Después de meses encerrados a cal y canto en nuestros
domicilios, regresamos a la calle con cierto desasosiego. Las autoridades no
dejan de advertir que cualquier relajación de las medidas de protección podría
provocar un rebrote de la epidemia. E insisten en que la distancia social y las
mascarillas serán imprescindibles hasta tanto no se descubra una vacuna o un
remedio eficaz contra el patógeno que amenaza nuestras vidas. Pero, al mismo
tiempo, desde la sociedad emergen voces que reclaman la reapertura de
comercios, industrias y actividades económicas que dan vida a las ciudades,
riqueza al país y medios de subsistencia a las personas. Se debe, pues,
compatibilizar cierto aislamiento individual con la concurrencia colectiva que
exige el comercio y la economía. De ahí que, tras el confinamiento, se haya
iniciado la “desescalada” hacia una “nueva” normalidad que despierta
sentimientos encontrados. Por un lado, lamentamos que tiendas, hoteles y negocios
estén cerrados, y, por otro, nos embarga cierto recelo y hasta miedo que los
mismos, una vez abiertos, puedan convertirse en focos de contagio por aglomeración
de clientes.
De hecho, los bares han vuelto a llenarse de parroquianos que,
con antifaces y enjuague de manos, acuden a desayunar o tomar el aperitivo
acostumbrados. Las tiendas de todo tipo recuperan poco a poco el revoloteo de curiosos
alrededor de escaparates tras meses con las persianas bajadas y la mercancía
guardada en cajones. El tráfico empieza a inundar las carreteras, provocando
los primeros atascos y accidentes, una vez se ha dado vía libre a viajar por
todo el país. Los parques y jardines reciben con alborozo el vocerío de
paseantes que estaban deseando recuperar el contacto con ese trozo de
naturaleza encapsulado en medio de las ciudades para escuchar el piar de
pájaros y el griterío de los niños. Las rutinas, pues, han vuelto poco a poco a
conducirnos por donde solíamos, sea por ocio o por razones laborales, pero de
modo precavido y desconfiado. Porque no nos fiamos de nadie que se acerque a
nosotros ni respete las medidas de protección de las que continuamente nos alertan.
Pero, de tanto recelar, acabamos comportándonos como racistas con nosotros
mismos, distinguiendo entre dogmáticos de la seguridad e higiene sanitaria y los
relajados que la asumen con cierta flexibilidad. Grupo aparte son los que se
saltan a la torera cualquier norma: los irresponsables. Obviando a los flexibles,
estas dos actitudes radicales son, como siempre, extremas e irreconciliables, y
caracterizan a las eternas dos Españas en cualquier ámbito colectivo, tanto político
como religioso, deportivo, etc.
En la presente ocasión, ese enfrentamiento nos obliga tomar
partido entre si continuar confinados o recuperar cierta normalidad en la
actividad social y productiva. Y se convierte en el nuevo debate que nos impulsa
a la porfía, dividiéndonos entre apocalípticos o integrados en el asunto de la
pandemia, como un aspecto más de esa cultura popular que se divulga a las masas
a través de los medios de comunicación.
Desde tales posicionamientos, no son pocos los ciudadanos
que se decantan por intentar proseguir con sus costumbres y rutinas, y no
renuncian a disfrutar de sus vacaciones, aun con todas las medidas de
protección que siguen imperantes. Han planificado viajes a sus segundas
residencias veraniegas o alquilado alojamientos en aquellos destinos turísticos
que pretenden continuar con el negocio en medio de tantas dificultades.
Pero constituyen una mayoría quienes temen exponerse a posibles
o remotas posibilidades de contagio si salen de su casa o ciudad. Desconfían
del aire que cualquier desconocido o conocido expele al respirar en su cercanía,
en medio de la calle o en un restaurante. Sufren del síndrome de la cabaña,
porque desisten de abandonar la reclusión a la que han sido obligados durante el
confinamiento. Se comportan como apocalípticos que, para acudir a cualquier
sitio, abierto o cerrado, hacen uso de mascarillas, pantallas, guantes,
hidrogeles y demás medidas de prevención de contagios, tal como reiteradamente aconsejan la prensa, la radio y la televisión. Los más fanáticos del rigor cuestionan a
todo el que no actúe como ellos, echándole en cara el peligro que supone para todos
que no sigan las recomendaciones como ellos entienden. Que la norma legal
contemple, en su articulado, que en espacios abiertos, siempre que se pueda
mantener la separación interpersonal recomendada, no es obligatorio el uso de mascarillas,
no les convence ni les exime de arrogarse la autoridad de interpelar a los
“flexibles” por una conducta que tachan de “irresponsable”. Y que estos
continúen su camino sin responder a la recriminación les parece más grave, si
cabe. Tal respuesta les provoca mayor ofensa e indignación que si entablaran
una franca discusión.
Y la verdad es que todos tienen parte de razón. La información
facilitada ha sido abundante, pero poco clara, escasamente profunda y, en no
pocas ocasiones, contradictoria. Durante el largo período de alarma -y todavía
hoy-, los responsables gubernamentales y los medios de comunicación estuvieron
cambiando de opinión sobre las condiciones de uso de las mascarillas, de la
distancia mínima de separación entre las personas y de hasta si el virus podía
sobrevivir más o menos horas o días sobre cualquier superficie, dependiendo si
era de papel, metal o plástico. La apertura gradual de comercios e industrias,
incluso las consideradas esenciales, tenían una regulación diferente a la que
regía a la totalidad de población. Lo que era considerado espacio cerrado con
obligación de usar mascarillas, no lo era si se trataba de un establecimiento hostelero,
puesto que con esa barrera bucal es imposible consumir ningún producto. La
sensación general es que se han ido improvisando normas conforme se iban
adquiriendo conocimientos biológicos y epidemiológicos del patógeno causante de
la pandemia. Y esas normas han debido de aplicarse dependiendo de los estratos
sociales afectados y de sus respectivos intereses.
El resultado de todo ello es que cada cual ha entendido la
información como ha podido, según el medio habitual utilizado para acceder a
ella. Si a ello añadimos, además, el aprovechamiento de esta situación
excepcional para la confrontación política, que no hace ascos a tergiversar
hechos, ocultar datos y ser parcial en los argumentos, no debería extrañar que
la gente esté dividida sobre qué es exactamente lo que se le pide y se le dice.
Y que, como ya determinó con su teoría Umberto Eco, hallemos verdaderos integrados
y apocalípticos respecto de la información que reciben de los medios de
comunicación y la cultura popular que estos fomentan. Una cultura, en este caso
“sanitaria”, saturada de información imprecisa, cuando no espectacular, que lo
mismo hace creer una cosa y la contraria. Ello explica la dicotomía de nuestro
comportamiento: quedarnos encerrados o salir a la calle, usar mascarillas en
todo momento o no hacerlo en espacios abiertos y manteniendo la distancia
social, etc.
Se trata de una situación única que dará lugar al inevitable
estudio sociológico que se elaborará en la era poscovid. En él se explicará
cuánto ha habido de espontáneo o de provocado en nuestra actitud colectiva frente
a la pandemia. Y qué responsabilidad tienen gobiernos y medios de comunicación en
la respuesta dividida de la población. Y volverán a demostrarnos que
reaccionamos como integrados a apocalípticos a la información mediática que
nutre nuestro conocimiento de la realidad.
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