En julio nos atrevimos a tomar unas cortas vacaciones con el
inevitable temor sobre lo que nos depararía tanto la ida como la vuelta, en
medio de esta anormalidad calificada de “nueva”. Aquellos recelos estaban
justificados. Porque nada fue como estaba previsto ni en el destino y el en origen,
puesto que los cambios acontecidos a causa de la pandemia de la covid-19 han
sido de tal naturaleza que han alterado, no sólo las rutinas individuales de las
personas, que han debido hacer de tripas corazón detrás de las mascarillas,
sino también en las colectivas, mediadas estas por la política, la economía o
la cultura.
Pero en vez de sumarnos al coro de lamentaciones y
exigencias de auxilio público, dadas las penurias que nos han golpeado, como cada
día verbalizan los autónomos, los hoteleros, los hosteleros, los empresarios,
los trabajadores, los estudiantes, los deportistas, los artistas y cuantos
colectivos han visto mermadas sus expectativas lucrativas, ya sea por el parón
de la actividad, la disminución de beneficios o el desempleo con o sin ERTE, vamos
a destacar lo que ha acontecido durante el pasado mes de julio, que no pudo
acabar con peores signos de alarma y desasosiego.
Por un lado, los rebrotes de una pandemia contenida, que no
derrotada, se han multiplicado por todos aquellos lugares donde la aglomeración
confiada de personas y el hacinamiento que padecen los recolectores agrícolas,
tanto en Huelva como en Lérida, favorecieron el contagio y el surgimiento de
nuevos brotes de la enfermedad. La
irresponsabilidad de algunos, creyéndose invulnerables para entregarse a
celebraciones con cualquier pretexto, supone el peligro más importante para la
expansión de una epidemia que sólo puede frenarse, de momento, con medidas de
distanciamiento social e higiene (geles) y protección (mascarillas) personal,
hasta tanto no se descubra una vacuna o terapia eficaz. Además, el hacinamiento
forzoso (temporeros) o voluntario (cualquier tipo de concentración o actos,
sean religiosos, lúdicos o familiares) es otra fuente de propagación
comunitaria, por parte de portadores asintomáticos, de esta enfermedad.
Una enfermedad de la que también se ha sabido que se
trasmite de humanos a animales, y no sólo como creíamos -del murciélago al hombre-.
De hecho, en Aragón fueron sacrificados más de 92.000 visones porque el 80 por
ciento de los ejemplares estaba infectado por el coronavirus, y otro millón tuvo
que eliminarse en Países Bajos por el mismo motivo. Se demuestra así que, a
pesar de todo lo que se va conociendo de este patógeno, todavía resta mucho más
para comprender cómo surgió, cómo evoluciona, por qué vía se transmite y cómo
combatirlo eficazmente hasta su total erradicación. La prudencia, por tanto, es
la única arma posible frente a un virus aun latente entre nosotros, aunque no siempre,
ni en casa ni en vacaciones, la hayamos asumido con el rigor que demanda
nuestra indefensión y vulnerabilidad. Y julio ha sido exponente de ello con su
alarmante proliferación de brotes.
También es verdad que no todos somos iguales en capacidad de
protección, ni siquiera de ser prudentes, frente a esta moderna amenaza. Por diversos
condicionantes. Uno de ellos ensombreció aún más al mes de Julio cuando se conoció
el dato sobre la pobreza severa que existe en España, y que alcanza al 30 por
ciento de las personas que tienen trabajo y al 37 por ciento de las que
disponen de estudios medios o altos. La educación, como refleja ese dato, no parece
ser suficiente como “elevador social”, ni tampoco para escapar de las garras de
la pobreza. No sirve de garantía para librarse de las condiciones de origen o
de heredar la pobreza de los padres. A veces, incluso, te condena a vivir en
peores condiciones que ellos. Sin embargo, a pesar de su gravedad y magnitud,
este drama social está envuelto en un silencio espeso en nuestro país, del que
sólo puntualmente emerge algún dato que pasa desapercibido en la realidad.
Y la realidad es que más de la cuarta parte de la población
española (26,10 %) vive en riesgo de pobreza y exclusión social. Y que, incluso con formación y trabajo, es la
elevada desigualdad de rentas el factor que más predispone a la pobreza a las
familias. Porque no basta con estudiar y tener trabajo para huir de ella. Hacen
falta políticas de corrijan las desigualdades de todo tipo que aún subsisten en
nuestra sociedad, tanto de género como económicas, educativas y culturales.
