos
finales de las políticas económicas. Y la verdad es que no me extraña esa
alegría que exhiben los que antes nos han empobrecido con ajustes
“estructurales”, consistentes en una poda de austeridad que prácticamente ha
desmantelado todo el andamiaje público que proveía de servicios sociales a la
población con menos recursos, porque llega la época de las ganancias. Están que
no caben en sí de gozo por los réditos que obtendrán los que especulan con la educación, la salud, las pensiones, la
dependencia, los medicamentos, la seguridad en las calles, la ciencia e investigación y todo cuanto formaba
parte de unos servicios públicos financiados con cargo a los impuestos que
pagamos entre todos. Existen, realmente, grandes expectativas al alza en las
previsiones de los beneficios empresariales, aunque no veamos aún ni creación
de empleo ni un alivio para las familias.
Se palpa una inocultable satisfacción entre los sectores
–políticos y económicos- que contemplan una oportunidad de negocio privado en
lo que antes era de titularidad pública, al constatar que la política que se
aplica para afrontar la crisis deja en manos del mercado las necesidades de los
ciudadanos. Es posible que hayamos tocado fondo en el hundimiento de nuestra
economía, pero las señales que dicen percibir los que anuncian tan endeble
recuperación dista mucho de contentar a los han pagado las consecuencias de
tanta austeridad. Todavía se sigue destruyendo empleo, aunque a menor ritmo, y
se pierden cotizantes a la Seguridad Social.
El consumo privado continúa sin pulso por la bajada de salarios en el sector
privado, la disminución y congelaciones en el público y la reducción de
plantillas en uno y otro. Con rentas salariales en retroceso, pérdida del poder
adquisitivo de las pensiones, recortes en cuantía y duración de las prestaciones
por desempleo y una inversión pública en “stand by”, las esperanzas de crecimiento de la actividad económica y de
creación de empleo son, digan lo que digan los voceros del optimismo, escasas.
A menos que se refieran, claro está, a las posibilidades que les brinda este escenario de derrota a los grandes “tiburones” de la economía libre de mercado: trabajadores baratos, empresas en quiebra, sindicatos anulados, convenios prácticamente inexistentes, Estado “adelgazado” para que no interfiera demasiado, nuevos nichos de negocio en lo que era provisto por los servicios públicos, dinero más barato y un país del que cuelga un cartel: se vende. Si a todo ello añadimos la proximidad de un año electoral, sólo entonces se explica tanta euforia: la que manifiestan los cínicos
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