A Sorayita, al cumplir su segundo día de vida.
Hoy no voy a reflexionar sobre los grandes asuntos, ni tan siquiera de las pequeñas políticas, aquellas que inciden en nuestros bolsillos. Hoy, si me lo permiten, lo haré sobre algo personal, más bien íntimo, pero que deseo compartir con los lectores. Acabo de ser abuelo.
Me imagino vuestras reacciones e incluso ya me hacen sonreír algunos de los posibles comentarios: ¡chochea! Es un prejuicio común cuando nos mofamos de las “batallitas del abuelo”. Nos aburren sus historias de tiempos que no sólo no recordamos, sino que siquiera hemos conocido ni tenemos ganar de conocer. O, en el peor de los casos, de las desviaciones y delirios de un cerebro confuso por la demencia senil o las lagunas amnésicas que el olvido instala dentro de él. La vejez es un estado del que todos renegamos, pero al que no renunciamos llegar, aunque se halle amenazado de muchas incapacidades. Esa es la edad de los abuelos.
Así lo veía yo y confiaba que esa etapa de la vida tardara mucho en alcanzarme. Aunque la salud, los cuidados médicos y las comodidades nos permiten mantenernos "jóvenes" durante un período cada vez más prolongado, llegar a abuelo -me parecía- es ser “muy mayor”, entrar en la categoría de “viejo”. Son reparos inútiles porque nadie puede evitar que el tiempo avance inexorable y que, afortunadamente, la vida nos permita disfrutar de cada estación. Prejuicios que se desvanecen en cuanto una diminuta criatura recién nacida convierte en padre a un hijo tuyo, en cuyos ojos trémulos refulge un brillo idéntico al que los tuyos irradiaron cuando él nació. Escuchas aquel llanto y recuerdas cuando él hacía lo mismo no hace tanto tiempo. Comprendes, en medio de ese abrazo en que se funden dos generaciones, que un nieto o una nieta es la recompensa con que la vida premia todos tus sacrificios, brindándote la esperanza de futuro. Un futuro que ya está siendo acunado en los brazos de tus hijos. Descubres al fin que ser abuelo es recoger los frutos con que los hijos te devuelven todos tus esfuerzos y dedicación, sintiéndote recompensado por compartir su regocijo y su felicidad. Bendita sea la hora: empiezas a chochear.
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