Nuestros temores se confirman y nos llenan de desasosiego. Hay
que estar todo un mes encarcelados en nuestros domicilios porque así lo exige
la batalla contra un virus escurridizo y sumamente contagioso. La primera
semana de esta condena ha servido, al parecer, para que vayámonos mentalizando
de lo que nos espera, de lo que, secuencialmente, tenían preparado para
nosotros desde un principio para acondicionarnos a un aislamiento prolongado
como único modo posible y eficaz, hasta que se descubra la vacuna, de evitar la
propagación masiva del contagio a toda la población. Más que falta de
información o claridad en sus mensajes, lo que nuestros gobernantes han hecho
es tratarnos como niños o ignorantes, a los que hay que acostumbrar poco a poco
a las nuevas situaciones, para que las entiendan y las asuman. No nos han creído
capaces de comprender la magnitud del problema ni de adoptar, desde el primer
día, las actitudes inevitables para enfrentarnos a él con rigor y decisión. Y
nos han ido convenciendo gradualmente, de manera psicológica. Nos han impulsado
a aplaudir todas las tardes desde los balcones para inculcarnos solidaridad y
conseguir la cohesión de toda la sociedad con las medidas adoptadas. Nos
han saturado de mensajes subliminales, cada vez más impactantes, sobre los
sacrificios y los daños que conlleva esta pandemia para que vayámonos
resignando a lo peor. Y lo peor es que lo peor está por llegar. Que debemos
continuar enclaustrados durante un mes, por lo menos. Y que el número de
muertos irá en aumento. Que el curso escolar puede darse por finalizado este
año. Que el desempleo será, otra vez, insoportable y duradero. Y que nadie sabe
a ciencia cierta cuándo terminará esta pesadilla. Este es, en fin, el bajón que
me ha provocado el último mensaje gubernamental. Gracias por levantarnos la
moral de esta manera. Mañana será otro día. ¿Qué sorpresas nos traerá?
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