Y llamo vida a lo que existe, desde el Universo hasta el ser humano, la única criatura conocida con plena consciencia de su existencia y dotada de inteligencia para plantearse la realidad, llegando incluso a cuestionar el sentido de la vida. Pero dejando al margen las especulaciones religiosas y otros desvaríos filosóficos con los que el hombre ha explorado alguna explicación que satisfaga su curiosidad, lo que su raciocinio descubre es que la vida es un hecho contingente que en modo alguno estaba predeterminado en el origen del universo. No tiene más sentido que el puro azar, en el que el ser humano, por mucho que su antropocentrismo sea irrefragable, es un accidente fortuito.
Es lo que la ciencia nos va desvelando poco a poco,
descubriéndonos una realidad más prosaica, menos trascendente, pero sumamente
fascinante del probable relato de nuestro origen, en el que participamos con
una humildad próxima a la insignificancia. Y nos sorprende al evidenciar que nuestra
imagen y semejanza no constituye ningún molde de lo creado. Ni siquiera que la
vida formase parte de ningún diseño, sino que es fruto de un accidente surgido
del material de desecho en la formación de las primeras partículas que dieron
lugar al universo primitivo. Que somos simples cenizas de una explosión.
La teoría del Big Bang, como se califica a la
explosión primigenia que dio origen al universo, llenando el espacio de
partículas elementales de materia que se alejaban rápidamente entre sí, y que
explica su actual estado de expansión, supone el modelo físico más convincente y
fundamentado sobre la génesis de todo lo existente. Según esa teoría, al
parecer es pura chamba que de aquella explosión, en la que también se formó la
antimateria, pudiera derivarse la vida que nos posibilita contemplar hoy la
magnificencia de un cielo estrellado, puesto que la colisión entre partículas
de materia y antimateria provoca la desintegración de ambas. Tal colisión imposibilitaría
la formación de átomos y otras estructuras más complejas que son los rudimentos
con los que se edifica el mundo existente, incluida la vida. Gracias a que no
sucedió así, estamos aquí para contarlo.
Lo que se sabe, con más o menos certeza científica, es que
aquel petardazo sideral generó, en la primera centésima de segundo, una
temperatura en el universo de unos cien mil millones de grados centígrados. Un
calor más elevado que el de cualquier estrella, y tan grande que imposibilitaría
que ningún componente de la materia ordinaria -moléculas, átomos, etc.- pudiera
mantenerse unido. Pero otras partículas elementales, que en la actualidad son
objeto de estudio por parte de la física nuclear de altas energías, como el
electrón, el positrón, los neutrinos y los fotones, junto a pequeñas cantidades
de protones y neutrones, pudieron unirse y formar núcleos más complejos,
conforme la temperatura del universo iba descendiendo.
Estas transformaciones de la materia acontecieron durante
los tres primeros minutos de la explosión, según describe el Nobel de Física Steve
Weinberg en un libro (véase
bibliografía adjunta), cuando el enfriamiento del universo hizo posible que
protones y neutrones comenzaran a formar núcleos de hidrógeno pesado (deuterio)
y, más tarde, de helio. De esa sopa cósmica, que llenaba todo el universo de
luz (partículas energéticas sin masa), fue surgiendo la materia, el cosmos y lo
existente tal como lo conocemos. Esta explicación racional y lógica del origen
de la realidad, mediante la aportación de datos empíricos, es la teoría más creíble
y aceptada de nuestro origen. Además, es, hasta cierto punto, demostrable mediante
pruebas tan contundentes como la detección del rastro de aquella explosión, que
la física puede valorar midiendo la magnitud de la radiación de fondo cósmica. Ello
no impide que muchos formulen la típica pregunta: ¿Qué hubo antes del Big
Bang? Lo mismo que había antes de Dios: nada, para nuestra capacidad de
comprensión.
En todo caso, a partir de esa explosión se fue formando el
universo que contemplamos y todo lo que integra, incluida la Tierra. Nuestro
planeta se formaría, eones de tiempo después, por la acumulación de materiales procedentes
de la nebulosa de la que también surgió el Sistema Solar. Un planeta sólido como
el nuestro, formado por materiales agregados a lo largo del tiempo y en su
mayor parte procedentes de las proximidades del Sol, como las condritas de
enstatita, era inviable que albergara agua, y menos en la abundancia que contienen
los océanos. Pero unos investigadores acaban de revelar, en un trabajo
reciente, que la suerte volvería a sonreírnos cuando, hace unos 3.900 millones
de años, la Tierra recibió un bombardeo de asteroides y cometas que trajeron
con ellos agua y otros elementos orgánicos que, 400 millones de años más tarde,
posibilitaron que la vida pudiese surgir, haciendo el recorrido inverso al de
la muerte: de lo inorgánico inanimado a lo orgánico animado.
En el citado trabajo, publicado en la revista Science,
se señala que aquellas rocas primigenias que se estrellaron contra la Tierra contenían
grandes cantidades de isótopos de hidrógeno y deuterio suficientes como para
reaccionar con el oxígeno y producir agua. Tales elementos, descubiertos en
contra de lo esperado en meteoritos provenientes de asteroides de enstatita, coinciden
con los hallados en el manto terrestre. Se trata, por tanto, de otro afortunado
evento que facilitaría la aparición de vida en nuestro mundo. Y por el que, ahora,
aparte de cenizas, podemos concebir que también somos polvo de estrellas.
