La vida de las personas está marcada por referencias que le ayudan en el peregrinar por su época. Somos hijos de nuestro tiempo y con él nos identificamos. Lo contemporáneo es el espejo en el que buscamos nuestro reflejo, donde descubrimos una imagen enriquecida con los ingredientes míticos de los ídolos que nos acompañan, sean éstos culturales, deportivos, políticos, religiosos, festivos, científicos o cualesquiera otros.
Desde mi adolescencia he seguido con fidelidad a Joan Manuel Serrat. Lo he considerado un poeta urbano, un trovador que ponía música a poemas de una enorme belleza, ya fueran versos propios o ajenos. Establecí así una compenetración con él que hunde sus raíces en lo que crees compartir. Yo ya había leído “El rayo que no cesa” cuando Serrat puso música a algunos de los poemas de Miguel Hernández. Y denostaba la dictadura cuando él sirvió de símbolo y estandarte para la libertad. Esa complicidad de “gustos” es lo que confiere a los mitos su sólida vigencia como faro que ilumina tu existencia. Comparten contigo una vida llena de guiños cómplices, de mutuo reconocimiento, con los que ratificas una lealtad en valores que nunca precisó de una confirmación expresa. Es en compañía de ídolos cuando refuerzas tus certezas, así como las incertidumbres. Sirven para mantener viva la llama de las ilusiones y las utopías. Si ellos no cambian, ni tú tampoco, la adoración que le profesas se mantiene intacta. Como me sucede con Serrat. Tatareé su Titiritero en la adolescencia, me enamoré susurrando su Penélope, con la Saeta fui crítico con la fé, Antonio Machado y Miguel Hernández fueron lecturas que podía cantar, y como él, con su Fa vint anys que tinc vint anys, me hice mayor. Lo mismo me ha sucedido con otros iconos que fertilizaron mi personalidad a través de libros, canciones, películas y afectos.
Cuando ayer lo vi reaparecer, una vez más, sobre un escenario sobrio, bañado con la luz anochecida de un sueño, temblando la voz en un cuerpo envejecido, me di cuenta de lo mucho que hemos recorrido juntos. No pude evitar sentirme estremecido por él, pero sobre todo por mí. Estábamos apurando un presente que está consumiendo sus últimos trechos, refugiándose en la nostalgia, en ese recuerdo del pasado. Fue lo que Serrat nos obsequió, canciones en homenaje a Miguel Hernández que nos embargaron de una emoción antigua que nos hizo llorar por lo que fuimos: jóvenes ilusos que pretendieron enmendar el mundo de sus padres para acabar convertidos en serios adultos canosos que continúan recitando, disciplinadamente sentados en el teatro, aquella elegía a la vida desatenta, compañero del alma, tan temprano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario