Presidentes Sánchez y Torra en Barcelona |
Y es que toda incursión en territorio hostil extraña
riesgos. Primero, por ser un territorio que no se controla y los encontronazos
que provocará con quienes rechazan cualquier acercamiento pacífico entre
las partes, como ha pasado. Los radicales del independentismo hicieron todo lo
posible por demostrar su ira contra lo que consideraban una “provocación” por
parte del Gobierno. Pretendieron tomar las calles, cortar algunas carreteras e
impedir los accesos al lugar de celebración del Consejo, pero no lo
consiguieron. Salvo escasos abucheos, intentos de manifestación y breves forcejeos
con las fuerzas policiales, que se saldaron con trece detenciones y algunas
contusiones, el objetivo de sabotear el acto fue fallido, por mucho que grupos
autónomos de las CDR lo persiguieran con sus escaramuzas una y otra vez.
Barcelona estaba blindada, es cierto, pero también eran minoritarios los
encapuchados y violentos que intentaron imponer el caos sin conseguirlo.
Partícipes de la reunión en Cataluña |
Otro peligro era la actitud intransigente de la Generalitat
de Cataluña, una Administración autónoma que debía comportarse como anfitrión
del Gobierno de la nación en su voluntad de descentralizar las reuniones del
Consejo de Ministros (Ya había celebrado otro Consejo en Andalucía, meses antes,
y están previstos nuevos emplazamientos en otras comunidades autónomas). Los
recelos con que inicialmente se recibió esta reunión del Consejo en tierras catalanas,
calificada de provocación, fueron eliminados con una doble sesión de encuentros
bilaterales, entre Pedro Sánchez y Quim Torra (presidentes de ambos
Ejecutivos), por un lado, y de los vicepresidentes y dos miembros de ambos
gobiernos, por el otro, que constituyó el preludio de un Consejo ministerial
del que surgiría un comunicado por el que ambas Administraciones apostaban por
la vía del diálogo y el respeto al ordenamiento jurídico como forma de encauzar
la crisis catalana. Tal era el exiguo resultado político buscado con esta
aventura por territorio comanche que ha dejado insatisfechos a todos, menos al
Gobierno de la Nación, debido a que expresa una imprecisa y vaga voluntad de
entendimiento antes que la firme determinación por materializar en hechos tal
diálogo. Es decir, supone una política de gestos más que de contenidos. Nada
extraño por cuanto, de una parte, la endeble minoría parlamentaria del Gobierno
no le permite diseñar ninguna iniciativa política de largo alcance con garantía
de éxito y permanencia, estando expuesto constantemente a pactos con otras
formaciones divergentes entre sí. Y, por la otra, porque el Govern no explicita claramente su
renuncia a medidas unilaterales y de desobediencia a la legalidad
constitucional a la hora de defender sus objetivos independentistas. Más que falta
de sintonía, ambos gobiernos carecen de “seguridades” con las que entablar
ningún diálogo desde el convencimiento, la lealtad institucional y la grandeza
de miras que debieran presidir las negociaciones de un conflicto de esta envergadura.
Los ejecutivos nacional y catalán están cautivos de sus miedos e hipotecas. Por
eso, por mucho que uno insista en la vía del acercamiento y deshielo hacia la
Generalitat y el otro en su afán soberanista “sin violencia”, es prácticamente
imposible, sin defraudar a quienes los apoyan, acordar ninguna solución, viable
jurídicamente y políticamente aceptable, al desafío catalán de convivencia con
España que concite el consenso mayoritario de los respectivos parlamentos.
Lo que llama la atención de este asunto territorial es que,
cuando la ofensiva más grave y sangrienta contra la integridad nacional –como fue
el terrorismo etarra- finalmente pudo ser superada con la desaparición de la
banda, emerge ahora el “conflicto” catalán, tomando el relevo de la pulsión
secesionista, y se convierte en la mayor amenaza contra la unidad del Estado.
Ninguna de esas dos regiones, País Vasco y Cataluña, habían sido entidades
independientes en sus orígenes ni colonizadas por una Castilla imperial, sino
que fueron parte de los reinos que configuraron, a lo largo de la historia, el
surgimiento de España como país y del que ahora desean separarse. La primera lo
intentó durante décadas mediante el empleo indiscriminado de la violencia terrorista
y, la segunda, por medio del desacato constitucional y la unilateralidad
sediciosa, sin que ambas regiones, hasta la fecha, lo consiguieran. Pero el
problema persiste y la tensión se acrecienta. El Estado de las Autonomías ha
intentado, con la restauración de la democracia, satisfacer las legítimas
aspiraciones de autogobierno de estas comunidades que temporalmente aparcaron
sus ambiciones secesionistas, siempre latentes, mientras se repartía el “café
para todos” al conjunto de comunidades. Y cuando todas alcanzan idéntico techo
competencial, todas disfrutan del mismo nivel de autogobierno, a estas
comunidades “históricas” ya no les satisface ser simples autonomías porque aspiran
a la plena independencia. Y, ante ello, Cataluña parece haber hallado el modo
antipático de lograrlo, forzando la desobediencia civil y la deslealtad
institucional, con el apoyo de cerca de la mitad de su población. Un problema
al que la política, no los jueces ni el ejército, ha de encontrar salida.
