Y es que el Partido Popular se halla preso de su propia estrategia al verse enfrentado a una situación que, estando en la oposición, no tenía reparos en utilizar para acusar al Gobierno de pactar con terroristas cuando exploraba vías políticas y jurídicas con las que evitar que los violentos siguieran matando. Ahora, aquellos acusadores detentan responsabilidades de Gobierno y se ven obligados a acatar sentencias que les hubieran servido para sonrojar a los que estiman que la política es algo mucho más noble que la simple negación del adversario, al que se le intenta segar la hierba bajo los pies, aun en iniciativas de correcta y oportuna necesidad.
Aquellos que acusaban al Gobierno socialista de estar
vendido a ETA, de traicionar a los muertos y de negociar con terroristas son
los que ahora, encargados de la gobernabilidad de este país, deben excarcelar a
etarras que han cumplido condena pero que, en virtud de una interpretación de
la denominada doctrina Parot, seguían
en prisión. Ahora, en el Gobierno, se ven obligados a respetar y cumplir la
ley, debiendo asumir la legalidad que convierte a la democracia en el más
deseable de los regímenes. Y, claro, se les vuelven en contra aquellas viejas
estrategias de demagogia con las que tuvieron éxito para ganarse la confianza de
las víctimas del terrorismo y, con ellas,
la de una inmensa mayoría de la población que aborrece la violencia como
instrumento para conseguir fines políticos.
Ahora hay que hacer pedagogía en sentido contrario, lo que
conlleva el riesgo de descubrir la falaz manipulación que entonces se cometió
al utilizar el terrorismo en la diatriba política. Ahora hay que aceptar el
sometimiento a la ley y la corrección de medidas democráticas, para admitir que
hasta los reos tienen derechos reconocidos por nuestra propia Constitución.
Ahora se debe reconocer que no es un error acatar las leyes porque aquellos
acusadores son, hoy, los responsables de cumplir y hacer cumplir la Constitución. Ahora
hay que explicar muchas cosas que entonces se tildaron erróneas.
Porque no es un error que las leyes se apliquen en todos los
supuestos y a todas las personas. No es un error que los poderes públicos
acaten las leyes y estén obligados a cumplirlas y hacerlas cumplir. No es un
error que el diálogo sustituya a la violencia hasta acallarla. No es un error
que las condenas judiciales contemplen medidas de reinserción que beneficien al
reo. No es un error que la democracia sea un instrumento de convivencia en vez
del totalitarismo. No es un error que los valores éticos tengan supremacía
frente a las emociones. No es ninguna claudicación el funcionamiento normativo
del Estado Democrático y de Derecho. No es ninguna derrota el fin de los
asesinatos ante la algarabía de los fanáticos. No es ningún precio la paz, sino
el triunfo de la razón y de la democracia. Ni una aberración que la moral no esté
condicionada por ningún propósito, sino inherente a la razón.
Resulta, por tanto, sorprendente que, al sentir de
determinados sectores sociales que hoy se echan a la calle, actuar conforme a
Derecho a la hora de aplicar las leyes sea considerado pagar un “precio
político” a ETA. Resulta sorprendente que ser consecuentes con nuestra propia
legislación, sin violentar ni buscar atajos al espíritu de la ley, suponga una
“derrota” de la Democracia
en su lucha contra el terrorismo etarra. Resulta inaudito que la sentencia del
Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, que considera ilegal la aplicación
retroactiva de la doctrina Parot a
condenados por delitos de terrorismo y otros crímenes de especial gravedad, se
perciba como el resultado de una “claudicación” aducida al expresidente
socialista José Luis Rodríguez Zapatero por intentar alcanzar un acuerdo
dialogado para que los violentos dejen de matar. Resulta ignominioso que años
sin víctimas mortales por culpa del fanatismo asesino de los terroristas,
vencidos por la voluntad infatigable de los demócratas y su supremacía moral,
no sea valorado un logro mayor que el reconocimiento de los derechos que
asisten a verdugos, como a todo ciudadano, aunque ellos no se lo merezcan y se
mofen de los mismos. Resulta increíble tanta desmemoria y tanta endeblez en
nuestros argumentos cuando abordamos el fenómeno del terrorismo desde un prima
partidario.
