Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, Rey emérito al ser
jubilado del cargo y sucedido por su hijo Felipe, en quien abdicó en 2014, siempre
fue un tipo campechano, sospechoso de trapicheos oscuros, aficiones
privilegiadas (los elefantes de Botsuana y los yates de Palma de Mallorca lo
atestiguan) y proclive a las malas compañías, todo lo cual le era tolerado
mientras redundara en réditos para el país y a su empeño de abrirse al mundo,
donde otras monarquías, como la saudí, lo acogían como un miembro de la familia,
posibilitando unas relaciones que la vía diplomática no conseguía. Pero su
acceso al trono no fue voluntario ni elegido por sus “súbditos”, sino impuesto
por un dictador que, tras salir victorioso de la guerra civil que había desatado
contra la República, vio en aquel niño el instrumento para perpetuar su régimen
autoritario en una monarquía reinstaurada, moldeada y “atada y bien atada” de
acuerdo a sus gustos imperiales. No respetó siquiera la línea de sucesión de
una monarquía española de amplio recorrido histórico, sino que convirtió España
en un reino a partir de un eslabón nuevo que Franco se encargó de educar y
preparar para el futuro monárquico que él había planificado. A tal efecto, promulgó
una Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, convertida en ley fundamental de
aquel régimen que dejaba todo previsto y aclarado. Tal es, sin duda, el “pecado
original” de la monarquía parlamentaria que el Rey Juan Carlos I, ejerciendo de
Jefe del Estado, quiso hacerse perdonar con el desempeño escrupuloso y constitucional,
para dejar atrás la dictadura, de su papel arbitral en la política del sistema
democrático surgido en 1978. No es cuestión, pues, de negarle méritos, porque es
indudable que el Rey Juan Carlos ha prestado grandes servicios al país como su
más alto servidor público. Pero se los ha cobrado.
Durante sus más de 39 años de reinado, el Rey emérito
compaginó su simpática y excelente imagen pública con sus tentaciones y
avaricias, siempre al amparo del silencio y el respeto con los que su figura era
tratada por los poderes públicos, los medios de comunicación y la sociedad en
su conjunto. Una imagen reforzada por su decidida intervención a la hora de
frenar, no secundándola, la intentona golpista del teniente coronel Tejero, quien,
al mando de un grupo de militares y guardias civiles más el apoyo civil de la
ultraderecha, pretendió liquidar la neonata democracia con aquella orden de
“quieto todo el mundo”, pronunciada, pistola en ristre, en el Congreso de
Diputados, en febrero de 1981.
De eso hace ya muchos años y las rentas del prestigio no dan
para vivir tanto. Menos aún si se dilapida la fortuna de manera insensata y deshonesta.
Escándalos y abusos han arrinconado al Rey Juan Carlos, despojándolo de la
máscara de autoridad moral con que ocultaba sus vergüenzas, confiado en su
impunidad constitucional. Lo que se silenciaba pero se sabía o intuía, lo que tapaban
los poderes públicos y protegían con celo los servicios de inteligencia, ha
terminado por aflorar, imposible ya de contener la bola inmensa de sinvergonzonería
que ha ido engordando con pasión real. Ya no son simples affaires sentimentales,
viajes secretos o imprudencias en safaris de piezas mayores. Ya son conductas indecorosas,
corrupción y supuestos delitos cometidos bajo el manto protector de su
inviolabilidad. Trapicheos de envergadura que afloran bajo las faldas de una de
sus incontables “amigas”.
La cosa se conoce porque la fiscalía de Suiza investiga el
entramado societario de una cuenta en un banco de aquel país, Mirabaud, que
recibió 100 millones de dólares en 2008, transferidos desde Arabia Saudí. Esa
cuenta era controlada por la fundación Lucum, domiciliada en Panamá y administrada
por testaferros, uno de los cuales es un primo del Rey emérito. El primer beneficiario
de la fundación y de la cuenta era don Juan Carlos. Y de esa cuenta salieron 65
millones de dólares, en 2012, como donativo a favor de Corinna zu Sayn-Wittgenstein,
una amiga íntima del Rey, la que lo acompañó a Botsuana, aparecía junto a él en
actos oficiales y le asesoraba en otros temas. La misma cuenta de la que también
salieron otros dos millones para otra “amiga” del Rey, Marta Gayá. Al parecer, esta
forma de romper una relación sentimental ha sido una constante del monarca, ya
que utilizó idéntico procedimiento cuando acabó su “amistad” con Bárbara Rey. Entonces
la despreciada actriz española amagó con contar lo que sabía, fue sometida a
amenazas y acabó recibiendo otro generoso “donativo”, como el que se repitió con
Corinna, que la hizo callar para siempre.