Sánchez lo intenta, granjeándose la crítica desaforada de la
oposición, el desconcierto entre los suyos y el desprecio de los
independentistas, que se encuentran divididos entre los que no excluyen la
ruptura unilateral y quienes buscan ensanchar el apoyo social mediante el
diálogo y la negociación. Tanto desde el Partido Popular como desde Ciudadanos y
Vox se acusa al presidente del Gobierno de “traicionar” a España y de “humillarla”,
al actuar con una “irresponsabilidad histórica” por hablar con el presidente
catalán. Creen haber encontrado munición para atacar al Ejecutivo socialista y
tacharlo de débil y rehén de los nacionalistas, por precisar sus votos para
mantenerse en el Gobierno y, acaso, aprobar en enero próximo los Presupuestos del
Estado, pero olvidan que la vía del diálogo fue la que impulsó a Adolfo Suárez
a negociar con Josep Tarradellas y estar presente en Barcelona durante su
investidura como primer president de
la Generalitat de la democracia, en
1977. O la que movió al rey Juan Carlos I a iniciar sus visitas oficiales a las
comunidades autónomas por la Casa de Juntas de Gernika. Y la que hizo de Aznar
el presidente español que más concesiones hiciera al nacionalismo catalán
–hasta la Guardia Civil tuvo que abandonar las carreteras de Cataluña- cuando
convino para sostener su Gobierno. O la que llevó a Zapatero a promover la
reforma del Estatuto catalán, que posteriormente el Tribunal Constitucional
recortaría a instancias del Partido Popular, convencido de que así satisfacía
las ambiciones independentistas de los nacionalistas. Incluso, la vía que
promueve como imprescindible el candidato de Ciudadanos a la alcaldía de
Barcelona, Manuel Valls, desmarcándose abiertamente del líder de la formación
bajo la que se presenta. Hasta el rey, en el último mensaje navideño, hace un
llamamiento a la reconciliación y la concordia, apelando a los políticos que
“lleguen a acuerdos por muy distanciadas que estén sus ideas”.
Todos, en fin, apuestan por el diálogo, pero pocos lo
practican. Y quien se atreve se expone al insulto, la crítica y al más destructivo
de los disensos: el que lo niega todo y obstaculiza cualquier avance. Por tal
razón no se hace hincapié en el “marco de seguridad jurídica” al que ha de
atenerse cualquier acuerdo sobre el “conflicto” catalán, según lo acordado en
la reunión entre ambos presidentes. Y es que para la derecha nacionalista
española se trata de una cesión al independentismo, puesto que su única receta
es la “reaplicación” del artículo 155 y la intervención de la Autonomía, y para
los radicales del independentismo es rebajarse al respeto constitucional y
cortar toda posibilidad de un referéndum de autodeterminación. Tampoco se da
importancia al aumento histórico del salario mínimo interprofesional acordado
en ese Consejo de Ministros y la subida de sueldo a los funcionarios, medidas
de fuerte impacto económico que persiguen corregir las devaluaciones salariales
sufridas por estos trabajadores durante la pasada crisis financiera. Ni se
valoran los gestos simbólicos hacia Cataluña, en un intento por respetar su
identidad y sus figuras, con el cambio de nombre del aeródromo del Prat, en
Barcelona, como aeropuerto Josep Tarradellas y con la declaración contra la
condena (no anulación, que jurídicamente es más compleja) al que fuera
presidente de la Generalitat, Lluís Companys, fusilado por la dictadura franquista.
Contra unos y otros, la incursión por territorio comanche ha
posibilitado un frágil diálogo, pero diálogo al fin, entre el Gobierno y la Generalitat como única vía posible e
idónea con la que enfrentar el grave problema catalán, cosa que el tiempo determinará
si es acertado o no, aunque seguro que no suficiente, para encauzar
pacíficamente y desde la racionalidad las tensiones centrípetas existentes en
aquella comunidad. Porque la verdad es que, a pesar de la creencia común,
ningún asunto complejo tiene una solución simple o fácil.
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