Y es que en la lucha contra el terrorismo, en este país, todos
los Gobiernos han intentado hallar una solución para hacer desaparecer ese
cáncer de la democracia, paralelamente a
las medidas policiales y de contra espionaje que jamás se abandonaron. Salvo
Calvo Sotelo, todos los presidentes que ha tenido España en democracia han
mantenido con mayor o menor discreción conversaciones con representantes de la
banda terrorista vasca ETA que resultaron inútiles por exigencias desorbitadas
de los terroristas o la intransigencia de algunos de sus miembros más
radicales, si cabe. Sin embargo, la democracia siempre ha explorado vías
pacíficas para acabar con un problema inaudito en un país, el último en Europa
en padecerlo, en el que existen cauces para la expresión de cualquier
alternativa política, siempre y cuando respeten las reglas que establece la Constitución.
Una Constitución que convierte a España, por voluntad
soberana de los españoles, en un Estado Democrático, Social y de Derecho, con
lo que ello significa de garantías democráticas, sociales y jurídicas que, no sólo
constituyen el marco legal con el que hemos acordado convivir, sino que,
además, nos ha proporcionado el mayor período de paz y libertad que ha tenido
este país en su Historia y nos ha hecho semejantes a los demás países
democráticos de nuestro ámbito occidental. No fue fácil transitar de una
dictadura a la democracia. Se nota en actitudes e inercias con las que
reaccionan esos sectores minoritarios
frente a lo que son, simplemente, principios democráticos reconocidos en todo
el mundo.
El Tribunal de Estrasburgo ha dictaminado que España, un
país que ha firmado convenios jurídicos internacionales y asume la Carta de
Derechos Humanos, no puede aplicar medidas penales con carácter retroactivo a
reos ya juzgados y que cumplen condena. Es decir, el TEDH no deroga la doctrina Parot, sino su utilización con
carácter retroactivo con el que se procura corregir una “laguna” del Código
Penal que limita el tiempo máximo de reclusión en cárcel de cualquier
condenado, independientemente del número de delitos cometidos, a 30 años. El
TEDH nos ha enfrentado a nuestro propio ordenamiento legal vigente y al
ordenamiento internacional que hemos conveniado, donde se contempla que la
irretroactividad de las penas es un principio insoslayable. Así, la
Constitución española “garantiza el principio
de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas y la
irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables”.
Pero, en vez de corregir esa “laguna” del Código Penal que
impide, limitando el tiempo máximo de permanencia en prisión, una
proporcionalidad efectiva de las penas, España busca el subterfugio con la doctrina Parot para conseguir, al menos,
el cumplimiento íntegro de la condena a 30 años, reduciendo los beneficios
penitenciarios de la totalidad de condenas acumuladas. Y lo interpreta, con
carácter retroactivo, a reos ya juzgados y cumpliendo condenas. Incumplimos,
así, la Constitución
y convenios jurídicos europeos.
Acatar las leyes y adecuar nuestras conductas a la legalidad
que emana de un Estado de Derecho no es dejar sin castigo a los terroristas ni
otorgarles ningún beneficio. Es, simplemente, demostrar que la razón, la ley y
la justicia están de parte de los pacíficos y los demócratas sinceros.
Aún así, es comprensible, aunque no justificable, esa
reacción de las asociaciones de víctimas del terrorismo y de algunos sectores
sociales, que muestran su rechazo a lo dictaminado por el TEDH y solicitan del
Gobierno la desobediencia de la sentencia.
Incluso es comprensible, aunque difícilmente justificable, las
manifestaciones públicas de esos sectores exigiendo medidas gubernamentales
basadas antes en la venganza que en imperativos éticos, contagiándose de la
dialéctica bélica de los violentos que diferencian entre vencidos y vencedores,
cuando el fin último que debiera guiarnos es el imperio de la ley y el triunfo
de la democracia y la razón.
Ahora que parece contraproducente para la estrategia
partidista reprochar la supremacía moral de la ley y la democracia frente a los
violentos, sería un error de los pacíficos que le dieran la espalda a las
propias normas con las que han logrado vivir en paz, libertad y progreso en los
últimos decenios. Un error que nos cegaría para contemplar lo alcanzado: vencer
a los violentos, ponerlos a disposición de la justicia, que cumplan las condenas
y dejen de matar. Cualquier otro propósito perseguiría una finalidad
inconfesada, aunque fácilmente adivinable con sólo imaginar lo que habrían organizado
los manipuladores de la opinión pública si estuviesen ahora en la oposición.
¡Tiemblo de sólo pensarlo!
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