Hasta entonces, la física había hecho su aparición en lo
creado. Y, sin que sepamos cómo, de ella derivaría la química y el mundo
biológico, puesto que los componentes atómicos son comunes. De átomos a
moléculas y de éstas a proteínas es cuestión de tiempo… y suerte. En cualquier
caso, de una simple célula, el “átomo” de la vida, a un ser pensante y autoconsciente,
como el hombre, hay un largo trecho que recorrer, que la evolución se encargaría
de completar. Tampoco esta vez se sigue un diseño prestablecido y, menos aún,
teledirigido por la divinidad, hasta llegar al ser humano. Pero la continua
complejidad del proceso evolutivo acaba encumbrando a un homínido en la cúspide
del reino animal, gracias al desarrollo de su inteligencia.
El reino de los seres vivos evoluciona para preservar la
especie, adaptarse al medio y por la limitación de los recursos. La evolución por
selección natural, las leyes de la genética y la herencia son indiscutibles hoy
en día, haciendo compatible nuestro origen con las leyes de la física. De
hecho, se ha constatado que la vida surgió en el agua del mar, al que empezó a
poblar, primero, de seres unicelulares, bacterias y arqueas, después algas,
esponjas o medusas, y más tarde de artrópodos y primeros anfibios que, hace
unos 370 millones de años, empezaron a salir del mar. Algunos de los que
abandonaron el agua se adaptaron a la vida terrestre, dando lugar a las
tortugas, lagartos, serpientes, aves y mamíferos. Se sabe que la evolución biológica
de los mamíferos se inició hace más de 100 millones de años. Y el más
sobresaliente de esos mamíferos, desde nuestro punto de vista, es el humano.
Nos guste o no, provenimos del primate (término nada
negativo, por otra parte, puesto que Linné lo usó para describir, atendiendo a
su importancia y primacía, a los humanos y otros mamíferos que se les parecían:
primates, del latín primus, primero). Se estima que, hace unos 2,5
millones de años, animales con rasgos homínidos aparecieron por primera vez
sobre la faz de la Tierra, más concretamente en África. La evolución hizo que
de un ancestro común se derivaran varias ramas, desde una de las cuales -la de
los grandes simios- surgiría la especie “Homo” (Australopithecus, Ergaster,
Erectus, Neanderthal, Sapiens, etc.). Es decir, el género Homo surge a partir
de homínidos anteriores. La posición erguida y la marcha bípeda constituye la
característica fundadora de los homininos, homínidos que bajaron de los árboles
y se pusieron a andar erguidos sobre sus patas traseras por la selva, pasando
de ser cuadrúpedos arborícolas a bípedos terrestres.
El camino evolutivo tan singular del ser humano radica en su
desarrollo cognitivo, lo que ocasionó el aumento del volumen de su cerebro,
permitiéndole adquirir diversas técnicas y habilidades en su continua adaptación
al medio ambiente, en sus relaciones y para la supervivencia, pudiendo, además,
transmitirlas culturalmente a sus congéneres. Ese aumento de la capacidad
craneal es ya evidente en los primeros miembros del género Homo, que tenían el
mismo tamaño de los Australopithecus, de los que descendían, pero con un
cerebro un 50 por ciento mayor. Además, ocasiona cambios en la morfología de la
mano, al alargar el pulgar en oposición a los demás dedos para conseguir la
pinza de precisión humana de la mano, un agarre que combina fuerza y delicadeza.
Y lo que es más exclusivo del homo sapiens, en el hecho de dirigir y compartir
la atención con los otros, esa propensión a aprender de otros prestándoles una
atención compartida, de la que surgió el lenguaje, la capacidad privativa del
humán para articular en palabras sus pensamientos, sentimientos, deseos y
conocimientos para comunicarlos a los demás. Con razón, Aristóteles caracterizó
al humano por el lenguaje. Gracias a esa capacidad cognitiva, el ser humano no
sólo comenzó a acumular conocimientos de lo que aprendía de otros, a ponerse en
el lugar del otro y comunicarse mediante sonidos y palabras con él, sino también
a ser consciente de su propia existencia y, de alguna manera, a intuir que era algo
más que un simple animal o mero cuerpo material. Se singularizó del resto de la
creación y se creyó la finalidad de un proceso que ni acaba en él ni se inicia
por él.
La ciencia consigue excavar en la historia genética del homo
sapiens y seguir su pista evolutiva, casi con más precisión que la
paleontología. De ahí que pueda asegurarse su nacimiento en África y que otras
especies Homo, como la Heidelbergensis o Neanderthalensis, hayan migrado hacia
Europa y Asia desde hace unos 600.000 a 120.000 años. Aunque todavía algunos
fundamentalistas del creacionismo renieguen del origen evolutivo de los
humanos, el estudio del DNA mitocondrial permite rastrear toda la cadena de
cambios y mutaciones sufrida en el genoma humano desde un resto fósil mitocondrial
de nuestros ancestros.
Suprimir la superchería y la superstición en el relato del
origen de la vida no resta fascinación ni misterio a algo que todavía escapa,
en gran medida, a nuestra capacidad cognitiva. Al contrario, lo embellece con
el fulgor de lo verificable y verdadero, con la realidad de los hechos científicos.
Con la única parafernalia de la razón, la ciencia desbroza de elucubraciones el
camino del entendimiento sobre el origen del mundo y del hombre, engrandeciendo
aún más, si cabe, la aventura de la vida y el lugar que ha conquistado el
hombre, por méritos propios y no por voluntad divina, en la cima de lo
existente. Y todo ello, a pesar de que la vida sea un episodio contingente, un
accidente fortuito.
Bibliografía:
Los tres primeros minutos del Universo, de Steven Weinberg. Alianza Editorial, 1996.
La naturaleza humana, de Jesús Mosterín. Esapa Calpe, 2006.
El hombre de Neandertal, de Svante Pääbo. Alianza Editorial, 2018.
Sapiens,
de animales a dioses, de Yuval Noah
Harari. Debate editorial, 2019
Dios, una historia humana, de Reza Aslan. Taurus ediciones, 2019..
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