Ante tal panorama, al que la pandemia añadirá cerca de otro millón más de
pobres (trabajadores precarios, mujeres e migrantes, sobre todo), algunos
todavía cuestionan iniciativas, como la del Salario Mínimo Vital, que palían,
pero no solucionan, la lacra de la pobreza que está adherida a nuestro modo de
convivencia, impidiendo a demasiados de nuestros compatriotas adquirir una
vivienda, llegar a final de mes o acceder a prestaciones sociales, como
denunció en su informe para la ONU el relator de ese organismo, Philip Alston, recientemente.
Julio, por tanto, ha sido un mes nefasto para cualquiera que
se haya quedado en casa o se haya ido de vacaciones. Y esa negatividad se ha
acentuado, encima, con la noticia de la muerte de Juan Marsé, un referente de
la literatura española y un icono del estoicismo en los tiempos asfixiantes del
franquismo, cuya miseria moral y social reflejó en sus obras como contrapunto a
la búsqueda de libertad que aquel régimen negaba a todos. Como precisa muy bien
Antonio López Hidalgo, Juan Marsé “se vengó con sus novelas de una vida
miserable que nadie, entonces, merecía”. Ni entonces, por la dictadura, ni ahora,
por la pandemia y una pobreza que sacuden nuestras líquidas certidumbres y confortables
rutinas.
Pero no todo lo sucedido en julio ha sido negro. También
hubo zonas grises para la esperanza. Europa proporcionó algo positivo en favor
de la solidaridad ante los efectos de la pandemia en todo el continente, reforzando
con ello el proyecto político que representa la Unón Europea (UE). Y es que,
finalmente, en julio se aprobó el Plan de Ayuda contra la pandemia (750.000
millones de euros) y el Presupuesto de la UE, dotado con 1,074 billones de
euros, para el próximo septenio (2021-2027), tras arduas negociaciones y
cesiones mutuas entre países “frugales” y “despilfarradores”, es decir, entre
ricos y pobres. Todos ellos han cedido para lograr el acuerdo, firmado por los
27 países de la UE, después de cuatro días y sus noches de duros debates y
agrios enfrentamientos.
El citado Plan de Ayuda supone un fondo de 750.000 millones
de euros, de los que 399.000 millones serán destinados a subsidios a fondo
perdido y, el resto, para préstamos. Con ese reparto se logra un equilibrio que
satisface a los bandos enfrentados. Contempla, eso sí, una especie de “freno”, pero no de
veto, por parte del Consejo Europeo en caso de mal uso del dinero transferido a
los estados destinatarios del grueso de tales ayudas, como Italia, España, Portugal y
Francia, los más severamente azotados por la pandemia y la crisis económica
derivada de ella. Pero lo más importante de dicho acuerdo es que ese Plan se
financiará, por primera vez en la historia de la UE, mediante la emisión de
deuda conjunta en los mercados financieros, respaldada por el presupuesto
comunitario. Se trata de un paso más, histórico, para llegar a una
mutualización de la deuda de los países miembros que evite la disparidad fiscal
que beneficia a unos y perjudica a otros dentro de un espacio común. Es decir, un
paso para completar una verdadera unión financiera que acompañe a la unión política,
económica y comercial que constituye la UE.
Pero hay más. Esta ayuda europea coincide en el tiempo con el
Pacto por la Recuperación suscrito por la mayoría de partidos presentes en el
Congreso de los Diputados, con la finalidad de potenciar aquellos sectores de
nuestro país que deberán robustecerse para poder hacer frente a futuros retos
de magnitud como el de la pandemia. En especial, el de la sanidad, sector tan
castigado por las políticas de austeridad implementadas durante la pasada
crisis económica de 2008. Pero, con él, también aquellos otros servicios
esenciales que han estado a punto de colapsarse durante esta pandemia del
coronavirus e igualmente “adelgazados” de recursos materiales y humanos.
A ese Pacto por la Recuperación se añade, además, la decisión del Gobierno de “repartir” recursos económicos suplementarios a las Comunidades Autónomas con los que financiar los sobrecostes que ha supuesto afrontar la crisis sanitario-económica de la covid-19. Esta cesión de ayudas está todavía en discusión, pero en su conjunto -la europea, la estatal y la autonómica- conforman tres vías de socorro que deberían permitir a nuestro país remontar la actual situación de crisis social (sanitaria) y económica (recesión y desempleo) que nos ha dejado un simple virus pandémico. Pero me asalta una duda: ¿sabremos aprovecharlas?
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