Con el tiempo aparecieron las hermanas. Son dos, menores que el niño. Una de ellas, la de en medio, empieza a estar siempre allí, está con el niño en sus recuerdos, en la casa, junto a los padres, en los juegos, en sus aventuras, obsesiones y sueños. No recuerda cuándo surge, sino que de pronto comparte con él su vida, su infancia. De la pequeña sabe cómo vino porque nació cuando el niño ya corría por las calles e iba al colegio. Una hermana pequeña que nunca ha dejado de ser la pequeña de la familia y la que padeció más problemas. El niño nunca ha olvidado verse subido a la ventana del cuarto de los padres para espiar las curas que una tía enfermera hacía a la hermana pequeña, tendida boca abajo sobre la cama de matrimonio. Incluso imagina cómo le aplicaban crema en una herida cerca del culo, como si taponaran el agujero de una deformación con aquella pomada. Para el niño es, desde entonces, la hermana pequeña y frágil, la flacucha mimada que más tarde aparecería en las fotos con pose de una de vitalidad incansable. La pequeña de pelo revuelto que poco a poco se une a los hermanos en sus correrías, pero a la que protegen como a una flor delicada. Una flor que queda congelada en los recuerdos infantiles del niño, en los que siempre atrae la atención protectora de padres y hermanos. No hay otras semblanzas de ella de aquellos años, salvo de una pequeña a la que había que amparar y proteger, también más tarde, cuando la vida se cansa de dar vueltas, sin detenerse.
Para el niño que ahora la recuerda nunca ha dejado de ser la pequeña. La que casi se ahoga bañándose con los hermanos en el río y a la que, si uno de ellos no la agarra por los pelos, la arrastra la corriente. El niño reconoce el hecho y la sensación de pánico al verla alejarse, hundiéndose en las aguas. Estaban los tres entre unas rocas, en un remanso del río y ninguno sabía nadar, impericia que aún mantiene el niño. Es el único recuerdo que conserva de una aventura peligrosa con sus hermanas, aunque el río jugara un papel esencial en la vida de los niños del pueblo, casi lo único divertido. Sólo queda el fogonazo. El fogonazo petrificado en la memoria de ver aquel cabello negro perderse bajo la corriente y el impulso, movido por el pánico del miedo, de avanzar un paso y estirar el brazo para atraparlo antes de que se pierda. Perder lo que se debía proteger, perder a la pequeña. Un hecho que no se olvida aunque no se pueda precisar cuál de los hermanos fue el salvador. Se rememora la angustia del momento. Jamás antes había sentido el niño un temor tan grande, el terrible peso de la responsabilidad. Nunca relataron la travesura a nadie, ni sus padres la conocieron. Puede, incluso, que ni la pequeña lo recuerde. Así la protege su propia memoria.
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