Lo peligroso de todo ello no es la desfachatez faldera del
monarca, sino los delitos fiscales y la corrupción que supuestamente deja traslucir el comportamiento licencioso del Rey Juan Carlos. Porque, gracias a
la labor de la justicia extranjera, puede seguirse ya la pista del dinero, cosa
que en España ha sido imposible a causa de la inviolabilidad del Rey. Por eso se
sabe que el ingreso de 100 millones de dólares se produce después de firmarse un acuerdo comercial entre España y Arabia Saudí para la construcción del AVE a la
Meca, un acuerdo facilitado por las relaciones “familiares” entre ambas monarquías
y rematado con la entrega de la medalla del Toisón de Oro al soberano saudí. La
justicia suiza investiga una trama dineraria que acabó engrosando la cuenta del
Rey tras pasar por testaferros y empresas offshore, el recorrido habitual
para camuflar dinero negro y comisiones opacas.
Y esa era, precisamente, la dedicación “oficial” de la amiguita
del Rey, ser “comisionista”, como ella misma se definía. Mientras mantuvieron
la relación, Corinna tuvo conocimiento y accedió a información sobre la trama
de empresas, fundaciones y testaferros de los que el monarca presuntamente se ha
servido para ocultar su patrimonio. Un patrimonio millonario acumulado durante
años, cuya procedencia jamás se ha hecho pública y ha eludido siempre la acción
fiscalizadora de Hacienda. Lo grave del asunto, por tanto, es que descubre a un
Rey que cobra comisiones aparte de su “sueldo”, oculta su dinero a través de una
red de corrupción y practica la elusión fiscal para no pagar impuestos. Es
decir, además de la moralidad farisea de una monarquía que se exhibe como
católica practicante y casa a sus hijos según los ritos de esta confesión
religiosa en suntuosas catedrales (mientras comete infidelidades, separaciones
y nupcias con divorciadas, etc.), la actuación del Rey emérito desvela que supuestamente
es capaz de cometer delitos que su fuero privilegiado no permitía, al amparo de
la inviolabilidad que lo protegía. Se ha comportado supuestamente como un delincuente
real.
La inviolabilidad del Jefe del Estado es un escudo legal para
proteger la institución e impedir su desestabilización por medios judiciales o
políticos, no para amparar conductas delictivas de las personas que la encarnan
o representan. Con todas sus salvaguardas y fueros institucionales, hasta el
Rey está sometido a la igualdad ante la ley, como el resto de los ciudadanos. Por
eso es muy grave lo realizado presuntamente por don Juan Carlos de Borbón. Tan grave
que su hijo, el actual Rey Felipe VI, se ha visto obligado a difundir, en pleno estado de confinamiento del país, un comunicado desligándose de las actuaciones de su progenitor,
renunciando a toda herencia que pudiera corresponderle a él y a su hija, la
princesa heredera del trono, de ese patrimonio oculto, reconociendo que no
tenía conocimiento de tales actividades ni que fuera nombrado beneficiario de
su entramado societario y anunciando que avisó a las “autoridades competentes” de
todo ello. Ha tenido, pues, que “matar” a su padre para defender la monarquía,
como su padre tuvo que hacer con su abuelo, que también tenía dinero en Suiza, para
poder ponerse la corona que Franco le entregó arbitrariamente, en un acto
autoritario más del dictador para impedir que los españoles eligieran un futuro
no diseñado por él.
Una gravedad que se acrecienta cuando, en el propio
comunicado de la Casa Real, se informa de que el Rey Felipe VI hacía un año que
conocía todo este embrollo escandaloso de su padre por ocultar una fortuna en
paraísos fiscales. Y lo sabía porque, según detalla en el comunicado, en marzo
de 2019 recibió una carta de un despacho de abogados londinense en la que le
comunicaban que había sido designado como beneficiario de la fundación Lucun,
cuando su padre muriese. A pesar de ello, no es hasta ahora, un año después, cuando el Rey ha proporcionado esa respuesta contundente, que ha hecho pública la
Casa Real, con la que se desliga de su padre, de sus actividades y de sus
negocios ocultos, renunciando a toda herencia que pudiera legarle, fruto de ese
patrimonio oculto. Contundente, pero algo tarde.
Una sociedad madura como la española admite que sus próceres
no sean las idílicas personas que se imaginan, mientras puedan ser reprendidas
por la justicia cuando cometen delitos. Del Rey al porquero, tomos somos
iguales ante las leyes, aunque algunos, en función de su cargo, posean fueros y
privilegios que hagan más escrupulosa la acción de la justicia. Y en estos
tiempos en que se exige a la totalidad de la población el acatamiento estricto
de las órdenes del Gobierno para guardar un confinamiento riguroso en sus
domicilios, so pena de sanciones, hubiera sido deseable que el mensaje que el
Rey Felipe VI dirigió a la ciudadanía, agradeciendo su colaboración y
responsabilidad por tales medidas sanitarias, añadiera alguna referencia a la responsabilidad de todos, incluyendo a su padre, en el respeto a la ley, de la
que nadie está exento. Hubiera sido un detalle de honestidad y lealtad hacia un
pueblo, al que representa, que afronta estoicamente momentos de grandes
dificultades. Entre otras cosas, porque tan letal es para la sociedad la
epidemia del coronavirus como la existencia de un presunto delincuente real. Y
ya que habla de una cosa podría también hablar de la otra.
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